POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 30

Expulsión de judíos de España, 1492. GETTY

España e Israel: quinientos años después

El quinto centenario de la expulsión de los judíos de España supone un punto de partida de unas nuevas relaciones entre la sociedad española y la judía, así como entre los gobiernos de España e Israel.
Samuel Hadas
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La peculiar, larga y compleja historia de las relaciones España- pueblo judío-Israel obligan a abordar el asunto con un planteamiento diferente que no cabe estrictamente en el marco de un análisis histórico de las relaciones internacionales. No es ésta una historia diplomática, sino las percepciones de un diplomático involucrado directamente en un complejo proceso de componentes históricos, políticos, religiosos, ideológicos, psicológicos y de profundos sentimientos colectivos.

He tratado de abordar objetivamente la descripción de este proceso pero no estoy seguro de haberlo logrado.

Españoles, americanos y el mundo todo han evocado en 1992 un acontecimiento histórico desde perspectivas diferentes y hasta encontradas, con enfoques conceptuales distintos. Todos, no obstante, coinciden en señalar que el descubrimiento del continente americano por parte de los españoles, aproximó a dos mundos, posibilitó el descubrimiento recíproco de dos hemisferios y, como muy bien señalara el historiador mexicano Miguel León Portilla, el mundo adquiere entonces una nueva dimensión: se produce la universalización del globo terráqueo.

Empero, en ese año de encuentro de dos mundos culmina el proceso de desaparición del centro cultural judío más importante en muchos siglos: la expulsión de los judíos de España. Se completa entonces el desencuentro trágico entre españoles y judíos que se prolongaría durante muchas generaciones; de hecho hasta nuestros días.

1492 caló muy profundamente en la conciencia judía. No podría ser de otra manera. José Amador de los Ríos ya escribió en el siglo XIX que “difícil será abrir la historia de la Península Ibérica, ya civil, ya política, ya religiosa, ora científica, ora literariamente considerada, sin tropezar en cada página con algún hecho o nombre memorable, relativo a la nación hebrea”. Este historiador, después de señalar que el pueblo de Israel tuvo por largo tiempo parte activa en las crónicas de España, llega a la conclusión de que la existencia del pueblo hebreo en suelo español fue útil al desarrollo de la civilización española, entre otras cosas “por haber concurrido a despertar el espíritu de los pueblos cristianos del letargo intelectual en que yacían”.

Américo Castro, a su vez, explicaría en su libro “España en su Historia. Cristianos, moros y judíos”, que “la historia del resto de Europa puede entenderse sin la necesidad de situar a los judíos en primer término; la de España no”.

España, no obstante, se negó empecinadamente durante siglos a reconocer la contribución judía a su sociedad, su pertenencia al entramado social de la península. Siglos de coexistencia –de luces y sombras– y de influencias recíprocas importantes y de mutuo enriquecimiento fueron ignorados y enmudecidos como si los judíos no existieran. Sólo recientemente hemos sido testigos del redescubrimiento por parte de los españoles de la dimensión judía de su historia, en el marco de una renovada búsqueda de auténticas expresiones de su pasado.

 

«España se negó empecinadamente durante siglos a reconocer la contribución judía a su sociedad»

 

“Es paradójico que hayamos escogido la conmemoración de un desencuentro para propiciar un encuentro de tan hondo calado”, fueron las palabras del rey de España, Juan Carlos I, en la Sinagoga de Madrid durante el histórico acto que conmemoró el 31 de marzo último en presencia del presidente de Israel, Haim Herzog, el Quinto Centenario del Edicto de Expulsión de los judíos de España.

Camilo José Cela recordaría, a su vez: “Hace quinientos años del mal momento en que unos españoles echaron o echamos de España a otros españoles”, documento leído por Nuria Espert en el Acto Conmemorativo de los quinientos años de la expulsión de los judíos (1 de abril de 1992) celebrado en Barcelona. El reencuentro entre españoles judíos que culminó en este histórico acto con la presencia de los reyes de España y el presidente de Israel reconduce equívocos, lejanos y cercanos. El día anterior, el rey de España declaraba que con el establecimiento de relaciones diplomáticas “España e Israel cerraron una página del pasado y abrieron plenamente las puertas a un renovado espíritu de los antiguos lazos entre Sefarad y el pueblo judío y a los de la España actual con Israel”.

Efectivamente, acabamos de cerrar un círculo pero hasta que España e Israel pudieron establecer finalmente relaciones diplomáticas plenas, hubieron de transcurrir casi cuatro décadas desde la independencia de Israel. Fueron 38 años en que dos países con un gran pasado común, se dieron la espalda y vivieron un proceso en el que la tónica dominante fue el desencuentro. Una etapa más en ese largo e inexplicable desencuentro que se prolongará durante siglos.

