silicon valley
Autor: Sebastian Mallaby
Editorial: Penguin
Fecha: 2022
Páginas: 496
Lugar: Nueva York

El olvidado origen de Silicon Valley

El nuevo libro de Sebastian Mallaby es una detallada exploración de cómo el capital riesgo estadounidense se convirtió en el modelo dominante para la comercialización de las innovaciones tecnológicas y fundó el mundo de las 'start-ups' tal como hoy lo conocemos. Sin embargo, el capital riesgo va mucho más allá de la tecnología.
William H. Janeway
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El nuevo libro de Sebastian Mallaby, The Power Law, es un valioso y satisfactorio relato sobre la evolución conjunta de Silicon Valley y el sector del capital de riesgo (CR) profesional desde fines de la década de los cincuenta. Su libro complementa otros dos trabajos recientes: VC: An American History, de Tom Nicholas, de la Escuela de Negocios de Harvard, y The Code: Silicon Valley and the Remaking of America, de Margaret O’Mara, de la Universidad de Washington. Reseñé ambos anteriormente.

Conjuntamente, Mallaby, Nicholas y O’Mara ofrecen una revisión integral de la manera en que el capital fluye para financiar las start-ups de alto riesgo en la vanguardia tecnológica, mientras que Making Silicon Valley, publicado en 2005 por Christophe Lécuyer, proporciona la “prehistoria” esencial, y se remonta hasta antes de la Segunda Guerra Mundial. Ambas perspectivas son fundamentales para entender cómo se gestó y mantuvo el principal nodo de innovación tecnológica mundial.

The Power Law es especialmente valioso por la profundidad con que aborda la evolución de los fondos de CR líderes y de las empresas que crearon y dirigieron. Mallaby accedió a dos generaciones de líderes del CR y se ganó su confianza. Su libro resulta aún más impresionante gracias a la integración (selectiva, pero eficaz) de la creciente literatura académica sobre el CR y el emprendedurismo.

El foco de Mallaby en los inversores de capital riesgo más significativos y financieramente exitosos encaja bien con dos «hechos estadísticos estilizados» del CR: la industria generó rendimientos extraordinarios durante las cuatro décadas para las que contamos con datos fiables, y las responsables de esa rentabilidad fueron unas pocas empresas. Esta distribución extremadamente sesgada de los rendimientos expresa la “ley del poder” del título de Mallaby.

Mallaby comienza el relato con la historia de cómo Arthur Rock “liberó” a los ocho traidores fundadores de Fairchild Semiconductor de la dictadura de William Shockley, uno de los inventores del transistor que en ese entonces había abandonado Bell Labs, en Nueva Jersey, para crear su empresa en Mountain View (donde su madre enferma aún vivía en Palo Alto). El libro luego nos lleva a través de una sucesión de paladines del capital de riesgo, y sus estilos y triunfos distintivos: Tom Perkins, de Kleiner Perkins, y Don Valentine, de Sequoia (ambas fundadas en 1972); Arthur Patterson y Jim Swartz, de Accel (fundada una década después); el equipo de Benchmark, lanzada en 1995 (justo a tiempo para la burbuja de las puntocoms); y, más recientemente, Marc Andreessen y Ben Horowitz, de la firma epónima.

Mallaby guía al lector a través de la problemática transición, que a pesar de ello fue por lo general exitosa, a la generación siguiente (John Doerr y Vinod Khosla en Kleiner Perkins; Mike Moritz y Doug Leone en Sequoia). Narra los detalles sobre la forma en que Kleiner Perkins perdió su ventaja en los años posteriores a la burbuja de las puntocoms y cómo Sequoia logró renovarse para convertirse en la más exitosa de las empresas de CR en cincuenta años. A medida que la narrativa se acerca al presente aparecen conocidos personajes recientes, entre ellos Peter Thiel (que desafiaba las tendencias dominantes), de la “Mafia de PayPal” y Founders Fund; y Paul Graham, el imaginativo inventor de la primera “incubadora” para emprendedores, Y Combinator.

