Autor: Karen Armstrong
Editorial: Crítica
Fecha: 2022
Páginas: 192

Espiritualidad y ecologismo: ¿Simbiosis perfecta?

Más que proponer un nuevo sincretismo religioso ante la crisis climática, Karen Armstrong sugiere redescubrir la imaginación religiosa de distintas tradiciones en las que percibe un hilo conductor: la comprensión del mundo natural como un todo unificado por una fuerza sagrada, inmanente o trascendente.
Luis Esteban G. Manrique
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“Aquel ser eterno e infinito que llamamos Dios o Naturaleza…”

Baruj Spinoza, Ética (1677).

“En los bosques, nos desprendemos de los años como las serpientes de la piel que mudan y, en cualquier momento de nuestras vidas, podemos ser siempre niños (…) Somos parte o partículas de Dios”.

Ralph Waldo Emerson, Nature (1836).

 

El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha sido siempre un político cuidadoso en el uso de las palabras; suele hacer las precisiones, los distingos y los énfasis necesarios para no caer en los eufemismos evasivos tan propios del lenguaje diplomático. Nadie se sorprendió, por ello, cuando en la conferencia del clima de Glasgow (COP26), Guterres habló con toda crudeza para denunciar que la humanidad estaba tratando al medioambiente como una “letrina”.

Este año, en Sharm-el-Sheij (COP27), advirtió que si el mundo no detenía su desenfrenada “carrera hacia el infierno”, el planeta llegará a un punto de no retorno. Diversas señales indican que ya se han violado seis de los nueve umbrales críticos de sostenibilidad ecosistémica, entre ellos los ciclos biogeoquímicos de las fuentes de agua –dulce y marina– y las tierras de cultivo por altas concentraciones de fósforo y nitrógeno provenientes de agroquímicos, fertilizantes y herbicidas.

Cuando se cruce la barrera de acidez de los océanos, de la que depende el nivel de oxígeno de sus aguas, desaparecerán la mayor parte de los arrecifes de coral. No hay muchas razones para el optimismo. El único caso de éxito, por ahora, ha sido evitar la destrucción de la capa de ozono mediante la prohibición de los fluorocarbonos. La ONG medioambientalista WWF estima que el 77% de los espacios terrestres y el 87% de los océanos han sido alterados por el Antropoceno, que ya ha hecho desaparecer el 83% de la biomasa de mamíferos y la mitad de la vegetación original.

Si no se frena la actual tendencia, hacia fines de siglo las temperaturas aumentarán 2,8º grados, lo que derretirá los casquetes polares y elevará más de 10 centímetros el nivel de los océanos y someterá a unas 1.700 millones de personas a olas de calor extremo. Muchas regiones se desertizarán y caerá la provisión global de alimentos, lo que desencadenará protestas sociales, oleadas migratorias y guerras.

Las causas no son un secreto para nadie: la pérdida de hábitats naturales, de biodiversidad  y de ecosistemas por el crecimiento demográfico y la contaminación. Cada año se lanzan a las aguas de ríos y mares entre 300 y 400 millones de toneladas de metales pesados, disolventes y otros derivados industriales.

 

¿Cuándo comenzó el Antropoceno?

Aún es motivo de controversia el momento en el que comenzó el Antropoceno. Algunos lo sitúan en 1945, cuando se detonaron las primeras bombas nucleares, y otros entre 1763 y 1775, cuando James Watt y Matthew Boulton inventaron la primera máquina de vapor práctica, una de las fuerzas impulsoras de la Revolución Industrial. Hay quienes sostienen incluso que empezó hace 10.000 años, con la aparición de la agricultura organizada y el sedentarismo que terminó con el nomadismo de los cazadores-recolectores.

