POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 205

El Capitolio cercado con vallas después del asalto del 6 de enero de 2021 (Washington, 16 de enero de 2021). GETTY

Imagina lo peor

Si llega el fin de la democracia estadounidense, lo hará a través de la propia democracia. A ello contribuirá el fracaso de la imaginación de los demócratas y el esfuerzo insurgente de los republicanos, encadenados a Donald Trump.
George Packer
 | 

Un año después de la insurrección, intento imaginar la muerte de la democracia estadounidense. Es casi más fácil imaginar la Tierra arrasada y blanqueada por el calentamiento global, o el cerebro humano superado por la tiranía de la inteligencia artificial, que prever el fin de nuestro experimento de 250 años de autogobierno.

Los escenarios habituales son poco convincentes. El país no se va a dividir en dos secciones hostiles y librar acto seguido una guerra de secesión. Ningún dictador enviará a su policía secreta a acorralar a los disidentes en plena noche. Analogías como estas aportan el consuelo de ser, al menos, familiares. Nada ha ayudado más a Donald Trump que la falta de imaginación de los estadounidenses. Es esencial imaginar un futuro sin precedentes para que lo que puede parecer imposible no se convierta en inevitable.

Antes del 6 de enero, nadie –incluidos los profesionales de los servicios de inteligencia– podría haber concebido que un presidente provocara a sus seguidores para destrozar el Capitolio. Incluso los alborotadores que retransmitían en directo en el National Statuary Hall parecían aturdidos por lo que estaban haciendo. El asedio se sintió como una bala perdida que podría haber sido fatal. Durante un nanosegundo, los conmocionados políticos de ambos partidos cantaron juntos el himno de la democracia. Pero la unidad no duró. Los últimos meses han dejado claro que el tiro al aire fue en realidad un disparo de advertencia.

Si el fin llega, lo hará a través de la propia democracia. Esta es una forma en la que imagino que podría ocurrir: en 2024, los disputados resultados de las elecciones en varios Estados llevan a procedimientos enmarañados en los tribunales y las legislaturas. La larga campaña del Partido Republicano para socavar la fe en las elecciones deja a los votantes de ambos lados profundamente escépticos ante cualquier resultado que no les guste. Cuando el próximo presidente es finalmente elegido por el Tribunal Supremo o el Congreso, medio país estalla de rabia. Las protestas no tardan en volverse violentas, y el Estado se enfrenta a las multitudes con fuerza letal, mientras los instigadores atacan edificios gubernamentales. Los barrios organizan grupos de autodefensa y los agentes de la ley toman partido o se van a casa. Los condados predominantemente rojos o azules se vuelven contra las minorías políticas. Una familia con un cartel de Biden-Harris tiene que abandonar su casa en una carretera rural y huir a la ciudad más cercana. Una milicia azul saquea el Trump National Golf Club Bedminster; una milicia roja asalta el Oberlin College. El nuevo presidente toma el poder en estado de sitio.

Pocas personas elegirían este camino. Es el tipo de calamidad en la que tropiezan las sociedades frágiles cuando sus líderes son imprudentes, egoístas y miopes. Pero algunos estadounidenses realmente anhelan un enfrentamiento armado. En un artículo para la Claremont Review of Books en el que imaginaba cómo podría desarrollarse el conflicto cultural entre la California azul y la Tejas roja, Michael Anton, antiguo asesor de Trump en…

PARA LEER EL ARTÍCULO COMPLETO