En 1996, el periodista Sidney Blumenthal y el historiador James Chace buscaban una frase memorable que describiera el papel de Estados Unidos en el mundo tras la Guerra Fría. En sus memorias The Clinton Wars, Blumenthal recuerda: “Finalmente, juntos, dimos con ella: ‘nación indispensable’. ¡Eureka! Se la pasé primero a Madeleine Albright”. Según Blumenthal, “solamente EEUU tenía el poder de garantizar la seguridad mundial: sin nuestra presencia o apoyo, los esfuerzos multilaterales fracasarían”.

Albright, la primera mujer al frente del Departamento de Estado, utilizó la expresión con frecuencia, especialmente en febrero de 1998, mientras defendía la diplomacia coercitiva contra Irak por su escasa cooperación con los inspectores de armamento de la ONU. Esa idea, amplificada por la Administración Clinton, asumía las limitaciones del poder unilateral de EEUU y reconocía el valor de una política exterior activa, sin renunciar al uso de la fuerza, pero en compañía de los socios adecuados.

No obstante, la invasión de Irak y el fiasco de Afganistán convirtieron a EEUU en la “nación equivocada”. Ahora, con la erosión del orden liberal internacional, acelerada por dos guerras en Ucrania y Gaza, la cuestión es si EEUU quiere, y puede, seguir siendo esa nación indispensable, y si es capaz de sumar aliados igualmente indispensables, en el Atlántico y en el Pacífico. De que es necesaria su implicación en el mundo no hay duda, pero hay que ver cuál es la voluntad de la única democracia liberal capaz de ser proveedora de estabilidad global. En este número dedicamos la sección de Estudios a analizar el futuro de unos Estados Unidos más divididos que nunca, una superpotencia sometida al destructivo envite del nacional-populismo.