 

El culto del emprendedor

Tras los perfiles personales, Mallaby cuenta en tres actos la historia de Silicon Valley y los facilitadores del CR. En los primeros tiempos el capital de riesgo era escaso y se cumplía la “Regla de Oro” del CR: “Quien (casi siempre un hombre) tiene el oro, dicta las reglas”. Pero a medida que el capital comenzó a fluir hacia el oeste en la década de los ochenta, la competencia entre los fondos fue la característica que definió al negocio. Luego, cuando ese nuevo tipo de finanzas se convirtió en una industria, sugiere Mallaby, la competencia entre los capitalistas de riesgo dio paso a la coordinación y orquestaron asociaciones estratégicas entre sus carteras.

La época actual del CR ha estado caracterizada por fundadores “no tradicionales” que se abrieron paso hasta la fuente de valor de Silicon Valley. El más visible, Masayoshi Son, de SoftBank, hizo su primera aparición en el Valle durante la burbuja de las puntocoms y regresó luego a escala descomunal con su fondo de cien mil millones de dólares, Vision Fund. El emprendedor ruso-israelí Yuri Milner, que llegó al Valle en la misma época, fue más discreto y mucho más exitoso como inversor.

Estos forasteros cambiaron completamente el modelo clásico del CR. El esquema antiguo implicaba un intenso escrutinio del equipo emprendedor y su tecnología, y una participación estrecha y activa en la junta directiva. Pero para los nuevos capitalistas de riesgo, la due dilligence era mínima: concedían los fondos con la promesa de no inmiscuirse en los consejos. Gracias a ello, los fundadores se afianzaron cada vez más y muchos se convirtieron en accionistas con voto privilegiado.

El capital y las valoraciones que se ofrecían eran irresistibles. En 2021, el capital total invertido en acuerdos respaldados por CR en Estados Unidos llegó a la friolera de 330 000 millones de dólares, de los cuales unos 250 000 millones procedían de fuentes “no tradicionales”. Además la mediana de las rondas de financiamiento de la etapa avanzada valuó a esas empresas privadas en al menos 500 millones. Casi 1.000 empresas respaldadas por capital riesgo en el mundo habían logrado convertirse en “unicornios”, es decir, que tenían una valoración nominal de al menos 1.000 millones. Los nuevos inversores acaparaban acciones que no podían vender y respaldaban a fundadores a los que no podían despedir.

 

«Mallaby entiende perfectamente que la ‘burbuja de unicornios’ fue consecuencia de la política monetaria expansiva sin precedentes que siguió a la crisis financiera mundial (y se renovó durante la pandemia)»

 

Apropiadamente, Mallaby pone en el centro del escenario dos terroríficas historias de excesos de emprendedores: Adam Neumann en WeWork y Travis Kalanick en Uber. En ambos casos, socios de alto rango de Benchmark –Bruce Dunlevie y Bill Gurley, respectivamente– lucharon con éxito para lograr que rindieran cuentas. También señala que los fondos profesionales de CR rechazaron casi de forma unánime a la tercera caricatura extrema del emprendedor heroico contemporáneo, Elizabeth Holmes, de Theranos; los 900 millones que consiguió provinieron en su mayor parte de neófitos del CR como Rupert Murdoch y la familia DeVos.

Mallaby entiende perfectamente que la “burbuja de unicornios” fue consecuencia de la política monetaria expansiva sin precedentes que siguió a la crisis financiera mundial (y se renovó durante la pandemia). “El clima financiero fomentó la irresponsabilidad”, señala. Los primeros meses de 2022 han dejado clara la velocidad a la que puede deshacerse el negocio. La perspectiva de que una inflación elevada ponga fin a este régimen financiero laxo excepcional generó una caída discontinua en las valoraciones de las empresas de tecnología en los mercados públicos, especialmente de los emprendimientos que requieren grandes cantidades de efectivo para generar valor en el futuro. Los elementos básicos de la finanzas se reafirman: el aumento de la tasa de descuento para los ingresos futuros reduce exponencialmente su valor presente.

Las consecuencias a largo plazo para el CR y el propio Silicon Valley quedan fuera del alcance de The Power Law. Lo que podemos anticipar con relativa certeza, sin embargo, es que las rentabilidades estelares que consiguieron los fondos de CR en las camadas más recientes se reestimarán significativamente a la baja cuando las carteras ilíquidas finalmente se distribuyan o vendan.

