AFKAR-IDEAS  >   NÚMERO 64

La década perdida de la economía tunecina

A lo largo de estos años de democracia, los tunecinos no han logrado alcanzar un horizonte de progreso social, de mejor distribución de los ingresos. Todo lo contrario.
Thierry Brésillon
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La injusticia social fue la causa principal del levantamiento popular del invierno 2010-2011 que concluyó, el 14 de enero, con una revolución política: la caída de la “casa Ben Ali” –la camarilla familiar de la esposa del presidente (Leila Trabelsi)–, que había monopolizado en beneficio propio y de sus aliados todas las oportunidades de enriquecimiento, con el consiguiente resultado de un régimen autocrático instalado desde la independencia en 1956.

Diez años más tarde, el fracaso económico y social de una década de transición democrática ha socavado el apoyo popular a las nuevas instituciones. Esta decepción transformada en resentimiento hacia la clase política desplegó, el 25 de julio, una alfombra roja a la iniciativa de Kais Said, que se propone que el Estado vuelva a estar al servicio de la mayoría y restaurar la soberanía nacional.

En ningún momento la democracia, tal como se puso en práctica, abrió a los tunecinos un horizonte de progreso social, ni de mejor distribución de los recursos y de las oportunidades, ni de moralización de la economía, ni de reconquista de su independencia económica. De hecho, incluso han vivido todo lo contrario.

La tasa del paro no ha bajado del 15% y supera hoy incluso el 18%. Desde 2010, el índice de precios al consumo ha aumentado cerca del 70% y la clase media ha perdido el 40% de su poder adquisitivo. La calificación de riesgo del Estado lleva cayendo en picado hasta alcanzar a principios de julio de 2021 el umbral de la insolvencia según la agencia Fitch (B- con perspectivas negativas), preludio de una nueva rebaja a mediados de octubre de la agencia Moody’s (de B3 a Caa1), que sanciona a la vez un riesgo elevado para los prestamistas y la incapacidad de las autoridades de aplicar las reformas necesarias para asegurar las perspectivas de reembolso.

La desesperación sigue empujando a miles de jóvenes tunecinos a aventurarse en el mar con la esperanza de llegar a Italia (entre enero y septiembre de 2021, más de 10.000 lo lograron y más de 16.000 fueron interceptados, lo que significa un aumento, respectivamente, del 27% y del 47% con respecto al mismo período de 2020).

 

Choques coyunturales y crisis sistémicas

Ni que decir tiene que Túnez ha encajado, durante estos años, tres crisis coyunturales: la incertidumbre asociada a la desestabilización institucional de 2011 con su reguero de protestas sociales, los tres atentados de 2015 (dos de ellos en lugares turísticos) y, para acabar, la crisis sanitaria de 2020. Aunque el modelo balneario low cost del turismo tunecino está agotado y le cuesta renovarse, este representaba del 7% al 8% del PIB, empleaba aproximadamente al 13% de la población activa antes de la revolución y constituía una fuente importante de divisas.

Desde 2011 ha visto cómo su dinámica de reactivación se hacía completamente añicos en 2015 y 2020, y se recuperaba solo tímidamente en el verano de 2021. La producción de fosfato, principal recurso de exportación, se redujo a la mitad a partir de 2010 (a pesar de un ligero aumento en 2021). La Compagnie des phosphates de Gafsa ya no cuenta con los medios para garantizar por sí sola al mismo tiempo su misión de explotación y la amortiguación de los efectos colaterales (sociales y ecológicos) de la actividad que el Estado le había delegado.

Los problemas en Libia desde 2011 perjudicaron tanto a las empresas tunecinas que tenían mercado en el país como a las familias modestas de los barrios populares de la capital, que subsistían gracias al “comercio de maleta”. Los choques coyunturales impactaron en un modelo en crisis antes de 2011, a pesar de los vistos buenos de las instituciones financieras internacionales. Si la revuelta de Sidi Buzid del 17 de diciembre de 2010 encendió el país, el régimen ya no contaba con los medios para garantizar su reproducción basada en un control de la sociedad capaz de prever las tensiones, un clientelismo generalizado que permitía apacigüarlos y un relativo bienestar social gracias a la distribución de créditos fáciles.