De ahí que la austera y secreta ceremonia que selló el 17 de enero de 1986 en La Haya un trascendente capítulo de las diplomacias de España e Israel, más que un movimiento en el complejo ajedrez diplomático internacional pueda considerarse un acto de significación histórica. “Los españoles acabamos de poner fin no a una situación nacida hace treinta o cuarenta años, sino al mal paso que dimos hace cinco siglos”, escribiría al día siguiente Camilo José Cela.

 

El reencuentro judío-español

El proceso diplomático que concluyó con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel debe ser visto sobre el trasfondo de otro, no menos importante: el del reencuentro judío-español. Este, a su vez, debe ser visto sobre el trasfondo de una de las más importantes etapas de la historia contemporánea de España, el de la transición de la dictadura a la democracia. Este proceso, que trajo consigo la reimplantación de España en el espacio europeo, significó, entre otras muchas cosas, una renovada búsqueda del reencuentro con las distintas expresiones del pasado y –en lo que nos interesa en este caso– con la dimensión casi olvidada de su historia.

Es cierto que esta búsqueda, que llamaríamos el proceso del reencuentro de España con la dimensión judía de su historiado como la describen publicaciones oficiales conmemorativas del Quinto Centenario, el redescubrimiento de la historia judía de España, cobra cuerpo en el período de la transición, culminando en este año. Pero no es menos cierto que sus balbuceantes comienzos pueden vislumbrarse a mediados del siglo pasado. Entonces se producen importantes contactos con los descendientes de los expulsados. El primer diálogo significativo se produce durante la guerra del norte de África, cuando las fuerzas expedicionarias españolas establecen contacto con los judíos de Marruecos que, pese a su larga convivencia con la población musulmana, mantenían su idioma y sus costumbres peninsulares. Muchos de ellos se afincarían posteriormente en Ceuta y Melilla. El reencuentro se constituyó más tarde en ficción literaria española.

En 1869, Emilio Castelar, en un acalorado debate con un representante de la intolerancia tradicional, recordaría las grandes mentes que brillaban en el mundo y que pudieron haber brillado en España “de no haber expulsado a nuestros judíos”. Castelar menciona, entre otros a Spinoza y Disraeli, agregando que al privar a España de la presencia de los judíos, se la privó de una infinidad de nombres que pudieron haber sido gloria de España. Ese año se aprueba la Constitución, cuyo artículo 11 permite el ejercicio público de cualquier culto, lo que es interpretado como la derogación implícita del Edicto de Expulsión.

En 1881, el rey Alfonso XII y el Gobierno de Sagasta hacen manifestación de su disposición a recibir en España a judíos, víctimas de crueles persecuciones en la Rusia zarista. En las décadas de los ochenta y noventa, mientras que en algunas partes de Europa se recrudecen los brotes antisemitas, estalla en España una polémica de amplitud nacional que encuentra importante eco en la prensa, como resultado de iniciativas destinadas a reabrir sus fronteras a un retorno masivo de judíos. Conservadores y liberales discuten acerbamente: los primeros son opuestos al regreso de los judíos, entablando duras discusiones con los liberales que desean un nuevo acercamiento a los judíos.

A finales de siglo, la comunidad sefardí atrae el interés de intelectuales y políticos españoles. Muchos de ellos descubren entonces que, cuatro siglos después de la expulsión, decenas de miles de judíos siguen hablando el español. La mayoría de ellos residen en el imperio otomano, Grecia, Bulgaria, Bosnia y otros países. El senador Pulido exige en el Senado la reinstalación masiva de estos sefardíes en España.

 

«A finales de siglo, la comunidad sefardí atrae el interés de intelectuales y políticos españoles»

 

Durante la Primera Guerra mundial, el rey Alfonso XIII interviene en favor de los judíos sefardíes en Palestina, pidiendo la mediación del kaiser Guillermo II ante sus aliados turcos. Cuando en 1923 Turquía suprime el sistema de capitulaciones (el derecho de protección consular), Primo de Rivera promulga un decreto que permite la concesión de la nacionalidad española a los anteriormente protegidos judíos españoles. Este decreto apenas tuvo vigencia a causa, principalmente, de negligencias y prejuicios.

Más tarde, la II República española reduciría a dos años el período de residencia exigido a los naturales de la zona marroquí bajo protectorado español para obtener “la carta de naturaleza” por vecindad. Muchos sefardíes se acogieron a esta medida.

A partir del estallido de la guerra civil, Franco lleva una política contradictoria. Por un lado presenta al judaismo como uno de los males de la humanidad, por el otro miles de judíos encuentran en España refugio durante el holocausto de la Segunda Guerra mundial pese a los nexos del régimen con el Eje. En la polémica acerca de la verdadera actitud del régimen hacia los judíos, hay historiadores convencidos que esto se produjo principalmente gracias a la valiente acción humanitaria y a iniciativas personales de algunos diplomáticos españoles. Lo evidente es que la actitud del régimen fue excesivamente ambigua e indefinida.

