Octubre de 2024 marca el primer aniversario de una guerra con Israel que Hezbolá, al parecer, creía poder reducir a un «frente de apoyo» en Gaza en forma de conflicto de baja intensidad pero que, tras la escalada israelí del 23 de septiembre, hundió todo Líbano en una guerra devastadora. La fecha supone también el quinto aniversario de la crisis financiera libanesa, aun sin resolver, cuyos efectos económicos la convierten en una de las más graves de la historia de los tiempos modernos, según el Banco Mundial.
Aún es pronto para evaluar el coste económico de la guerra, además del ya de por sí elevado coste humano, pero sin duda es importante. A mediados de octubre, Líbano denunciaba 2.367 personas muertas, 11.106 heridas y un cuarto de la población desplazada a la fuerza. Con un PIB que probablemente se contraiga en torno al 8-10% en 2024, si el conflicto se prolonga varios meses más, el colapso podría ser mucho más grave. Los economistas ya avanzan una cifra del 25%. Ello supondrá un empobrecimiento general que se añade a los cinco años de crisis no resuelta y que se ha traducido en una caída del PIB de cerca del 40%.
El impacto directo de los bombardeos israelíes, que han destrozado edificios –incluso pueblos enteros–, tierras agrícolas, comercios o infraestructuras, aún no se ha calculado. Según datos preliminares, ya habría superado los efectos de la guerra de 2006. Entonces, el Banco Mundial situó el coste directo, en un valor no ajustado a la inflación, en 2.400 millones de dólares, a los que se añadieron entre 700 y 800 millones de dólares de costes indirectos.
El impacto indirecto de la guerra actual también se está evaluando, teniendo en cuenta que la situación sigue evolucionando a medida que los objetivos de guerra israelíes se extienden por el territorio libanés. Según la ONU, a mediados de octubre, el 25% del territorio libanés estaba considerado como blanco de los bombardeos aéreos. Una amenaza que ya ha llevado a más de un millón y medio de personas a huir. En términos económicos, ello se traduce en la congelación casi total de la actividad en las zonas evacuadas; las del Sur, sobre todo, pero también varias regiones del valle de la Bekaa. La parte del país que acoge a los desplazados no ha interrumpido del todo su actividad, pero sí la ha ralentizado en gran medida. Solo con la caída del turismo, motor de una actividad económica muy centrada en el consumo, los ingresos nacionales han disminuido claramente.
1,2 millones de desplazados
El flujo de desplazados constituye un verdadero choque demográfico, más allá de la tremenda crisis humanitaria que provoca. Unas 190.000 personas se encuentran acogidas en centros improvisados como alojamientos, sobre todo escuelas públicas. Las organizaciones internacionales se esfuerzan por proporcionarles agua, condiciones sanitarias aceptables, alimentos, cuidados… Aquellos desplazados —la mayoría— que han logrado alojarse en casas de allegados, viviendas de alquiler u hoteles, se enfrentan ahora a la pérdida de sus ingresos, lo cual en muy poco tiempo dará lugar a una enorme demanda de ayuda en metálico. Más allá de la respuesta urgente a todos estos problemas, también cabe plantear la cuestión de la escolarización de los niños desplazados, así como la de los niños cuyas escuelas están ocupadas. Casi la mitad de estos niños no habían podido iniciar aún el curso escolar a mediados de octubre, tanto en el sector privado como en el público.
Urgencia humanitaria
Frente a la urgencia humanitaria, el gobierno en funciones hizo un llamamiento urgente para conseguir 426 millones de dólares destinados a financiar la intervención de varios organismos internacionales, además de ayudas en especie que ya han empezado a llegar a Beirut. A mediados de octubre, los resultados de este llamamiento aún no habían salido a la luz pública. De todas formas, el dinero no pasará por las arcas públicas, sino que llegará directamente a las agencias de la ONU y sus socios, puesto que el Estado libanés no está en condiciones de aceptar ayudas bilaterales. Esta es una de las consecuencias de la crisis no resuelta desde hace cinco años: tras haber incumplido el pago de la deuda soberana en 2020, Beirut aún no ha entablado negociaciones con sus acreedores ni ha restructurado sus finanzas públicas, y tampoco su sector financiero, que acusa unas pérdidas abismales de más de 70.000 millones de dólares, esto es, 1,5 veces el PIB en el momento de la crisis de 2019. El proyecto de presupuesto para 2025 adoptado en el Consejo de Ministros, que aún no se ha votado en el Parlamento, ya ha quedado por fuerza obsoleto. En todo caso, no tenía en cuenta la deuda pública y se parecía más a un ejercicio de tesorería que a un presupuesto que reflejara una visión y una política económica. Sean cuales sean las ayudas externas, es muy probable que las finanzas públicas vuelvan a desequilibrarse de forma notoria debido a la actual guerra. Además, la única fuente de financiación alternativa posible procede de las reservas del Banco Central, que acusa un déficit de decenas de miles de millones de dólares.
