AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 62

Marroquíes celebran el acuerdo entre Israel y Marruecos, que supone el reconocimiento por parte de Estados Unidos de la anexión marroquí del Sáhara Occidental. Rabat, diciembre de 2020./FADEL SENNA/AFP VIA GETTY IMAGES

Israel, Marruecos y los conflictos irresolubles

El acuerdo entre ambos países implica el reconocimiento por EEUU de la anexión marroquí del Sáhara Occidental, un conflicto que el Derecho Internacional no ha sabido abordar.
Marina Ottaway
 | 

El acuerdo entre Israel y Marruecos alcanzado en diciembre de 2020 con la mediación de Estados Unidos es una negociación entre los dos países que proporciona a ambos beneficios sustanciales sin ningún coste. El acuerdo –anunciado el 10 de diciembre de 2020 por la Casa Blanca y no aplicado aún en su totalidad en el momento de escribir estas líneas– exige el mutuo reconocimiento y el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas entre Marruecos e Israel, así como el reconocimiento estadounidense de la anexión del Sáhara Occidental por parte de Marruecos, acción ilegal a tenor del derecho internacional. Tanto Israel como Marruecos salen ganando con el acuerdo. Israel obtiene el reconocimiento de un sexto país árabe (tras Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Sudán) y, por su parte, Marruecos consigue que una gran potencia reconozca sus aspiraciones sobre el Sáhara Occidental, algo que persigue desde hace casi medio siglo. La Administración Trump no ganaba nada, aparte de demostrar su inquebrantable apoyo a Israel, pero tampoco perdía, pues no consideraba que quebrantar el derecho internacional tuviera coste.

Sin embargo, la negociación sí implica un peaje, que pagarán los saharauis, cuyo derecho a la autodeterminación en virtud del derecho internacional se ha desoído sin miramientos, y los palestinos, quienes ven cómo la comunidad árabe pierde fuelle en su determinación de no reconocer al Estado de Israel mientras no se solucione la cuestión palestina. Las víctimas colaterales de la negociación son las Naciones Unidas, apartadas de una cuestión de la que supuestamente estaban al cargo y, más ampliamente, la comunidad internacional.

Este acuerdo es fruto de diversos factores. Uno de ellos es, sin duda, el desprecio de la administración Trump por el derecho internacional y su apoyo incondicional a Israel, el mismo que le llevó a trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén y a cambiar de opinión sobre la ilegalidad de los asentamientos israelíes en Cisjordania el pasado mes de noviembre. El segundo factor de peso –que suele pasarse por alto– es la fatiga internacional ante una coyuntura aparentemente irresoluble que parece prolongarse indefinidamente, tanto en los territorios palestinos como en el Sáhara Occidental. En marzo de 1979, meses después de que Israel y Egipto firmaran el tratado de paz de Camp David, los miembros de la Liga Árabe votaron la expulsión de Egipto y el traslado de la sede de la organización de El Cairo a Túnez (Egipto fue readmitido en 1989 y la sede de la Liga Árabe volvió a El Cairo en 1991). Entre 2020 y principios de 2021, sin embargo, otros cuatro países árabes decidieron reconocer a Israel, y apenas se produjeron algunas críticas veladas entre el resto de Estados árabes.

 

La crisis del Sáhara Occidental

La crisis del Sáhara Occidental se inició en 1975. Este territorio, que se extiende a lo largo de la costa atlántica de Norte a Sur hasta Mauritania, tiene más de la mitad de la extensión total de Marruecos, pero apenas cuenta con unos 650.000 habitantes frente a los 35 millones de Marruecos. Aparte de los fosfatos y la pesca, no posee más recursos naturales conocidos y tampoco es un territorio agrícola ni industrial. Es posible que frente a su litoral haya yacimientos de petróleo, pero esto no ha sido confirmado.

Anteriormente, el territorio estuvo bajo control de España. Se trataba de una reliquia de las ambiciones coloniales españolas, nunca consumadas; un anacronismo en un continente en proceso de descolonización. En 1975, España anunció sin más que renunciaba al territorio, cediendo el control administrativo –aunque no la soberanía– a Marruecos y Mauritania, y lavándose las manos al respecto de posibles soluciones a largo plazo. Dos años después, Mauritania había perdido cualquier interés por el Sáhara Occidental y dejaba a Marruecos como único reclamante.