En el interior, ya desde fines del siglo pasado, algunos judíos se establecen en España. A fines de los cincuenta, como resultado de la independencia de Marruecos, miles de judíos procedentes de este país se establecen también en España. Decenas de miles de judíos que abandonaron Marruecos son testigos de una colaboración secreta entre España e Israel para facilitar la salida de muchos y su inmigración a este país.

 

Sobre el Edicto de Expulsión

En los años sesenta se produce el primer reconocimiento oficial de la no vigencia del Edicto de Expulsión y en los setenta hay ya desarrollada una comunidad judía que, aunque reducida, lleva una vida activa, legalmente reconocida a todos los efectos. En 1982 se aprueba la ley que permite a los judíos sefardíes adquirir la ciudadanía española solamente con dos años de residencia en España.

El círculo se cierra, simbólicamente, en 1986 con el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel. Pero este acto, que debió haber sido un acto natural en las relaciones internacionales, resultó ser un asunto complejo por la carga histórica, política y emocional que un largo desencuentro había creado.

El proceso que pone fin en 1986 al desencuentro diplomático hispano- israelí es principalmente un proceso de componentes diplomáticos, políticos, económicos, psicológicos y otros, pero este artículo se ocupa especialmente de su contenido histórico, en el trasfondo del reencuentro español-judío. Hay una evidente interacción, y lo reconocen los gobiernos de España e Israel en la declaración conjunta en que se anuncia el establecimiento de sus relaciones diplomáticas, cuando declaran que “de conformidad con el principio de universalidad de relaciones entre Estados y teniendo presentes los antiguos y profundos vínculos que unen al pueblo español y al pueblo judío, los dos gobiernos han decidido establecer relaciones diplomáticas entre España e Israel”.

En el seminario sobre las relaciones España-Israel, organizado por la Asociación de Periodistas Europeos, con el patrocinio de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, en Toledo (12-14 de septiembre de 1985) declara en su intervención el ex ministro de Asuntos Exteriores José María de Areilza: “Tenemos una comunidad de cultura profunda y auténtica. Existe una aportación hebrea en nuestra manera de ser, de vivir, de pensar, en nuestra historia que sería ridículo desconocer”. El anterior ministro José Pedro Pérez-Llorca dice, en el mismo seminario, que el reencuentro con el pueblo judío no supone tan sólo un enlace con el pasado, sino que es un “reencuentro con parte de nosotros mismos. Desde hace muchos años se está produciendo el reencuentro entre España y el pueblo judío… Faltan probablemente muchas cosas en ese reencuentro, pero hay una cosa que, aunque no sea en sí misma considerada la más importante o esencial, si es decisiva por su valor simbólico, el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel”.

La historia de este proceso comienza, por supuesto, con el advenimiento del Estado de Israel en 1948. Su larga primera etapa, que se prolonga hasta el comienzo de la transición a la democracia, en 1975, es un caso de simetría negativa. Cuando uno quiere las relaciones diplomáticas el otro se niega y viceversa. Israel, en mayo de 1948, pide ser reconocido por los países del mundo, excepción hecha de Alemania y España. El recuerdo del Holocausto permanece: el dolor es muy reciente y no permite cicatrizar una herida muy honda. La España de Franco era considerada de hecho como una aliada del Eje. En 1949 España ofrece a Israel el establecimiento de relaciones diplomáticas: “por ahora no”, es la respuesta israelí.

El 16 de mayo de ese año se produce un acontecimiento que deja una profunda huella en la diplomacia israelí y marcaría las relaciones durante largo tiempo: el voto israelí en la ONU contra el levantamiento del boicot diplomático contra España y el contundente discurso del representante israelí, Abba Eban, que aclara que el punto esencial es la asociación del régimen de Franco con la alianza nazi-fascista. “El régimen de Franco – dice Abba Eban– aceptó y apoyó la perspectiva de la supremacía nazi en Europa y consecuentemente en el mundo entero”. Esta actitud, basada en razones de orden moral, es justificada posteriormente por el ex ministro de Asuntos Exteriores Fernando Moran, en su libro “Una política exterior para España”, cuando escribe que la decisión israelí de no establecer relaciones diplomáticas con España es sin duda justificada.

En la década de los cincuenta es en Israel donde se escuchan voces pidiendo el establecimiento de las relaciones. Pero el régimen de Franco había entrado en el período en que se diseña la “tradicional amistad con los países árabes”. Los intentos de aproximación por parte de Israel fracasaron por haber fijado ya el Gobierno español su posición frente a los países árabes: necesitado de su apoyo para la operación que condujera a la integración de España a las Naciones Unidas, para salir de su aislamiento internacional. El propio Moran, veterano diplomático y uno de los principales artífices de la política árabe de la diplomacia española, explicaría posteriormente que “gracias al apoyo árabe se logró la necesaria fluidez de la operación norteamericana para hacer entrar a España en la ONU en 1955 (esta vez Israel votaría a favor). Israel insiste en sus gestiones mientras que en España se habla de “solidaridad política y moral con los árabes”. El ministro español de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella declara incluso que “la falta de relaciones diplomáticas con Israel nos prestigia ante los árabes”.