 

¿Por qué Silicon Valley?

Para explicar por qué Silicon Valley se convirtió en el sitio donde el CR alcanzó la masa crítica y financió la revolución digital durante dos generaciones, Mallaby recurre a los trabajos de la socióloga AnnaLee Saxenian, de la Universidad de California, Berkeley. En su libro de 1994, Regional Advantage: Culture and Competition in Silicon Valley and Route 128, Saxenian documentó la manera en que las estructuras sociales porosas de Silicon Valley permitieron que los fondos pioneros de CR tomaran impulso para conseguir finalmente el dominio tecnológico y luego el comercial. Pero esta explicación es incompleta, una laguna que resalta los puntos flacos del libro de Mallaby.

Mallaby señala que tanto los capitalistas de riesgo profesionales como los emprendimientos que financiaron se concentraron originalmente en la Costa Este. El círculo de la Ruta 128 alrededor de Boston alojó a una gran cantidad de empresas informáticas financiadas con CR que escaparon del dominio autoritario de IBM en Nueva York. Mallaby también considera la evidencia a favor y en contra de los contratos de no competencia en Massachusetts, que no existían en California. Sin embargo, no considera un factor sustancialmente más importante: la primera generación de ordenadores –desde las unidades centrales de IBM y los miniordenadores de DEC hasta las estaciones de trabajo de principios de la década de 1980– eran sistemas cerrados y exclusivos.

Como todo, desde los procesadores físicos diseñados a medida y el sistema operativo hasta la totalidad de los periféricos eran únicos para cada marca, los ingenieros capacitados en el entorno de DEC tenían que empezar de cero para adquirir los conocimientos necesarios para trabajar con su competidor en la otra punta de la ciudad, Data General. Más allá de los obstáculos legales, la movilidad entre empresas estaba muy limitada tecnológicamente. También estaba muy limitada la entrada en el mercado: para que una empresa emergente pudiera lanzar un nuevo sistema competitivo tenía que innovar en todos los niveles, desde el procesador central hasta los programas informáticos necesarios.

 

«La más cerrada de las grandes empresas de tecnología de la primera era (IBM) fue la que terminó patrocinando la primera industria informática realmente abierta»

 

Todo eso cambió en la década de los ochenta, cuando el sector de las tecnologías de la información comenzó a abrirse. En esa época se planteó una doble ironía. En primer lugar, cuando, en 1981 IBM respondió a la Apple II (un sistema cerrado) con la introducción de su propio ordenador personal en 1981, utilizó por primera vez en su historia tecnologías de terceros –un microprocesador de Intel y un sistema operativo de Microsoft– para la funciones críticas. Debido a que esas plataformas tecnológicas estaban disponibles para el mundo, rápidamente surgió un ejército de “clones”. La más cerrada de las grandes empresas de tecnología de la primera era fue la que terminó patrocinando la primera industria informática realmente abierta.

Al mismo tiempo, dentro de la propia Ruta 128, los investigadores del Proyecto Athena del MIT trabajaban en estándares técnicos para conectar con redes los distintos sistemas exclusivos, y los ingenieros en los laboratorios de la Costa Este de AT&T creaton un sistema operativo abierto con distribución libre: Unix. Esos proyectos combinados abrieron de golpe las puertas a la innovación. Pero las empresas informáticas de la Costa Este —incluidas IBM, con su sector de unidades centrales, y todas las empresas de microordenadores patentados— quedaron paralizadas no solo por las trabas tecnológicas sino también por la rentabilidad y la cultura de sus propios sistemas exclusivos. (Se hizo conocida una frase de Ken Olsen, fundador y director ejecutivo de DEC, en la que calificó a Unix de estafa, como el “aceite de serpiente”).

Mientras tanto, en el lejano oeste, los emprendedores que fundaban empresas emergentes como Sun Microsystems y Silicon Graphics aprovecharon al máximo los nuevos protocolos compartidos, estándares abiertos y el sistema operativo universal Unix. La antigua industria informática “vertical” de pronto se tornó “horizontal”.