En El amanecer de todo (2022), David Graeber y David Wengrow recuerdan que el homo sapiens existe desde hace al menos 200.000 años, pero que lo que pasó en la mayor parte de ese tiempo es un misterio. Las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira se fueron pintando a lo largo de al menos 10.000 años, entre el 25.000 y el 15.000 a.C. En el yacimiento arqueológico de Gesher Benot Ya’aqov, científicos israelíes, británicos y alemanes acaban de encontrar los restos de una especie de carpa de dos metros que había sido pescada en una laguna cercana y  expuesta a un uso controlado del fuego hace unos 780.000 años. Hasta ahora, las primeras evidencias de cocción datan de hace 170.000 años, casi coincidiendo con la aparición del homo sapiens.

 

Miedos atávicos

En Le grand voyage du pays des hurons (1638), el jesuita Gabriel Sagard escribió que los pueblos algonquinos que conoció en Nova Scotia percibían la realidad como un continuum de espacio y tiempo indisolubles. A medida que Occidente se secularizó, esa visión mítica o religiosa de la existencia se fue desvaneciendo.

Pero sus avanzadas y prósperas sociedades –como las de la Antigüedad, donde todo lo que sucedía se atribuía a los caprichos de los dioses—, no han podido librarse de ciertos miedos atávicos, como el temor a la venganza de la naturaleza por la hybris  (ὕβρις) humana. No son temores descaminados. La deforestación de la selva amazónica altera los ciclos pluviales e hidrológicos del planeta entero, lo que explica que Brasil, Indonesia y República Democrática del Congo, que albergan el 52% de las selvas tropicales del mundo, acaben de formar una asociación para cooperar en su preservación, en una especie de OPEP de los bosques.

 

Amenazas existenciales  

La cumbre a orillas del mar Rojo mostró el creciente consenso entre las élites globales en que el caos climático –sequías, olas de calor extremo, huracanes…– es la mayor amenaza que enfrenta la humanidad, entre otras cosas porque su avance es tan paulatino que lo hace imperceptible para amplios sectores sociales que deben atender problemas más urgentes.

Pero no hay escapatoria posible: el deterioro medioambiental impacta en la producción y cadenas de suministro de alimentos, agua potable y en la extracción y consumo de minerales y combustibles fósiles, entre muchos otros sectores vitales. No es casual –ni gratuito– que casi todos los miembros de Naciones Unidas hayan firmado el Acuerdo de París, que propone soluciones regulatorias, tecnológicas y tecnocráticas, entre ellas la eliminación de subsidios a los hidrocarburos y el impulso de las energías renovables.

Ted Nordhaus y Vijaya Ramachandran recuerdan en Foreign Policy que hoy un habitante medio del planeta tiene un 90% menos de probabilidades de morir por desastres naturales que uno de los años veinte del siglo pasado debido al desarrollo económico y tecnológico. Las inundaciones causadas por el desborde del río Amarillo se cobraron dos millones de vidas en China en 1887. En 1970, ciclones tropicales mataron a medio millón de personas en India, Pakistán y Bangladesh y 140.000 en 1991. Desde los años ochenta, la tasa de mortalidad global por esas causas ha caído un 85%.

 

Sabiduría destilada

La ética y las tradiciones religiosas en relación con la naturaleza tienen también un papel imprescindible que jugar. El problema es que hasta 1969, cuando James Lovelock formuló su hipótesis Gaia –que plantea que la biosfera autorregula su entorno físico para que sea más hospitalario con la vida–, la cultura occidental ha tendido a considerar al mundo natural como un objeto de observación o explotación, casi como si solo existiera para estar a su servicio.

En su último libro, Karen Armstrong —que en 1962 ingresó en el convento de Lancashire, que abandonó en 1969, y que hoy es una de las mayores expertas mundiales en cuestiones religiosas–, sostiene que si se quiere evitar el desastre ecológico, la humanidad necesita recuperar la veneración por la naturaleza que sus místicos, ascetas, sabios y maestros espirituales cultivaron durante milenios.

Armstrong aborda asuntos complejos y los reconduce a sus aspectos esenciales. Pero Una historia de Dios (2006) y La gran transformación(2007), por ejemplo, eran tres veces más extensos que Naturaleza sagrada. Sus tesis ganan con el laconismo: el breve texto destila sabiduría y se lee casi como una plegaria o una invocación para que cada cultura religiosa revise su sistema de creencias para encontrar en ellas claves de supervivencia.