De acuerdo con el derecho internacional, el pueblo saharaui antes colonizado tiene derecho a la autodeterminación. La comunidad internacional se pronunció contra Marruecos, pero sin demasiado empeño, pues nunca estuvieron en juego intereses directos de ningún país. La excepción fue Argelia, que limita con el Sáhara Occidental y se ha opuesto a Marruecos en este asunto desde que obtuvo su independencia, en 1962. Argelia no reivindicó el control del territorio, pero defendió el derecho a la autodeterminación de los saharauis, representados por el Frente Polisario (Frente Popular de Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro). El Polisario instaló sus bases militares en la vecina Argelia y, cuando los combates contra el ejército marroquí desplazaron a decenas de miles de personas, levantó varios campamentos para los refugiados en la provincia argelina de Tinduf, con el apoyo del gobierno de Argelia.

El conflicto entre el Polisario y Marruecos estalló inmediatamente. En su empeño por ejercer el control, Marruecos levantó a mediados de la década de los ochenta una berma de arena que cerraba el 80% del territorio, incluida la costa y las principales ciudades, y dejaba el resto a la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) proclamada por el Polisario en 1976. El conflicto se extendió hasta 1991, cuando Marruecos y el Polisario acordaron un alto el fuego. Decenas de miles de saharauis se vieron desplazados a causa de los combates. Acabaron en los campamentos de Tinduf o buscaron refugio en Mauritania, y un pequeño número llegó a Europa junto a otros emigrantes de África Occidental. En este momento es casi imposible determinar el número de refugiados saharauis. Las cifras son muy políticas: en 1991, el Frente Polisario calculó 165. 000 –aproximadamente, una cuarta parte de la población original; Marruecos, por su parte, reduce esta cantidad a entre 45.000 y 50. 000 personas. Salomónicamente, las Naciones Unidas fijó una “cifra oficial” de 90.000.

Mientras los saharauis huían a los sórdidos campamentos de refugiados de Tinduf, el gobierno marroquí subvencionaba el asentamiento de marroquíes en el Sáhara Occidental, algo expresamente prohibido por el derecho internacional. En 2015, varios analistas estimaron que dos tercios de los habitantes del Sáhara Occidental ocupado por Marruecos eran marroquíes asentados y el resto, saharauis.

 

Una solución esquiva

Entre 1991 y el otoño de 2020, la situación del Sáhara Occidental se mantuvo en gran medida sin cambios, pese a los esfuerzos de diversos enviados especiales de las Naciones Unidas por alcanzar una solución permanente. Las autoridades marroquíes, que contaban con la ventaja que confiere la ocupación de facto, rechazaron de forma contundente cualquier acuerdo que implicase una pérdida de control sobre el territorio. De igual manera, las condiciones sobre el terreno eran claramente inadecuadas para poner en marcha el proceso previsto por la comunidad internacional.

Las Naciones Unidas eran oficialmente las responsables de decidir el futuro del Sáhara Occidental, designado uno de los 17 territorios no autónomos del mundo. En 1991, tras la firma del alto el fuego, el Consejo de Seguridad autorizó la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO). La MINURSO tenía una misión imposible: organizar el referéndum que, según el derecho internacional, debía haberse celebrado en 1975 y por el que los saharauis decidirían si independizarse o anexionar su territorio a otro país. Tras casi 20 años, marcados por el desplazamiento de una parte considerable de la población y la afluencia al Sáhara Occidental de un número igualmente elevado de marroquíes, ponerse de acuerdo sobre quién tenía derecho a votar en el referéndum se reveló una tarea monumental. Se produjeron un sinfín de intervenciones diplomáticas, pero todos los enviados especiales de las Naciones Unidas, incluido el ex secretario de Estado estadounidense James Baker, acabaron renunciando, sumidos en la frustración.