 

El otro lado de la historia

Otra gran omisión deriva del hincapié casi exclusivo que Mallaby hace en las inversiones en informática del CR. Aunque la informática constituye al menos la mitad del capital riesgo invertido en los últimos cuarenta y tantos años, desde hace mucho la biotecnología es el segundo mayor segmento y representa aproximadamente un cuarto de las inversiones de CR. Sin embargo, excepto en el caso de Genentech (fundada en el sur de San Francisco y financiada por Kleiner Perkins), Mallaby ignora esta esfera del CR. La palabra “biotecnología” ni siquiera figura en el índice del libro. Esto resulta frustrante, porque Mallaby claramente entiende la tensión central del mundo del CR: el grado de riesgo técnico y de riesgo de mercado que los emprendedores y sus financistas están dispuestos a aceptar.

Nada ilustra mejor esta tensión que la “paradoja biotecnológica”. Desde finales de la década de 1970, los capitalistas de riesgo invirtieron cientos de miles de millones de dólares en biotecnología y otras empresas de salud y biociencias, a pesar de los desalentadores largos tiempos de desarrollo y los desafiantes obstáculos regulatorios. En el caso específico de las start-ups de biotecnología, los inversores en las primeras rondas tienen la certeza de que no verán ni un dólar de beneficios en los primeros diez o 12 años del fondo de inversión.

La explicación de la paradoja es obvia. El riesgo de mercado es despreciable una vez que se supera el riesgo técnico y se consigue la aprobación de la Food and Drug Administration solo en el caso de las empresas de salud. Como existe la posibilidad de que las compras sean financiadas por terceros en los sectores público y privado (como Medicare o las aseguradoras de salud), las empresas de biotecnología, al menos en Estados Unidos, pueden aprovechar una curva de demanda vertical: la demanda se mantiene independientemente de los precios. Pero “solo” en estos casos se pueden prever con confianza los potenciales flujos de fondos.

 

«Es posible que la Ruta 128 haya perdido frente a Silicon Valley en las tecnologías digitales, pero Boston y Cambridge, Massachusetts, siguen siendo el nodo líder de biomedicina»

 

Podríamos sospechar que Mallaby omitió a la biotecnología para centrarse en Silicon Valley como el único lugar en el que el CR fue exitoso. Sin embargo, ese foco en sí es demasiado limitado. Aunque brevemente se quita el sombrero frente a los pioneros del CR en la Costa Este, como Laurance Rockefeller, Jock Whitney y Georges Doriot (de American Research and Development), ignora categóricamente a personas y empresas que no formaron parte de Silicon Valley y a pesar de ello constituyen una parte sustancial de la industria estadounidense del CR. En 2020, Nueva York y Massachusetts representaban unos 150.000 millones de los activos de CR en gestión y California, poco más de 300.000 millones. Es posible que la Ruta 128 haya perdido frente a Silicon Valley en las tecnologías digitales, pero Boston y Cambridge, Massachusetts, siguen siendo el nodo líder de biomedicina.

Además, como Mallaby se centra en Silicon Valley, pasa por alto los papeles fundamentales que desempeñaron otros capitalistas de riesgo de la Costa Este. Por ejemplo, ningún otro catalizador fue más importante para el surgimiento del CR como clase sustancial de activos que la relajación en 1979 de la “regla de la prudencia”, que limitaba las inversiones de los fondos de pensiones. Este cambio en las políticas fue resultado de la presión de David Morgenthaler, de Cleveland, por entonces director de la Asociación Nacional de Capital Riesgo (National Venture Capital Association, NVCA), y de Lionel Pincus, de Nueva York, por entonces fundador del mayor de los miembros originales de la NVCA.

De manera similar, Mallaby dedica mucho espacio a Accel Partners y sus fundadores, pero omite mencionar al mentor que ayudó a Patterson y Swartz a convertirse dolorosamente en maestros de su arte, Fred Adler, de Nueva York, que también lideró la creación de la industria israelí del CR. Finalmente, al hacer caso omiso de la biotecnología, Mallaby ignora a Tony Evnin, que cosechó una serie de éxitos y cuya empresa con sede en Nueva York, Venrock, tuvo un papel decisivo en el financiamiento inicial de Apple Computer.