A principios de los sesenta cualquier presencia o actividad judía internacional en España es calificada por sus autoridades como “parte de un plan israelí-judío perfectamente orquestado”. Pero, como quedó dicho anteriormente, el Gobierno de Franco ayuda a la emigración judía de Marruecos, al comienzo de los sesenta, gran parte de la cual se dirige a Israel. Posteriormente, el Gobierno español intervendría durante la Guerra de los Seis Días, en 1967, en favor de los judíos egipcios, consiguiendo la salida de muchos de ellos de Egipto. Al mismo tiempo el Gobierno de Franco lleva a cabo una virulenta campaña anti-israelí y de apoyo a los países árabes.

 

«A principios de los sesenta cualquier presencia o actividad judía internacional en España es calificada por sus autoridades como “parte de un plan israelí-judío perfectamente orquestado»

 

Paulatinamente se acrecienta el interés del Gobierno israelí por la dimensión sefardí en las relaciones con España. Al tratarse de unas relaciones anómalas, no solamente por razones políticas, la diplomacia israelí considera que un movimiento de acercamiento a lo sefardí en España podría conllevar una mayor presencia israelí en la opinión pública de este país. La diplomacia española, por su parte, considera entonces que “el arma sefardí” es una espada de doble filo que únicamente debía ser utilizada cuando existiera certeza de que no caería en manos extrañas.

En los setenta se puede apreciar alguna apertura y un clima diferente, aunque se siguen escuchando declaraciones como éstas a cargo del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo: “El establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, tendría consecuencias contrarias al mundo árabe, contra el cual España no está dispuesta a marchar”. Israel y España iniciaron negociaciones con las Comunidades Europeas. Se producen contactos secretos bilaterales, a fin de coordinar y lograr mejores condiciones. Los ministros de Asuntos Exteriores, López Bravo y Eban, se entrevistaron en 1970. En abril de 1973 España llega incluso a ofrecer a Israel la instalación de una Oficina Comercial en España, propuesta que es rechazada (esta posición de la diplomacia israelí sería criticada en su momento por quienes consideraban que una presencia israelí en aquel país, cualquiera que fuera su forma, aceleraría el proceso de acercamiento a España).

La presión permanente de los países árabes y la necesidad de la diplomacia española de contar con el apoyo de estos países en los foros internacionales en temas tan complicados como la descolonización de los territorios del Sahara occidental, la “africanidad” de Canarias, el futuro de Ceuta y Melilla, serán, durante largos años los condicionantes de la actitud española hacia Israel.

Resumiendo esta etapa, que se prolonga 27 años y que termina, como quedó dicho, con el comienzo de la transición, puede establecerse que fue una etapa de equívocos, ofrecimientos recíprocos asimétricos y de presiones internas y externas sobre los protagonistas. En España se afirmó la política de sustitución, la percepción de su diplomacia fue que la política pro-árabe fue fecunda habiendo contribuido a los intereses políticos de España en el norte de África y a los económicos con los países árabes en general. La diplomacia española siguió, pues, considerando que la normalización de relaciones con Israel sólo depararía desventajas.

Pero hay algo más. ¿Hubo antisemitismo en la política del régimen de Franco hacia Israel? Areilza se hace esta pregunta en el seminario sobre las relaciones España-Israel al que hicimos referencia más arriba y responde con una negativa rotunda. Empero, es indudable que hubo animadversión por parte de algunos de sus sectores. Recordemos que en los años veinte la extrema derecha incorpora a su credo el antisemitismo. “Acción Española hace suya la tesis (importada de Acción Francesa) de que el judío es nocivo. En España se publican en esos años doce ediciones de los Protocolos de los Sabios de Sión”, paparrucha ideológica aceptada como verdad por sectores de la derecha, como dirá el propio Areilza. En los años treinta se adoptan los mitos y las etiquetas del nazismo. Surge entonces el mito de “la alianza judeo-masónica para dominar el mundo”. También es muy probable que las relaciones pudieron haber sido obstaculizadas por prejuicios y animadversiones.

La segunda etapa que corresponde a la de la transición a la democracia se prolongará poco más de diez años. Se divide en dos fases claramente diferenciadas: la primera, la de los gobiernos de centro- derecha de UCD encabezados por Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo, y la segunda, a partir de 1982, con el ascenso al poder del PSOE y el primer Gobierno socialista presidido por Felipe González.