La depredación en la cima del Estado había roto el pacto moral, la huida hacia adelante liberticida del poder había instalado el recelo; la tolerancia de una economía informal a corto plazo no ofrecía ninguna perspectiva y situaba el aparato de seguridad en la primera línea de la corrupción cotidiana, con su porción de vejaciones y arbitrariedad.

La ilusión de los artífices, tunecinos y extranjeros, de la “transición” fue creer que la combinación del pluralismo democrático y de una liberalización económica en la prolongación de las reformas preconizadas en el marco del partenariado euromediterráneo de Barcelona de 1995 bastaría para subsanar las deficiencias del modelo.

 

Endeudamiento y bloqueo de las reformas

Pero nada fue según lo previsto. Dos dinámicas agotaron progresivamente los recursos políticos y financieros que la revolución había liberado.

Primera dinámica: el aumento del gasto público, que pasó entre 2011 y 2018 del 24% al 30% del PIB, provocó una espiral de la deuda. Presionado por la multiplicación de las demandas sociales, el Estado hizo promesas por encima de sus capacidades. Los mecanismos de absorción del desempleo (los “proyectos de desarrollo” en particular), las contrataciones de la administración pública (más de 200.000 creaciones netas de empleos en 10 años) y las subidas salariales llevaron a la masa salarial del Estado del 11% al 17,4% del PIB entre 2011 y 2020.

El aumento del precio de los hidrocarburos y la depreciación del dinar elevaron el coste de las subvenciones al carburante. En paralelo, los ingresos fiscales aumentaron solo entre el 23% y el 25% del PIB. El déficit presupuestario alcanzó el 11,5% del PIB en 2020, la abundancia de préstamos para financiar la transición democrática y las reformas económicas, la obligación de tomar prestado siempre más para devolver (en 2019, el 93% de los nuevos préstamos fueron para reembolsar una deuda anterior) hicieron estallar la deuda pública del 40% al 92% del PIB en 2021. La depreciación del dinar, de más del 30%, acelerada por la independencia del Banco Central y la liberalización del tipo de cambio, votada en abril de 2016, fue una de las causas principales de la inflación y del aumento de la deuda pública.

El Estado ha perdido su margen de maniobra presupuestario y, presionado por los financiadores, después de haber acudido tres veces en 10 años al Fondo Monetario Internacional (FMI), la solvencia ha pasado a ser su prioridad absoluta. La negociación de un cuarto acuerdo está bloqueada desde principios de 2021 por la incapacidad de las autoridades tunecinas de aportar un plan de ajuste creíble de sus finanzas.

Y es que, segunda dinámica, la falta de una reforma decisiva arruinó la eficacia económica y social de la “renta democrática” de que disfrutó Túnez. Los indicadores sociales se deterioraron. “El clima empresarial” sigue marcado por las trabas burocráticas, pese a una reforma del código de inversiones votada en septiembre de 2016, que en teoría debía simplificar los trámites. La restructuración de las empresas públicas, con exceso de efectivos y poco rentables, se enfrenta a la resistencia de la central sindical.

Los acuerdos de cooperación internacionales (cuya aprobación representa buena parte de la actividad legislativa) se han multiplicado sin que ningún marco estratégico garantizara su coherencia y 17.000 millones de dinares (6.000 millones de dólares) de proyectos de inversión públicos seguían sin ejecutarse (y, por consiguiente, no se habían desembolsado) en junio de 2021, según el jefe de gobierno, Hichem Mechichi. Túnez no logra recobrar su atractivo para los inversores extranjeros, disuadidos por los retrasos y sobrecostes generados por la falta de infraestructuras, la corrupción y la lentitud administrativa.

 

Fractura territorial y capitalismo de compadreo

Más que los obstáculos al crecimiento, las nuevas instituciones debían abordar dos estructuras generadoras de injusticia social y lesivas para la economía nacional: la fractura socioterritorial y el “capitalismo de compadreo”, analizado hoy como una “economía de rentas”.

