Autor: Henry Kissinger
Editorial: Debate
Fecha: 2023
Páginas: 648

Estadistas y profetas

Kissinger evoca con nostalgia seis sombras del pasado y ofrece los retratos políticos de quienes fueron arquitectos del orden que ahora se desmorona, seres excepcionales que cruzaron el mundo incendiado entre las dos grandes guerras y quedaron marcados personalmente por sus convulsiones. Al hacerlo, subraya la falta de dirigentes del presente.
Lluís Bassets
 | 

La fábrica Kissinger no falla. Su último producto, sus seis ensayos sobre el liderazgo, es imbatible. Incluso en la viveza y calidad de su escritura. Por descontado, en el sabor personal de los nostálgicos perfiles que ofrece de esos personajes escogidos para ejemplificar como se dirigió el mundo en el pasado y cómo anda ahora desnortado sin seres humanos con las capacidades imprescindibles para que las instituciones internacionales y las naciones no deriven hacia la irrelevancia y finalmente el desastre.

Como en las vidas ejemplares de santos, aquí se nos ofrecen los retratos políticos, incluso la biografía, de quienes fueron seis arquitectos del orden que ahora se desmorona, seres excepcionales que cruzaron el mundo incendiado entre las dos grandes guerras y quedaron marcados personalmente por sus convulsiones. Según confiesa el ensayista, fue una enorme fortuna poder encontrarse con ellos en el transcurso de su larga vida y ahora, cuando se acerca a una más que provecta edad centenaria, tener la oportunidad de incluirlos en este friso de sombras del pasado que nos aleccionan sobre el presente.

Son cinco hombres y una sola mujer. Cuatro occidentales, y dos, un africano y un asiático, “sujetos coloniales” según nos recuerda el autor; dos militares y cuatro civiles; tres con experiencia de prisioneros políticos o de guerra. Para el autor, una especie de cuadro de honor del liderazgo mundial, seres con capacidad para entender el presente de las sociedades de sus tiempo, las habilidades para organizar la estrategia para modelarlas y mejorarlas, pero también para rectificar rápidamente los errores, cualidades que les exigió mantener la fe en el futuro en mitad de las mayores adversidades.

Pertenecen al menos a tres generaciones y también a tres etapas de la vida de Kissinger: Konrad Adenauer y Charles de Gaulle, todavía nacidos en el siglo XIX, a los que admiró y trató brevemente en sus tiempos de sherpa washingtoniano; Richard Nixon y Anwar el Sadat, de media generación anterior al autor, con los que tuvo el trato intensísimo entre iguales de quien fue el primer diplomático occidental; Lee Kwan Yew y Margaret Thatcher, de su misma cohorte generacional, con los que trabó una amistad que persistió más allá del tiempo de sus responsabilidades políticas.

Aquella época de crisis, como la actual, precisaba de dirigentes “transformacionales”, características que requieren virtudes a la vez de estadista y de profeta: capacidad para preservar sus sociedades cuando parece que van a ser desbordadas y a la vez una aguda visión acerca de los límites de sus transformaciones. Sin ambas, según Kissinger, es imposible trascender las circunstancias heredadas y llevar a sus sociedades más allá de las fronteras de lo posible, como hicieron los seis biografiados.

Parte de los perfiles tiene mucho de esbozo al natural, a partir de su observación y sus contactos personales, vinculados con una actualidad que a Kissinger no se le escapa cuando escribe. Con Adenauer, por ejemplo, con quien mantuvo una decena de encuentros entre 1957 y 1967, primero como académico y luego como enviado del gobierno, queda evidenciada la persistente y bien actual inquietud europea, no tan solo alemana, por una retirada de Estados Unidos de Europa o por una estrategia de disuasión nuclear que entregara la seguridad del continente a cambio de preservar la americana, que es lo que hubiera significado una confrontación bélica entre la Unión Soviética y los aliados exclusivamente en territorio europeo.

A notar que la narración del primer encuentro entre el joven académico con el anciano canciller, con el encargo de resumirle las ideas militares de la nueva administración Kennedy, es menos sabrosa que la breve referencia recogida en el primer volumen de sus imprescindibles memorias (Los años de la Casa Blanca): “En un punto interrumpió mi caudal oratorio para preguntarme cómo sabía que la presentación que le estaba haciendo respondía a la verdad. Me las ha contado un general, le respondí. El canciller quiso saber si llevaba uniforme. Cuando reconocí que no lo recordaba, me sugirió que sería mejor que el general volviera a explicárselas vestido de civil, y en caso de que recibiera la misma impresión, que se lo hiciera saber”.