El rey de España en su primer discurso fundamental ante el Parlamento, en diciembre de 1975, en el que expone el programa de la monarquía, habla de relaciones diplomáticas con todos los países del mundo. El establecimiento de las relaciones con Israel parece inminente. Pero de nuevo se produce la inacción, debida indudablemente a presiones internas y externas. Areilza, recordamos, primer ministro de Asuntos Exteriores de la monarquía, declararía al periódico Informaciones, el 21 de febrero de 1983, que “el lobby de los intereses petrolíferos en Oriente Próximo amparado por un mítico pro-arabismo, la inercia, el miedo y los prejuicios frustraron aquel intento (citado por A. Marquine y G. Ospina en el libro “España y los judíos en el siglo XX”3 Posteriormente se preguntaría públicamente, en el seminario de referencia, seis años más tarde: “¿Fue acaso un chantaje deliberado contra el libre albedrío de nuestro país por gentes y países foráneos?”.

 

El nuevo gobierno

El Gobierno de Adolfo Suárez no cambia la política hacia Israel, marcada por la percepción de la diplomacia española de que intereses políticos y económicos importantes podrían dañarse seriamente. (Para Suárez, como declararía a fines de los ochenta, la proyección mediterránea de España y sus vínculos con la nación árabe eran, junto a la integración europea y occidental, los principales objetivos de su política internacional). Un documento (nota informativa) del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, de marzo de 1977 establece que “es prioritario el mantenimiento de nuestras privilegiadas relaciones con los países árabes, reservándonos siempre la libertad de decidir sobre el ritmo y la forma que parezca más conveniente para dar curso a nuestras relaciones con Israel”. Ello pese a que el propio partido gobernante califica, en uno de sus congresos nacionales, en octubre de 1978, de anomalía la ausencia de relaciones diplomáticas con Israel. Esta anomalía es por cierto bien utilizada: se autoriza la apertura de la representación de la OLP; España recibe a su líder y en septiembre de 1979 se produce el famoso abrazo Suárez-Arafat (pistola al cinto).

Ni siquiera cuando la potencia árabe más importante, Egipto, firma los acuerdos que llevarán a la paz con Israel, cambia la postura de la diplomacia española que condiciona el establecimiento de relaciones con Israel a una solución del problema palestino.

Con la renuncia de Suárez en 1981 se produce un giro pro-occidental en la política exterior española. España se incorpora a la OTAN y se aceleran las negociaciones con la CE. Entrado el año 1982, el Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo –persona de clara orientación europeísta que siendo ministro de relaciones con la CE decide abrir un proceso para establecer relaciones diplomáticas con Israel– consideraba como una anomalía la no existencia de relaciones con Israel. Las cosas se preparan con mucho sigilo y se establecen conversaciones.

(Aquí debo abrir un paréntesis para recordar que casi dos años antes, a partir de agosto de 1980 había comenzado mi gestión en España y por ende mi protagonismo directo en este proceso, primero en calidad de representante ante la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa y, posteriormente, como representante permanente de Israel ante la Organización Mundial del Turismo, con sede en Madrid. Estos nombramientos, como era del conocimiento de la diplomacia española, no ocultaron la verdadera naturaleza de mi gestión. Rápidamente los medios de comunicación me “bautizaron” como el “representante oficioso de Israel”, el “Embajador oficioso” y posteriormente “Embajador in pectore).

La tragedia de Sabrá y Chatila, con los graves problemas que causó a Israel y el adelanto de las elecciones, decidido en agosto de 1982, frustraron la operación. El Gobierno español teme una severa reacción negativa de algunos países árabes además de “quedarse sin aliento” para tomar decisiones importantes, según palabras de un relevante ministro del Gobierno de Madrid.

La segunda fase de esta etapa comienza con la llegada del PSOE al poder en diciembre de 1982. Se prolongaría poco más de tres años hasta enero de 1986. El PSOE había manifestado su apoyo al establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, cuya ausencia consideraba una anomalía y un anacronismo. Israel, que tuvo sobrados motivos para suponer que cuando se estableciera la democracia en España, las “privilegiadas” y “tradicionales” relaciones con los países árabes darían paso a una política más equilibrada, vuelve a considerar el establecimiento de relaciones como inminente. Se “institucionaliza” un diálogo permanente fluido y abierto, pero secreto. Sus principales participantes son, por parte española, el secretario general de la Presidencia de Gobierno, Julio Feo; el asesor del presidente, Juan Antonio Yáñez y el embajador Manuel Sassot, director general de África y Asia continental del Ministerio de Asuntos Exteriores. Por parte israelí, el autor de estas líneas y en los últimos meses de las negociaciones, el actual ministro de Industria y Comercio, Mija Harish, entonces jefe del Departamento Internacional del Partido Laborista y diputado.

Refiriéndose a este período, Fernando Moran escribe en su libro “España en su sitio” que Hadas “llevaba a cabo una intensa labor de captación de voluntades en todos los medios, económicos, culturales y políticos… Sus contactos con ministros, diputados, senadores y líderes sindicales eran frecuentes. Incluso a la Moncloa llegaban su voz y su análisis”.