La fractura entre el litoral (la capital y el Sahel) y el resto del país ha sido sistemáticamente origen del malesta social. Ninguna política adoptada tras la independencia ha logrado ponerle remedio, ni los proyectos industriales implantados desde la nada por el Estado ni los incentivos de inversión. Desde mediados de los años noventa, se asumió claramente la disparidad regional y la “complementariedad” regional se consideró una baza en la búsqueda de competitividad internacional.

“En la actualidad, ya no es cuestión de regiones favorecidas y desfavorecidas, sino de un país reducido únicamente a su capital, que concentra todos los esfuerzos en equipamiento e infraestructuras. El resto del territorio no tiene más vocación que respaldar a la ciudad de Túnez en el objetivo de aspirar a un puesto en el tablero de la globalización”, resumía Alia Ganna (“Aux origines rurales de la révolution tunisienne”, Maghreb- Machrek 2013/1 n.° 215). Una estrategia tanto más rentable cuanto que Túnez se encuentra normalmente en la parte inferior de la escala de valor en la división internacional del trabajo.

Este reparto regional de la riqueza está, por tanto, vinculado de manera consustancial al carácter extrovertido de la economía tunecina. Los recursos del interior (el agua del noroeste, el fosfato del suroeste, los hidrocarburos del Sur, la mano de obra barata de las zonas rurales…) son objeto de apropiación en pro del dinamismo del litoral, mientras que el turismo exterior se canaliza exclusivamente hacia las costas orientales (cuando el conjunto del territorio tiene incontables tesoros naturales y culturales). Este modelo, impulsado por el centro, debe en principio generar suficientes excedentes para elevar el nivel de vida de toda la población nacional.

Una promesa jamás cumplida: el índice de pobreza absoluta en el centro-oeste, por ejemplo, pasó del 7,1% en 2000 al 12,8% en 2005. Década a década, la fractura entre “un Túnez de la economía y un Túnez de lo social, un espacio rentable y un espacio interior necesitado que sostener” ha ido a más, según Amor Belhedi (Le mouvement moderniste tunisien et la dimension spatiale, 2010). Esta división va acompañada de una dimensión cultural: los puestos de poder político y económico han sido ocupados por una élite que deriva su legitimidad de la misión que se ha impuesto de modernizar la sociedad y “civilizar” (o someter) a los “bárbaros” que viven más allá de los muros de las ciudades.

A pesar del principio de discriminación positiva consagrado en la Constitución de 2014, rompiendo con el dogma prevalente en el pasado, el Estado no ha logrado remediar esta fractura. Es cierto que el Estado lleva desde 2011 mejorando las principales carreteras, para poner fin al aislamiento de las regiones; hay nuevos hospitales proyectados, pero nada que pueda propiciar dinámicas de desarrollo regional, ni que modifique la lógica de absorción de los recursos con destino al litoral.

De tal forma que compensar las consecuencias sociales de la asimetría interna consume recursos presupuestarios, reduce la capacidad de inversión del Estado, consolidando así la frontera entre la inclusión y la exclusión y ampliando el déficit de las cuentas públicas, lo que aumenta la dependencia financiera de los donantes internacionales. Se trata de un círculo vicioso que los responsables políticos no pueden romper sin arremeter contra una coalición de intereses establecidos.

El otro elemento estructural característico del modelo tunecino es el “capitalismo de compadreo” que el clan Ben Ali había llevado al límite, hasta el punto de comprometer la viabilidad de su poder. En realidad, el “compadreo” descansaba sobre un pedestal compacto y bien establecido de reglamentaciones que en un principio debían supuestamente regular el sector privado, en el sentido de los objetivos definidos por el poder político.

No obstante, ese embrollo de procedimientos enseguida se vio privado de su vocación, y pasó a servir los intereses de las personas cercanas al poder, en especial la nueva élite saheliana, que entró en política bajo la estela de Habib Burguiba en el seno del movimiento nacional, y luego del Estado, después de la independencia.