El momento más prometedor de este proceso supervisado fue la confección del Plan de Paz para la Libre Determinación del Pueblo del Sáhara Occidental de 2003, que preveía un periodo de autonomía bajo administración marroquí y la celebración de un referéndum posterior. El plan fue aprobado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero en última instancia Marruecos lo rechazó. A cambio, este presentó un plan de autonomía para la región, que contemplaba no un estatus especial para el Sáhara Occidental, sino la aplicación de la misma estructura administrativa implantada en el resto del país, algo más descentralizada.

Esbozar brevemente este intrincado y frustrante folletín político ayuda a explicar, sin legitimarla, la decisión de la Administración Trump de ignorar a las Naciones Unidas y reconocer la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental. No la legitima porque la decisión es una clara violación del derecho internacional, de la jurisdicción de las Naciones Unidas –incluidas varias resoluciones del Consejo de Seguridad– y del derecho de autodeterminación saharaui. Pero la explica, hasta cierto punto, porque décadas de esfuerzos a través de los canales legales no han dado resultado, y probablemente así seguirá siendo.

 

Respuesta al anuncio de Trump y reanudación del conflicto

El anuncio de Trump no modificó la situación internacional del Sáhara Occidental. Para las Naciones Unidas sigue siendo un territorio no autónomo y su futuro debe decidirse en referéndum. Los países que se negaron a reconocer las aspiraciones de Marruecos no tienen prisa por cambiar su opinión. Tampoco Estados Unidos ha demostrado tener prisa por abrir el prometido consulado en Dajla. No hay indicios de que Joe Biden vaya a revocar la política de Trump y es probable que el nuevo presidente no haya dedicado aún mucho tiempo a la cuestión. El secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, preguntado por su opinión sobre la situación del Sáhara Occidental durante su comparecencia de nombramiento en el Senado, respondió que debía reflexionar detenidamente sobre el asunto antes de hacer ninguna declaración. Esta respuesta refleja probablemente la postura de todo el gobierno.

Aunque la política internacional en torno al Sáhara Occidental sigue en el limbo, sobre el terreno la situación cambia a marchas forzadas. De hecho, las tensiones se reanudaron antes incluso de hacerse público el acuerdo entre Marruecos e Israel y de que Washington diese su plácet a la anexión marroquí. A principios de noviembre de 2020, hubo una escalada de la tensión en uno de los rincones más remotos de la región, la localidad costera de Guerguerat, cerca del Atlántico. La geopolítica de la zona es extremadamente delicada, pues en Guerguerat se encuentra el único paso fronterizo por carretera entre Marruecos y Mauritania. Para más inri, se trata de una franja de territorio controlada por la RASD y patrullada por las Naciones Unidas, que serpentea a lo largo de la frontera entre ambos países. A finales de octubre, grupos de saharauis afiliados al Polisario protestaron cerca de Guerguerat, supuestamente contra la violación de los derechos humanos por parte de Marruecos. Alegando que los manifestantes estaban bloqueando la carretera e interrumpiendo el tráfico de camiones, el 13 de noviembre las tropas marroquíes abrieron fuego para dispersarlos. El Polisario acusó inmediatamente a Marruecos de violar el acuerdo de alto el fuego de 1991 y anunció que, en respuesta, se retiraba del mismo.

Los llamamientos a la moderación por parte de las Naciones Unidas y de organizaciones regionales han surtido poco efecto. Estados Unidos anunció el 10 de diciembre de 2020 que reconocía las reivindicaciones marroquíes, lo que ha incrementado aún más la tensión. A principios de febrero de 2021, las dos partes seguían enfrentadas y los representantes del Polisario expresaban sus esperanzas de que la Administración Biden revirtiera la decisión de Trump, amenazando con recrudecer el conflicto en caso contrario. En este momento, no hay alto el fuego en vigor y la siempre remota perspectiva de una solución diplomática mediada por la ONU se aleja cada vez más.

 

Una dura realidad: el derecho internacional y los antiguos conflictos irresolubles en un mundo cambiante

El conflicto del Sáhara Occidental no es la única situación en punto muerto que se resiste a los esfuerzos de la comunidad internacional por encontrar una solución basada en el derecho internacional y la Carta de las Naciones Unidas. El conflicto israelí-palestino es, desde luego, el más destacado y conocido de estos conflictos y no es de extrañar que, incluso en este caso, la Administración Trump pasara por alto décadas de diplomacia e impusiera su solución favorita –que coincide con la de Israel. Probablemente, se hayan vivido similares historias de fracaso en la búsqueda de soluciones para cada uno de los territorios no autónomos de la lista de las Naciones Unidas, y de muchos otros conflictos.