Empero, el Gobierno sigue sin encontrar el “momento adecuado”. “Debe hacerse sin presiones” y “deben obtenerse contrapartidas”, son las consignas del ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Moran. “Se mantiene una dependencia para evitar riesgos que España ayudó a crear”, escribe un conocido intelectual español. El bloqueo del asunto continuó, incluso cuando se consideraron superados los factores objetivos que amenazaban inicialmente.

Se hace evidente un cambio en algunas posturas del PSOE, que “occidentaliza” su política. Desde esta nueva óptica se abordan también las relaciones con Israel. Poco a poco se modifica el tono de las declaraciones condicionándolas a una solución del conflicto árabe-israelí. Las cosas se hacen a la manera del presidente del Gobierno, Felipe González: gradualmente, lanzando de tanto en tanto globos sonda, “esperando hasta que la fruta madura caiga del árbol”, según su propia expresión.

Por su parte, el ministro Fernando Moran, que teme la pérdida de una baza importante con el establecimiento de las relaciones diplomáticas con Israel, insiste en la necesidad de obtener contrapartidas políticas por parte de Israel. En su libro “Después de Franco, la OTAN”, Antxon Sarasqueta escribe que Fernando Moran reclama un gesto israelí para demostrar a los tradicionales amigos árabes que España pesa. Moran considera que “el establecimiento de relaciones con España será apuntado por Tel Aviv como un triunfo”. La diplomacia española siempre consideró que el Gobierno israelí atribuiría a un cambio de la posición española un significado de apoyo a su política exterior que debiera ser compensada con concesiones a la situación de los palestinos.

En declaraciones recogidas el 6 de marzo de 1985 por la prensa espa- ñola dice Moran que el paso debe darse “sin presiones y sin que se convierta en una obsesión”.

El propio Sarasqueta establece, en el libro de referencia, que “España no sólo ha violado el principio de universalidad de sus relaciones sino que se ha visto superada por una situación más equilibrada y con mayor grado de interlocución y potencia por parte de sus vecinos europeos. Una posición así tenía forzosamente que ser revisada”.

Y esto sucede a mediados de 1985. El primer reajuste ministerial de julio de 1985 modifica las cosas. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez, de profunda vocación occidentalista, fue siempre favorable al rápido establecimiento de las relaciones. El presidente del Gobierno da el visto bueno a la operación ERDEI (Establecimiento de Relaciones Diplomáticas con Israel).

En agosto de 1985 se “entra en la recta final” del proceso y se pasa del diálogo a las negociaciones que se llevan en el mayor de los secretos y en las que también participa activamente por parte israelí el diputado laborista M. Harish, a quien encomienda esta misión el primer ministro israelí, Simón Peres.

Éstas negociaciones tienen incluso sus altibajos y sufren un importante parón a raíz del bombardeo israelí al cuartel general de la Fuerza 17, unidad terrorista de élite de la OLP, en octubre del mismo año. Cuando las negociaciones se reanudan, al mes siguiente, sigue sin aclararse la oportunidad, mientras circulan en los medios de comunicación toda clase de versiones. Finalmente, en vísperas de Navidad, Felipe González toma la decisión. Las negociaciones se aceleran, se producen visitas recíprocas, en las que participan Yáñez, Feo y Harish. El 9 de enero en la residencia de Feo, se lleva a cabo el encuentro decisivo, con la participación de representantes de ambos Ministerios de Asuntos Exteriores, entre ellos el autor de estas líneas, en que se acuerda el texto del comunicado conjunto en el que se anunciaría el paso. La parte española pone, asimismo, en conocimiento de la parte israelí la declaración unilateral (que básicamente es de apoyo a las posiciones árabes) evidentemente como una compensación. Se produce una cuasi negociación como resultado de la cual se modifican algunos conceptos considerados hirientes por la parte israelí.

La decisión se adoptará sin que se imponga la condición por parte de la diplomacia española de que hubiera un avance en la solución del problema palestino.

Inicialmente, el 17 de enero, en La Haya, entonces sede de la presidencia de la CE, se firma el comunicado conjunto en que se anuncia al mundo el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas entre España e Israel. Dos días después se reunirían en el mismo lugar los jefes de Gobierno de ambos países, González y Peres. Las tan temidas reacciones árabes no se producen o son mínimas, no pasando de ser simbólicas. El 20 de febrero siguiente culminaría mi carrera diplomática con la presentación de mis cartas credenciales como el primer embajador de Israel ante el rey de España.

Imposible ignorar el papel de la opinión pública en este singular pro-ceso. Es evidente que, en este caso, los segmentos que opinan e influyen y, sobre todo, los medios de comunicación juegan un papel destacado. No en balde señala Felipe González en por lo menos dos oportunidades el “gran trabajo del lobby pro-israelí”.

Dichos segmentos de la opinión pública ejercen, en este caso, una presión constante de efecto acumulativo que indudablemente transmite “hacia arriba” un claro mensaje a los sectores de poder. Esto ayuda a superar reticencias, inhibiciones y también la hostilidad.