“La abundancia y la opacidad de las normativas económicas y, sobre todo, el uso que de ellas hace el personal administrativo gracias a su facultad discrecional, consolidan las redes de protección clientelistas que contribuyen a que la frontera que protege a la élite económica siga siendo hermética”, explicaba un informe del International Crisis Group (La transition bloquée: corruption et régionalisme en Tunisie, mayo de 2017).

Este mecanismo se recuperó a partir de mediados de los años 2000, en pro de los allegados a la familia del presidente Ben Ali y de su esposa, Leila Trabelsi. Recurriendo a actos de intimidación dignos de la mafia, habían captado a los sectores más lucrativos. Las 114 empresas confiscadas en 2011 equivalían al 3,2% de la producción y al 21,3% de los beneficios netos del sector privado (La Révolution inachevée. Créer des opportunités, des emplois de qualité et de la richesse pour tous les Tunisiens.Banco Mundial, 2014). Y esos datos solo son la punta del iceberg; la empresa de los Trabelsi también abarcaba el sector informal.

 

La economía política de la transición democrática

Sin embargo, la caída del régimen no podía bastar para resolver el problema; peor aún, incluso lo agravó. En el antiguo régimen el presidente decidía quién tenía acceso o no al mercado y, en la rutina cotidiana, una vez obtenida la protección del clan Trabelsi, las transacciones eran fluidas, sin pedir a ningún otro implicado de que superara las condiciones impuestas por los “padrinos”.

Una vez estos se veían expulsados del juego, todos los intermediarios subían de categoría de alguna forma; cada detentor del menor poder intentó negociar su capacidad de simplificar los trámites, de desbloquear una autorización, con lo que obligaba a los operadores a reconstituir los circuitos y las conexiones de la administración y las fuerzas políticas del poder.

Sin embargo, las necesidades de financiación de los políticos para sus campañas electorales y la preservación de su red clientelar han invertido la relación entre mundo de los negocios y mundo político después de la revolución. Mientras, que antes de 2011, al poder le interesaba asegurarse la lealtad de los empresarios privados, las obligaciones recíprocas se reequilibraron en favor del mundo de los negocios. El sistema pasó de estar descentralizado a ser competitivo a la vez entre clanes de negocios y entre fuerzas políticas. El Estado se convirtió en uno de los principales terrenos de enfrentamiento de esas rivalidades político-mercantilistas que desde 2014 fueron el trasfondo material de las alianzas políticas sucesivas.

El partido Nida Tunes, fundado en 2012 por Beyi Caid Essebsi, surgido del entorno de Burguiba para atajar la hegemonía de Ennahda no tardó en dividirse entre clanes rivales una vez llegado al poder tras las elecciones de 2014. La aparición de Yussef Chahed, elegido por el presidente Caid Essebsi en julio de 2016, como jefe del gobierno y árbitro de esa rivalidad, le permitió en realidad formar a su vez un “clan” representado en política por un nuevo partido, Tahya Tunes, tras haber mandado encarcelar a los apoyos financieros de su rival, Hafedh Caid Essebsi, el hijo del jefe de Estado, en nombre de la lucha contra la corrupción.

En 2020, después de la disolución de Nida Tunes y el fracaso electoral de Tahya Tunes, Ennahda se alió con el partido Qalb Tunes, constituido por un magnate de la comunicación, Nabil Karui. Fundador de la cadena Nessma y especulador notorio, logró prosperar tanto durante el régimen de Ben Ali, como bajo la protección de Nida Tunes, cuya propaganda electoral había asegurado antes de ocuparse de la suya, difundiendo acciones benéficas de cara a su candidatura para las elecciones presidenciales de 2019. Y así la democracia se vio crecientemente vinculada al mercantilismo.

A las tres fases sucesivas del régimen político tunecino desde la independencia le corresponden, pues, tres variantes de una economía fundamentada en las colusiones entre mundo del dinero y mundo de la política: centralizada, intervencionista y regionalista con Burguiba; centralizada, familiar y mafiosa bajo Ben Ali; competitiva y partidista, al amparo de instituciones democráticas desde 2015.