Destaca de De Gaulle “la extraordinaria elevación metafísica de su oratoria, expresión de su fe en la singularidad de su país” y su capacidad para “crear realidades políticas por la pura fuerza de la voluntad” e incluso para “desafiar a la historia y conducirla en una dirección distinta”. Siendo extraordinario el perfil político del personaje, son escasos los detalles personales, derivados de dos breves encuentros crepusculares en los últimos meses de su presidencia en 1969. En el primero, las primeras palabras para Kissinger, entonces consejero de seguridad presidencia, fueron una abrupta pregunta: “¿Por qué no se van ya de Vietnam?”. Pero las siguientes, a pregunta de Kissinger, no fueron menos desabridas: “¿Cómo propondría el presidente De Gaulle la contención de Alemania para evitar que domine esa Europa que ha descrito? Se mantuvo en silencio un momento y entonces replicó: ‘Par la guerre’”. No es una idea superada y extravagante, puesto que persiste todavía en la visión de algunos diplomáticos y políticos franceses que temen ahora mismo un rebrote del peligro alemán, una vez recuperado el nivel de sus presupuestos de defensa.

Para Kissinger es un ejemplo profético en la definición de sus objetivos y de hombre de Estado en su aplicación, al que hermana con Churchill, que “jamás creyó en la paz como condición natural entre los Estados”. No es la única idea que le acerca a los tiempos actuales, sino sobre todo su turbulenta relación con Estados Unidos a propósito de la Alianza Atlántica y del arma nuclear francesa, capítulo fundacional de los avatares europeos en busca de una defensa propia y de la autonomía estratégica. De Gaulle había propuesto a Londres y Washington un directorio nuclear con derecho de veto para cada uno de sus miembros, pero ni siquiera mereció respuesta. Su reacción fue la salida de Francia de la estructura militar de la Alianza, la primera prueba nuclear francesa en el Sahara argelino y la retirada de los misiles estadounidenses instalados todavía en territorio francés.

Nixon no podía faltar en esta reunión de sombras. Su presidencia, tan desgraciada, fue también el momento de gloria del académico y del intelectual, en el que el orden mundial sufrió la mayor transformación entre 1945 y el fin de la Guerra Fría, con la apertura a China, la firma con Moscú de dos tratados cruciales del desarme nuclear (SALT y ABM), el fin de la guerra de Vietnam, la nueva hegemonía de Estados Unidos en Oriente Próximo, la desvinculación del dólar del patrón oro y la dimisión presidencial ante un inminente impeachment por el escándalo del espionaje electoral ordenado desde la Casa Blanca conocido como Watergate.

Todo está largamente contado en los tres volúmenes de sus memorias, aunque persistan los conocidos ángulos muertos del golpe de Estado de Pinochet en Chile, la cínica actitud de Washington en la guerra y el genocidio de Bangladesh y, sobre todo, las maniobras pre electorales de Nixon en 1968 para evitar que Johnson, su rival en las urnas, hiciera la paz en Vietnam, en las que contó con un topo como el propio autor del libro dentro de la administración demócrata. Nixon, buen analista, mejor negociador y tramposo pillado en falta, tenía que habérselas con Mao Zedong y Zhou Enlai en Pekín y con Breznev y Kossiguin en Moscú, y sin embargo el grueso de la política de distensión se debe a él y a su extraordinario consejero.

En el balance final, uno de los mayores méritos que Kissinger le atribuye es la introducción de un elemento de multipolaridad, como fue la apertura hacia China, para favorecer los intereses de Estados Unidos y la estabilidad global. Al mismo título que se suele criticar la Ostpolitik de Willy Brandt como semilla del actual desorden bélico patrocinado por Putin, cabría anotar también ahora en el pasivo de Nixon lo que para Kissinger fue su principal mérito. No es anecdótico que entonces a Kissinger y a Nixon les incomodara la apertura de los socialdemócratas alemanes al Este mientras no recibieron garantías creíbles de su compromiso con la Alianza Atlántica y la unidad europea. Entonces, como ahora, distensión y disuasión eran términos difícilmente compatibles.

El legado más deteriorado del tipo de liderazgo estudiado por Kissinger es el de Anwar el Sadat, el presidente de Egipto que echó a los soviéticos de Oriente Próximo, hizo la guerra a Israel y demostró luego su vulnerabilidad militar para poder hacer la paz al final. Y osó además viajar a Jerusalén, a la Knesset, un gesto histórico que ningún otro dirigente árabe ha repetido después. Los méritos de Sadat, delicadamente subrayados por Kissinger, no son menores que los del propio Kissinger, el auténtico Metternich de Oriente Próximo, dedicado en cuerpo y alma a viajar sin tregua entre las capitales hasta conseguir la paz entre El Cairo y Jerusalén y la conversión de Sadat en un Gorbachov árabe “avant la lettre”, decidido a renunciar para siempre a la guerra después de haberla librado varias veces.