La dura realidad es que la comunidad internacional no tiene las herramientas adecuadas para abordar muchos de los actuales conflictos en curso. Las Naciones Unidas no poseen ni la autoridad moral ni el poder coercitivo para hacer cumplir las soluciones dictadas por el derecho internacional, y ni siquiera sus propias resoluciones. Cuando las soluciones no llegan, la realidad sobre el terreno cambia y se hace imposible la aplicación de la legalidad. Los antiguos pueblos colonizados tienen derecho a la autodeterminación, pero el caso del Sáhara Occidental deja claro que, una vez quebrantado ese derecho, si no se aborda el problema de inmediato, puede resultar imposible dar marcha atrás y actuar como si nada hubiera ocurrido durante el tiempo transcurrido.

Cuando los recursos legales sancionados oficialmente chocan con la realidad aparecida sobre el terreno a raíz de una actuación ilegal, la comunidad internacional se enfrenta a un verdadero dilema para el que no hay una respuesta fácil. Tampoco la hay cuando sabemos que el proceso legalmente sancionado va a conducir con toda seguridad a una situación muy compleja.

Si se hubiera permitido a los saharauis ejercer su derecho de autodeterminación como pueblo colonizado y se les hubiera consultado en referéndum en 1975, habrían votado a favor de la independencia, según demostraron los sondeos de entonces. El sentir era abrumadoramente favorable a la independencia. Y, sin embargo, un Estado saharaui independiente, aun cuando hubiera controlado todo el territorio ocupado antaño por España, habría sido muy probablemente un Estado fallido desde el principio, desprovisto como estaba de recursos, de infraestructuras y de gobernantes con alguna experiencia.

La viabilidad de un Estado no es criterio para su derecho a existir y su reconocimiento de iure en un mundo poscolonial, que da por hecho que las fronteras son inmutables y que los Estados fuertes no tienen derecho a conquistar o anexionarse otros más débiles. En teoría, esta es una premisa positiva, pero en la práctica, ha lastrado al mundo con numerosos Estados inviables. En las organizaciones internacionales y en las agencias de ayuda bilateral existe todo un sector dedicado a gestionar Estados considerados débiles, fallidos, fracasados, inviables o cómo se les quiera calificar hoy. Las soluciones propuestas son muchas, pero es difícil salir airoso. Los Estados fallidos, aun cuando su existencia resulte directamente de un plebiscito popular, no hacen nada por el bienestar de sus ciudadanos. Volviendo al Sáhara Occidental, no puede afirmarse a ciencia cierta que los saharauis hubiesen vivido mejor en un Estado independiente que bajo la administración marroquí, ni tampoco que vayan a vivir mejor en el futuro, si la MINURSO consigue, milagrosamente, organizar un referéndum que permita votar a los saharauis pero no a los marroquíes recién asentados.

La Administración Trump, por razones ajenas a los intereses de los saharauis, se encargó de dictar su propia solución para el Sáhara Occidental, la cual no es aceptable. Sin embargo, tampoco servirá para resolver los viejos conflictos el seguir insistiendo en leyes y procedimientos imposibles de aplicar, dadas las nuevas realidades que se atestiguan sobre el terreno. Esto no ayuda a los que sufren las consecuencias del conflicto y desacredita a la comunidad internacional, agotada por estos problemas interminables y, en consecuencia, cada vez más dispuesta a dar la espalda a las violaciones del derecho internacional. Corresponde a la comunidad internacional dejar de esconderse tras leyes y normas que no guardan relación con los hechos sobre el terreno y replantearse el enfoque hacia estos conflictos aparentemente irresolubles, aun cuando las partes continúen atascadas en sus posicionamientos de siempre. De lo contrario, cada vez más conflictos de este tipo se resolverán según las políticas de actores externos que operan fuera del marco de la legalidad.