La estructura del capitalismo tunecino se ha construido, pues, a lo largo de las décadas (incluso antes del Protectorado francés instituido en 1881) bajo la protección del poder político, y constituye un sistema que ya es común calificar de economía rentista, donde la renta no es un recurso natural, sino las conexiones con el poder político que permiten proteger las posiciones económicas.

Un “yacimiento” en manos de una oligarquía, unida por un entrelazado de relaciones matrimoniales. Este recurso creativo de oportunidades de negocios en Túnez ha sido captado por un cartel de familias que poseen la mayoría de las grandes empresas del país. Asimismo, cuentan con participaciones cruzadas en los principales bancos privados (creados en los años noventa), que no tienen, por consiguiente, interés alguno en competir y financian prioritariamente las actividades de sus accionistas. Con 26 bancos públicos y privados (Francia tiene 27), Túnez debería disponer de una oferta bancaria estimulada por la competencia. Sin embargo, dista mucho de ser el caso.Los servicios son mediocres, pese a los gastos astronómicos, y las condiciones para acceder al crédito son disuasorias para la mayoría de los empresarios.

Si combinamos estos distintos elementos –extracción de los recursos de las regiones interiores en beneficio del litoral, extraversión de la economía, colusión rentista con el poder político, dimensión cultural–, llegamos a la conclusión de que el modelo económico es una cuestión eminentemente política. En una obra memorable, publicada a cuenta del autor en 2017, Sghaier Salhi había calificado este modelo de “colonialismo interior” (“Colonialismo interior y desarrollo desigual. El sistema de la marginación en Túnez como ejemplo”, en árabe). En otras palabras, “el verdadero problema de las regiones periféricas del interior de Túnez no es la ‘pobreza’, es decir, la ausencia de recursos naturales, humanos o financieros, como pretenden hacer creer”, afirmaba ya en 1985 Ezzeddine Mudud. “Es, sin duda, un problema de orden político, esto es, la ausencia de poder regional” (“L’impossible régionalisation “Jacobine” et le dilemme des disparités régionales en Tunisie”. The Canadian Journal of Regional Science/ VIII:3 [otoño 1985]). A partir de 2011, este marco se desmorona.

 

El momento Kais Said

Perderemos totalmente el sentido del “momento Kais Said” si ignoramos esta dimensión percibida por los tunecinos como un verdadero obstáculo a la justicia social prometida por los diferentes poderes desde la independencia.

El golpe de fuerza del 25 de julio viene a completar un doble ciclo. Por un lado, el agotamiento de un desarrollo asimétrico que empobrece a su base material y se depaupera compensando sus efectos de exclusión social. Por otro, el fracaso de los actores de la democratización a la hora de representar los intereses de un componente esencial, si no mayoritario, de la sociedad: los perdedores del “colonialismo interior”, esa parte de Túnez que regularmente se ha levantado contra el poder de la capital y que debería haber constituido la base política de la democracia. En tales condiciones, cuesta menos entender la popularidad de Kais Said.

¿Con qué medios cuenta para transformar el modelo? ¿Dispone solo de las herramientas conceptuales de esta transformación, más allá de una retórica moralizante sobre la corrupción de las élites? ¿Qué apoyos políticos le permitirán pasar por encima de las resistencias? ¿Cuenta con el margen de maniobra económico para prescindir del apoyo de los donantes habituales de Túnez poco sensibles a su iniciativa? ¿Podrá arrancar su proyecto “de inversión de la pirámide del poder” para lograr que actúen los representantes, no de los partidos, sino de los territorios? ¿Y esta “nueva construcción” será capaz de modificar los factores determinantes del modelo económico para que preste más atención a las necesidades internas?

Pero la cuestión esencial es saber si se está a tiempo de recuperar una década perdida y de iniciar cambios que tardarán en producir efectos cuando la emergencia financiera impone dolorosas medidas de austeridad y limita la capacidad soberana de Túnez para emprender su propio camino.