En su semblanza del dirigente egipcio, Kissinger desgrana una de sus mejores y más sabias sentencias de valor universal, sea para una superpotencia como la que él representaba y defendía, sea para el más pequeño y pretencioso de los países: “Para una nación aspirar a una autonomía total es una forma de nostalgia; la realidad dicta que toda nación –incluso la más poderosa—adapte su conducta a las capacidades y a los propósitos de sus vecinos y rivales”. El desgraciado presidente egipcio fue, en este sentido, un auténtico maestro en el difícil arte que luego Hans Magnus Enzenberger denominó “heroísmo de la retirada”, hasta tal punto que en su caso le costó la vida en manos de unos terroristas del linaje que luego se convertiría en Al Qaeda. “Su visión de la paz –añade el ensayista— espera todavía una reencarnación”.

Si Sadat fue crucial para la hegemonía de Estados Unidos en Oriente Prólximo, Lee Kwan Yew lo fue para la apertura a China y, en cierta forma, para la globalización feliz que ahora ya es cosa del pasado. Para Kissinger es un modelo casi extremo de inteligencia, modestia y pragmatismo geopolíticos, sin resentimiento poscolonial ni antiamericanismo, y con unos resultados extraordinarios si se tiene en cuenta la modestia de la ciudad que convirtió en un Estado y en un modelo asiático. Un auténtico gigante surgido de Liliput, su trayectoria está fuera de lo normal en todos los campos, desde el económico hasta el militar, con la única excepción, reconocida humildemente por el fundador de Singapur, de su pobre balance en pluralismo y libertades.

Lee inspiró a Deng Xiaoping con su capitalismo autoritario, basado en una visión confucianista ajena a los valores ilustrados europeos, proporcionando así una alternativa a la democracia occidental, pero no es seguro que avalara ahora la actual concentración de poder en manos de Xi Jinping, el intervencionismo del partido comunista en la economía y en la gestión empresarial y sobre todo el expansionismo de su nueva y agresiva política exterior. No hay duda, en cambio, en sintonía con lo que el propio Kissinger ha escrito, que se echaría las manos a la cabeza con la creciente y agresiva polarización entre Washington y Pekín.

Todos hicieron grandes proezas, pero a gusto de Kissinger pocos marcaron su época como Margaret Thatcher, una “completa outsider” en el partido conservador que la elevó al liderazgo: por su condición femenina, por su origen social –una rareza en un mundo de hombres y de aristócratas– y sobre todo por la fortaleza y tenacidad de su carácter. Confiesa el ensayista que se equivocó en su primer pronosticó –“no durará”–, pero no en su atracción por el personaje con el que trabó una larga amistad desde 1973, cuando era solo secretaria de Educación. Quería transformar el país, sacarlo del declive económico y de la nostalgia del imperio perdido, mantener la plena soberanía nacional y su capacidad de defensa y anclarlo en el vínculo especial con Estados Unidos en el que “creía apasionadamente”, hasta el punto  de verlo como una relación entre pares, por increíble que le pudiera parecer entonces a Reagan y a su administración.

El ensayo sobre Thatcher entra con detalle en los avatares más ásperos de su vida política, presididos por una exacta apreciación kissingeriana, que vale para el conflicto norirlandés, el terrorismo del IRA, la guerra de las Malvinas o las huelgas mineras: siempre puso por encima el deber a la compasión. Nada podía complacer más a su pragmático y realista amigo americano. Este no reconoce, obviamente, la fragilidad ahora demostrada de su legado económico, las privatizaciones, el recorte de impuestos, el fomento popular del capitalismo financiero, la austeridad en el gasto, pero señala que fue pionera entre los dirigentes mundiales en cuanto a conciencia climática. Y le dedica las más cariñosas palabras para sus últimos encuentros, cuando “la enfermedad había ya nublado la mente” de la ex primera ministra.

Ni Kissinger ni ninguno de los seis personajes de su teatro de sombras del siglo XX surgieron de los estratos más altos de la sociedad, incluso en varios casos es exactamente lo contrario, pero todos comparten “cualidades aristocráticas con ambiciones meritocráticas”. Pertenecen a una clase media que valoraba “la disciplina personal, el esfuerzo por superarse, la caridad, el patriotismo y la confianza en sí mismo”. Estaban “profundamente enraizados en su identidad nacional” y, excepto Lee, todos tuvieron “una devota educación religiosa”. También encontraron como ancla fundamental la soledad y la lectura, a la que Kissinger otorga un más que relevante papel en la construcción de un dirigente político, unas palabras que resuenan en las que utilizó Emmanuel Macron, otro incondicional de la lectura como medio de educación  política, al terminar su conversación con Javier Cercas (El País, 19 de enero de 2023): “lo único que importa es la literatura”.