 

El motor principal

Mallaby también deja de lado a un participante aún mayor: el gobierno. Sin embargo, hay un motivo por el cual el CR se centró casi por completo en solo dos sectores, la informática y la biomedicina. Antes de que las empresas de CR invirtieran miles de millones, el gobierno federal estadounidense había invertido otro tanto para financiar la investigación y el desarrollo en las etapas previas necesarias y, como primer cliente colaborador, en la compra de los resultados de la I+D. El aparente milagro de las vacunas de ARNm reafirma esa historia: son el producto conjunto del financiamiento de investigaciones a largo plazo de los Institutos Nacionales de Salud (INS) y el Departamento de Defensa (DD) bajo los “acuerdos de compra anticipada” del gobierno federal.

El DD y los INS fueron los patrocinadores originales de la informática y la biomedicina, respectivamente. Fueron atrayendo a los primeros innovadores a través de la curva de aprendizaje para reducir los costos y lograr que el desarrollo y la producción fueran más fiables. Aunque la relación entre el riesgo técnico y el de mercado difiere radicalmente entre ambos sectores (la informática tiene un riesgo de mercado mucho mayor que la biomedicina y los riesgos técnicos de la biomedicina dependen de la ciencia básica), fue el patrocinio del gobierno el que logró en primer lugar que los emprendimientos en ambos sectores resultaran “viables para la inversión” de los capitalistas de riesgo.

Pensemos, por el contrario, en la caprichosa y frustrante historia reciente del CR con las tecnologías verdes y las tecnologías limpias. Mallaby documentó el manifiesto fracaso de los inversores de CR, liderado por Kleiner Perkins, para generar una burbuja de tecnologías limpias a principios de la década de 2000, después del estallido de la burbuja de las puntocoms. Pero el problema no fue solo que el capital de riesgo había desaparecido en combate, sino que también lo había hecho el Estado de Estados Unidos

Ni las nacientes fuentes de energía alternativa ni las tecnologías de almacenamiento energético recibieron un apoyo remotamente similar a los generosos fondos que el DD y los INS destinaron a la informática y la biomedicina, respectivamente. (Consideremos otro dato: el único producto de la investigación en ciencia de los materiales comercializado a través del financiamiento del CR fue el silicio, y la investigación estuvo patrocinada exclusivamente por el DD).

 

La continuidad de la era informática

A diferencia de Nicholas y O’Mara, Mallaby no hace referencia a la detallada prehistoria de Silicon Valley que ofrece Lécuyer. Y, sin embargo, la característica más destacada del relato de Lécuyer reside en la pura continuidad del desarrollo del sector informático desde los primeros días hasta el período de posguerra, más conocido, y la era del CR.

Todo comenzó con el descubrimiento de la radiación electromagnética, que fue aplicado a la propagación y recepción de ondas de radio para las comunicaciones punto a punto (la radiodifusión vino después). Los primeros clientes fueron la Armada Real británica y la Marina estadounidense, que se hicieron con un medio único para las comunicaciones entre barcos y de los barcos con la costa.

Al igual que con el Homebrew Computer Club –del que surgieron Steve Jobs, de Apple, y su socio fundador Steve Wozniak más de dos generaciones después–, comenzaron a aparecer las comunidades de radioaficionados. Y la considerable presencia de la Marina en el área de la bahía de San Francisco implicó una estrecha vinculación entre los protohackers y una rama del gobierno mientras exploraban una nueva vanguardia tecnológica. Los primeros usuarios recurrieron a soluciones chapuceras para mejorar las técnicas y los componentes técnicos.

 

«Para la década de los treinta, una próspera industria de la microelectrónica se había desarrollado en la península al sur de San Francisco»

 

Para la década de los treinta, una próspera industria de la microelectrónica se había desarrollado en la península al sur de San Francisco. Con la Universidad de Stanford cerca, los diseñadores emprendedores y los fabricantes de tubos de vacío y componentes de radio especializados disfrutaban un flujo bidireccional de gente, ideas y tecnologías.

Años antes de convertirse en el decano de ingeniería Stanford después de la Segunda Guerra Mundial, Frederick Terman, por entonces un joven profesor, ya estaba posicionando a la universidad como un tercer miembro fundamental frente al gobierno estadounidense y los emprendedores técnicos. Aunque la Ruta 128 contaba con un centro técnico aún más importante (el MIT), fueron Terman y sus colegas quienes reconocieron el potencial en el patrocinio de las empresas emergentes y le proporcionaron un apoyo académico continuo.