Más que proponer un nuevo sincretismo religioso, propone redescubrir la imaginación religiosa de las tradiciones abrahámicas, dármicas y animistas, en las que percibe un hilo conductor: la comprensión del mundo natural como un todo unificado por una fuerza sagrada, inmanente o trascendente.

En su Summa Theologia, Tomás de Aquino (1225-74), por ejemplo, sostuvo que Dios no era solo un ser sino el Ser mismo (esse seipsum), la esencia divina en el corazón de todas las cosas. Según explica Armstrong, las religiones asumen muchas formas, pero su relación con la naturaleza está basada no en dogmas sino en sentimientos y emociones que se experimentan no desde el logos sino del mythos.

 

Espiritualidad y naturaleza

La erudición ecuménica de Armstrong es deslumbrante. En el taoísmo, escribe, el qi –la esencia inefable del Universo– no es ni completamente material ni espiritual, una concepción antropocósmica que borra las fronteras entre lo humano y lo divino. Ibn al-Arabi (1165-1240), místico sufí, filósofo y poeta andalusí, insistía, por su parte, en que cada verso del Corán (del árabe  القرآن, recitación) es una ayah, una revelación divina que refleja los ritmos y pulsos del mundo natural en una constante teofanía.

Armstrong valora sobre todo el concepto de Ahimsa, común al hinduismo, el budismo, el sijismo y el jainismo que prohíbe causar cualquier tipo de daño a otros. Tras estudiar dos años con un monje jainita, Akbar, tercer emperador mughal de la India (1556-1605), dictó leyes de protección de leopardos, caballos, monos, serpientes y peces, entre otros animales. Los rishis (sabios) hindúes percibían la naturaleza como un ente vivo e imbuido de lo divino, una concepción tan arraigada en diversas culturas que parece ser una noción arquetípica de la psiquis humana.

 

Racionalismo y antropocentrismo

Desde el siglo de las Luces, el ethos antropocéntrico del humanismo occidental afianzó la noción de la naturaleza como una mercancía. Descartes, recuerda Armstrong, creía que dado que era inerte, la materia no podía enseñar nada de lo divino, por lo que su valor era solo utilitario. Isaac Newton, por su parte, escribió que el dominatio, que identificaba con la fuerza de la gravedad que controla el cosmos, era la característica definitoria de la divinidad, a la que concebía como una especie de científico especialmente dotado para la geometría y la mecánica.

Pero es no es la única tradición occidental. En Magníficos rebeldes (2022), Andrea Wulf escribe que Friedrich Schelling, uno de los filósofos del círculo de Jena, sostenía que todo está interconectado y que somos parte de un organismo vivo: la naturaleza, una idea precursora del ecologismo, que extiende la compasión no solo a otros seres y especies sino también a las próximas generaciones.

 

Panteísmo científico

El llamado panteísmo científico, que no recurre a nociones o factores sobrenaturales, se basa en la filosofía de Baruj Spinoza (1632-1677), que creía que la Naturaleza-Dios es su propia causa y la única esencia existente. Según Henri Bergson, Spinoza era un místico que había querido “geometrizar su misticismo”. Albert Einstein dijo que el dios de Spinoza era el único en el que él creía.

 

Vencer al  nihilismo

Días antes de la cumbre de Sharm el-Sheij, líderes islámicos y católicos se reunieron en Bahréin para un diálogo que priorizó en su agenda el medioambiente y al que asistieron el papa Francisco y Ahmed Attayeb, gran imán de la mezquita cairota de Al Azhar, una de las mayores autoridades religiosas del islam suní.

En el Epílogo, Armstrong insiste en que ateos, agnósticos o creyentes pueden sentir la naturaleza como fuente última de lo sagrado. La crisis ecológica, advierte, es fruto de tendencias autodestructivas y nihilistas que kabalistas, sufíes, cristianos, taoístas e hinduistas deben ayudar a contrarrestar, pasando a la acción para restaurar y preservar el mundo que recibieron.