El papel de los medios de comunicación en este proceso es digno de un estudio serio. La “intrusión” de los medios de comunicación en la negociación diplomática modificó en las últimas décadas el espíritu e incluso la naturaleza de la diplomacia, escribe el ex ministro de Asuntos Exteriores israelí, Abba Eban. Para los diplomáticos esto ha sido un factor de perturbación a lo largo del proceso dando como resultado un conflicto de intereses entre aquéllos y los periodistas.

 

«La “intrusión” de los medios de comunicación en la negociación diplomática modificó en las últimas décadas el espíritu e incluso la naturaleza de la diplomacia»

 

En este caso, llegar a la opinión pública española era una meta y para llegar a ella era necesario interesar a los medios de comunicación. En el proceso que nos ocupa, el conflicto de intereses se suscita con la diplomacia española para la que la publicidad alrededor del tema tiene un efecto inhibidor, sobre todo por consideración a las reacciones árabes. La opinión pública española es mayoritariamente favorable a las relaciones con Israel como lo demuestran dos sucesivas encuestas del diario El País (en 1983, un 38 por cien de los encuestados se muestra favorable, un 15 por cien se opone y un 47 por cien no sabe o no contesta. En 1984, un 46 por cien aprueban, un 12 por cien se opone y un 44 por cien no sabe o no contesta).

En algún momento de 1981, un anónimo portavoz de la diplomacia española me acusa “de organizar un alboroto propagandístico, con el apoyo de la comunidad judía de España”, según declaración a un periódico madrileño. Por otra parte, en el momento decisivo de las negociaciones, a fines de 1985, se me amenaza con la congelación del proceso, si éste trasciende a los medios de comunicación.

Es indudable que en este caso se produce una influencia acumulativa. Los periodistas se ocuparon durante años de que el asunto no desapareciese de las páginas de los periódicos. Los editorialistas y comentaristas, en una mayoría abrumadora de los que se dedican al asunto, exigen constantemente el establecimiento de relaciones con Israel. El efecto de esto es difícil de medir, pero existe.

No está de más recordar que el 25 de octubre de 1983, el ministro Fernando Moran dijo que “el Gobierno se reserva decidir sobre este problema y no se dejará, naturalmente, llevar por presiones en uno u otro sentido por parte de ciertos países, tampoco por presiones de lobbies, por presiones de grupos, ni por presiones de la tan cacareada importancia de los medios de comunicación”.

Como nota anecdótica mencionemos que en un libro publicado por quienes no vieron con buenos ojos el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, bajo el título “España-Israel. Un reencuentro en falso”5, al hablarse del “bombardeo propagandístico del lobby judío”, se establece que en la “febril actividad pro-israelí en España” se invirtieron quinientos millones de dólares, cincuenta mil millones de pesetas ni más ni menos.

Debe mencionarse en esta reseña histórica el papel desempeñado por la comunidad judía de España, cuya contribución al acercamiento entre este país e Israel fue de especial relevancia. Los líderes de esta comunidad, definitivamente reintegrada al entramado social español y con vínculos afectivos importantes con Israel, han participado en todo este proceso en forma constante, con una gran dedicación, digna de ser señalada.

En la sesión de investidura, en el Congreso de Diputados, el 22 de julio de 1986, en un pasaje de su intervención, el presidente del Gobierno español, Felipe González, declaró, recordando que España tiene intereses vitales en el Mediterráneo, que el avance en la universalización de las relaciones de España que ha supuesto el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, le permite incrementar la cooperación y su presencia en el área. Asimismo hace posible una cooperación entre Europa y los países del Mediterráneo. “Una cooperación que se base en la solidaridad del conjunto de Europa, que distienda la situación del Mediterráneo, y que lleve por un camino de paz lo que es en este momento una relación tensa y difícil”.

Desde entonces muchas cosas han cambiado vertiginosamente en el mundo. En una época de cambios globales trascendentales, también en Oriente Próximo se han hecho a la idea de que estos afectarán por fuerza a su región y desde hace un año, como resultado de los ingentes esfuerzos de la administración norteamericana, especialmente del anterior secretario de Estado, James Baker, árabes e israelíes participan hoy en un difícil y complejo proceso de negociaciones, destinado a la búsqueda de un arreglo pacífico a un conflicto casi centenario.

Ha desaparecido la rivalidad de las superpotencias, rivalidad que condicionó durante largos años la posibilidad de un avance hacia la paz. Se ha puesto, prácticamente, fin a la perniciosa intervención que obstruyera el camino hacia un arreglo, creándose una situación que favorece el diálogo entre árabes e israelíes. Tampoco la trayectoria de algunos países europeos, entre ellos España, ha sido afortunada (para el área, por supuesto): atraídos por su importancia estratégica, por su petróleo, por las reservas monetarias acumuladas por algunos países árabes, han buscado muchas veces aplicar una mano de “cosmética” a sus notorios intereses políticos y económicos.