El MIT solo les imitaría varias décadas más tarde. Recuerdo bien las dolorosas negociaciones del primer acuerdo del MIT para aceptar capital accionarial de una empresa emergente a cambio de la propiedad intelectual creada en su laboratorio. Eso fue en 1980. Un empleado de alto rango de Stanford estaba en su año sabático y había enseñado a los administradores del MIT los beneficios de las transferencias colaborativas de tecnología. Debido a que esos acuerdos no existían Olsen se vio obligado a dejar el MIT para fundar DEC (y el MIT no tuvo beneficio alguno por su éxito).

Pero antes de todo eso llegó la bonanza de la microelectrónica durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los clientes militares de algunas de las empresas líderes de la zona de la bahía les exigieron que mudaran al menos parte de sus operaciones a la Costa Este. Aunque la demanda colapsó después de la victoria de los aliados en 1945, el comienzo de la guerra de Corea reavivó la demanda militar, y empresas como Varian y Litton prosperaron. Se les sumó Fairchild Semiconductor en 1957, y luego un creciente número de empresas emergentes fundadas por refugiados de Fairchild (que a su vez había sido creada por refugiados de Shockley), empezando por Intel.

 

El cliente siempre tiene razón

Un episodio decisivo de este período ilustra el papel estratégico del DD como cliente de los pioneros de la microelectrónica, semiconductores incluidos. A fines de la década de 1950, la Fuerza Aérea estadounidense fue pionera en la transición de los dispositivos de computación analógicos a los digitales. “Los sistemas analógicos de aviónica”, explica Lécuyer, “dependían de los tubos de vacío, que tenían tendencia a fallar, y de una multitud de partes móviles sensibles a las vibraciones y al desgaste”.

Los elementos clave de los dispositivos digitales eran los transistores de Shockley y, durante una larga década, el material elegido para ellos fue el germanio en vez del silicio, debido a que la movilidad de los electrones era mayor en el primero. Pero como el germanio tendía a fallar a altas temperaturas, “la Fuerza Aérea insistió en que las empresas de aviónica utilizaran transistores de silicio lo más posible”, escribe Lécuyer. El área del sur de la bahía de San Francisco pasó a ser conocida como Silicon Valley en vez de Germanium Valley porque los emprendedores del sector privado respondían a los deseos de su cliente más importante: el gobierno estadounidense.

Además de proporcionar las zanahorias que alimentaron a la industria de la microelectrónica desde sus primeros días, el gobierno también tenía un palo. En 1961, Robert McNamara, el secretario de Defensa del presidente John F. Kennedy, que acababa de disciplinar financiera y operativamente la Ford Motor Company y su extensa cadena de aprovisionamiento, se fijó la tarea de imponer una disciplina comparable a los contratistas de Defensa. La subsiguiente “depresión de McNamara”, relata Lécuyer, “fue un punto de fractura en la historia de la industria de los componentes electrónicos”.

 

«El área del sur de la bahía de San Francisco pasó a ser conocida como Silicon Valley en vez de Germanium Valley porque los emprendedores del sector privado respondían a los deseos de su cliente más importante: el gobierno estadounidense»

 

El sector se vio obligado tanto a consolidarse como a descubrir aplicaciones comerciales para su tecnología. Las ventas militares de Varian representaban el 90 % de sus ingresos en 1959; ocho años más tarde solo eran el 40 %. Fairchild aprendió a implementar “precios futuros” agresivos con recortes en las licitaciones de sus clientes, porque confiaba en que las mejoras en sus procesos y las economías de escala reduciría los costes a tiempo para mantener los márgenes de ganancia.

Para cuando los fondos de CR elegidos por Mallaby alcanzaron la masa crítica en Silicon Valley, la industria electrónica ya dominaba las tecnologías de producción avanzada y las tecnologías de procesos de vanguardia gracias al patrocinio del DD. Cuando ese cliente dominante obligó al sector a la comercialización, “las empresas de Silicon Valley aprendieron a crear nuevos mercados para sus productos”.

Pero Fairchild y sus empresas derivadas financiadas con capital riesgo no solo dominaron las prácticas comerciales. Varian, Litton, Hewlett-Packard y otros pioneros de la prehistoria de Silicon Valley también capacitaron al talento que lideraría la revolución digital para llevarla más allá de sus orígenes militares y convertir en última instancia a Silicon Valley en su epicentro. Cuando abrieron las empresas pioneras de CR, no solo encontraron socios emprendedores a quienes financiar sino también disponibilidad de capital humano con capacitación técnica al cual emplear.

 

De Silicon Valley al mundo

Mallaby cierra The Power Law afirmando que “la máquina del capital de riesgo estadounidense” continúa siendo “un perdurable pilar del poder nacional”. Invierte así la relación histórica entre un estado facilitador por un lado, y la inversión financiera especulativa y el surgimiento de empresas de tecnología innovadoras, por el otro.

Esta perspectiva prefigura su fascinante descripción del surgimiento de la industria china del CR, en la que inversores chino-estadounidenses, banqueros de inversión y abogados espabilados para los emprendimientos tuvieron un papel fundamental. Después de diseñar diversos “métodos alternativos” para que las empresas emergentes chinas pudieran acceder al CR externo, las empresas estadounidenses llevaron el modelo de Silicon Valley a China y fueron pioneras en la creación de las opciones de acciones, entre otras innovaciones. Destacan dos mujeres que tuvieron un papel fundamental: Shirley Lin, de Goldman Sachs, quien orquestó la inversión de SoftBank en Alibaba en 1999; y Kathy Xu, quien pasó de PricewaterhouseCoopers a su propia empresa de capital de inversión en 2005 y fundó JD.com en 2007.

Alibaba y JD.com son dos ejemplos ampliamente conocidos de emprendedores extranjeros que aprovecharon modelos de negocios inventados y probados en Estados Unidos. Pero esta apropiación palidece cuando se la compara con la apropiación mucho más amplia y profunda de la propiedad intelectual patrocinada por el Estado chino.

Esta práctica no tiene nada de nuevo. En los siglos XVII y XVIII Inglaterra tomó las tecnologías textiles de la India e Italia y estableció lo que se convirtió en el componente el líder de la Primera Revolución Industrial. La joven nación americana hizo lo mismo. La primera fábrica textil rentable en Estados Unidos fue fundada por Samuel Slater, un refugiado del draconiano régimen industrial inglés, que penalizaba la exportación de la maquinaria textil e incluso la inmigración de los trabajadores textiles (crímenes que podían ser castigados con la muerte o el transporte a Australia). La historia industrial de Japón y Corea ofrece ejemplos similares.

Pero el ejemplo más significativo de una copia exitosa fue la adopción china del modelo estadounidense de colaboración público-privada en la vanguardia científica y tecnológica. Como ilustra Mallaby, el modelo estadounidense de CR representa de hecho una profunda innovación en la comercialización de tecnologías lo suficientemente maduras para el financiamiento privado con fines de lucro. China está demostrando ahora el poder de ese modelo a escala (al igual que los fondos de CR que parecen haber alcanzado finalmente la masa crítica en Europa).

Pero el CR no es suficiente, como quedó demostrado con el fracaso de las tecnologías limpias a principios de la década de 2000. Una ironía final resalta lo que falta en el libro de Mallaby. Durante los últimos dos años, pareció estar tomando fuerza algo parecido a una burbuja verde. El ejemplo icónico es Tesla y su inimitable director ejecutivo, Elon Musk. Pero vale la pena recordar que en 2009, cuando Tesla aún tenía dificultades para aprender a producir vehículos eléctricos —por no hablar de lograr una rentabilidad sostenible— recibió un crédit del gobierno estadounidense de 465 millones de dólares. Era más del doble del financiamiento de capital que había recibido hasta esa fecha y resultó fundamental para captar capital adicional en los mercados financieros por cerca de 20.000 millones.

Tesla también demostró el poder de la colaboración público-privada en la vanguardia de la innovación. Una vez más, el análisis histórico revela que el Estado hizo aportaciones estratégicas a la ley del poder del CR.

© Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org