Es evidente que España, a partir del establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, ha mejorado su posición en Oriente Próximo. Es innegable que en los últimos años, tal como se afirma en el libro “España fin de siglo”, la diplomacia española ha hecho un esfuerzo, tanto bilateral como en el marco de la Comunidad Europea, para contribuir a encontrar una solución pacífica y negociada al conflicto árabe-israelí. Iniciativas como la Conferencia de Seguridad y Cooperación en el Mediterráneo y la prioridad que España diera al conflicto durante su presidencia de la Comunidad Europea, son muestras de ello. Igualmente lo es la elección de Madrid como sede de la Conferencia de Paz que reunió, por vez primera desde 1949, a israelíes con sus vecinos árabes alrededor de la misma mesa. Esta elección significó el reconocimiento a una política más equilibrada entre árabes e israelíes.

En lo que fue la mayor apertura en un largo conflicto, árabes e israelíes se reunieron en Madrid en busca de una esquiva paz. Madrid no habría sido la privilegiada anfitriona de la Conferencia de Paz de no haber establecido España relaciones diplomáticas con Israel seis años atrás.

Debe mencionarse aquí también, por qué no, que la elección de Madrid, en vísperas de las conmemoraciones del Quinto Centenario, no dejó de tener una profunda significación histórica, al encontrarse árabes e israelíes en la tierra que fuera crisol de sus culturas, en la búsqueda de la convivencia perdida. Aunque no se deberían exagerar los logros, es indudable que en Madrid, un año atrás, se ha hecho historia. Sería un craso error considerar la Conferencia como poco más que un escenario de un acto diplomático ceremonial.

Al cabo de siete rondas de negociaciones bilaterales, por una parte, y de negociaciones multilaterales, por la otra, con el fin de encontrar soluciones regionales a los problemas comunes que aquejan a los países de Oriente Próximo, parecería que las prevenciones y la profunda desconfianza recíprocas han dado paso a un mayor optimismo, al acercarse las negociaciones, paso a paso, a las cuestiones sustantivas, comprendiéndose los unos a los otros mejor que en el pasado. Los observadores concuerdan en que árabes e israelíes están ante una oportunidad quizá irrepetible en muchos años para llevar adelante unas negociaciones que apenas un año atrás parecían encontrarse frente a obstáculos insalvables. El proceso se ha movido de un histórico encuentro hacia delicadas y complejas negociaciones.

Estas negociaciones serán difíciles. Se avanzará muy lentamente. Proteger los intereses, derechos y la seguridad de todas las partes involucradas en el conflicto árabe-israelí requerirá un esfuerzo tenaz y decisiones difíciles. Conflictos en apariencia insolubles han encontrado soluciones más o menos satisfactorias y no hay razón para que pueblos que conviven en Oriente Próximo desde tiempos inmemoriales no encuentren el camino a la paz. En la búsqueda de este camino se espera de la Comunidad Europea y de España un apoyo activo y práctico, sobre todo para hallar soluciones regionales a los graves problemas económicos y sociales del área. Como dijera Abba Eban, en conferencia pronunciada en Madrid: “Por sus legados árabes y judíos, España, que ha sido el punto de reunión de tres culturas, debiera preguntarse a sí misma si puede cumplir una vocación conciliatoria, mientras avanzamos hacia las tareas inconclusas que aún nos esperan”.

Alguien dijo que la historia debe ser como un espejo en el que miremos nuestro pasado –que en nuestro caso es la larga historia de un encuentro, un desencuentro y un reencuentro– para apreciar la magnitud de los hechos y así poder proyectarnos hacia el futuro. Como dijera el fundador del Estado de Israel, David Ben Gurión, la historia no puede ser reescrita ni siquiera por el Supremo Hacedor. Nuestra historia común con sus muchas sombras (españoles y judíos tenemos mucho que recordar y poco que celebrar en este Quinto Centenario, escribió recientemente el periodista Cándido) ha sido una historia de influencias recíprocas.

El establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel viene a reanudar un diálogo rico en vivencias espirituales y culturales. Hemos pasado en pocos años del desconocimiento recíproco al conocimiento y finalmente, al reconocimiento mutuo. Donde antes imperó la ignorancia, y por ende el estereotipo, hoy se desarrolla un mejor conocimiento recíproco.

El telón de 1992 está a punto de caer. Este año debe servir, sobre todo, como un recordatorio de una historia común que debe ser asumida. Pero también debe simbolizar nuestro reencuentro en un nuevo espíritu de convivencia, como muy bien señaló el rey de España, ante el presidente de Israel, durante su reciente visita a España: “Tenemos nuestras miras puestas en el futuro, que deseamos encarar con la ilusión propia de unos pueblos de largo pasado y que, al mismo tiempo, están animadas por un espíritu joven y emprendedor. Esta visita es un hito de ese a la vez dramático y enriquecedor ciclo histórico de encuentro, separación y reencuentro con el continuado diálogo en el que, estamos seguros, se han de seguir cimentando nuestros lazos”.