Una situación que no deja de agravarse
En otras palabras, la situación económica de Líbano no hace más que empeorar. El fuego israelí se superpone a la inacción deliberada de un sistema cleptocrático de poder que ha hecho de su impunidad una prioridad absoluta, aunque ello signifique agravar el hundimiento del país. El vacío de poder en el liderazgo del ejecutivo confirma el rechazo a poner en práctica cualquier política. Líbano no tiene primer ministro ni gobierno en pleno ejercicio desde las elecciones legislativas de mayo de 2022, y nadie ha sucedido al presidente Michel Aoun tras el vencimiento de su mandato en octubre de ese mismo año.
No habrá estabilidad ni recuperación posibles, cuando termine la guerra, sin una reestructuración del sistema financiero y el sector público, que los responsables políticos y los accionistas de los bancos rechazan sin reparos –estos últimos han decidido socializar las pérdidas, obstruyendo de forma activa la conclusión de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El acuerdo preliminar que se cerró en 2022 ha quedado en papel mojado, pues ninguna de las precondiciones aprobadas por las autoridades ha llegado a materializarse.
Debido a esta «inacción deliberada» constatada por el Banco Mundial, la economía ha seguido contrayéndose en lugar de encauzarse hacia la imprescindible recuperación que se imponía tras una crisis tan grave. Antes de que la guerra se intensificara en septiembre, la caída del PIB se situaba en un 38% en términos reales entre 2018 y 2023. En 2024, podemos decir que el crecimiento, aunque difícil de evaluar debido a la ausencia de un sistema estadístico nacional y de la oleada de informalidad, en el mejor de los casos se estancará. Según las estimaciones del Banco Mundial anteriores a la guerra de Gaza, habría tocado techo en el 1% en 2024, mientras que según el FMI sería en un 0,5%. El PIB habría caído a menos de 20.000 millones de dólares, frente a los 52.000 millones de dólares en 2018. El PIB por habitante cayó casi un tercio desde 2018 hasta alcanzar los 3.350 dólares en 2023. Desde entonces, la guerra no deja de arrojar estimaciones a la baja.
En la clasificación del Banco Mundial, Líbano ya ha pasado de ser un país de renta media-alta a un país de renta media-baja. Y sus habitantes viven en gran medida de un goteo financiero. Las remesas de los expatriados, cada vez más numerosos a causa de la emigración masiva, representan ahora alrededor del 30% del PIB y una de las principales fuentes de financiación externa, a las cuales cabe añadir la ayuda humanitaria de las organizaciones internacionales y caritativas que sostienen a duras penas el país, ya sea la escolarización de la población, el acceso a la sanidad e incluso la financiación del salario de los militares o la acogida de refugiados sirios, que representan un cuarto de la población, un récord mundial. La guerra ha agravado el problema de los refugiados: a los sirios se añaden ahora los libaneses desplazados en su propio país. No obstante, unos 300.000 refugiados sirios han cruzado la frontera en sentido inverso debido a la inseguridad que impera en Líbano. Además, se calcula que más de 200.000 libaneses han abandonado el país.
El sector bancario en el centro del problema
La puesta en marcha de un plan de salida de la crisis tropieza con un obstáculo enorme: el reparto equitativo de las pérdidas en el marco de una restructuración bancaria. En lugar de proteger a los pequeños ahorradores y la economía en su conjunto, las autoridades han priorizado los privilegios de los accionistas bancarios, así como a los grupos cuyos intereses son cercanos al poder.
El principio universal de «cascada de distribución de las pérdidas», empezando por el capital de los accionistas, que se puso en marcha durante la resolución de las crisis de Grecia, Chipre o Islandia se enfrentó, desde el principio, al rechazo de los responsables libaneses. Esa vía habría supuesto imponer un control inmediato de los capitales a partir de octubre de 2019, así como como el cese de los pagos de iure de todos los bancos sin excepción.
Ahora bien, el Banco Central permitió a los bancos continuar su actividad mientras estos no podían garantizar que sus clientes dispusieran libremente de sus depósitos, cuya cantidad superaba en 2,5 veces el PIB de 2019. La acumulación de ahorros en divisas, propiciada por unos tipos de interés muy altos, fue lo que hizo prosperar a los bancos libaneses durante años. El sistema reposaba en una promesa implícita: la de poder recuperar los fondos en todo momento gracias a un tipo de cambio fijo. En realidad, la cuenta corriente era muy deficitaria –en torno a un 20% del PIB– y el Banco Central ocultaba las pérdidas financieras maquillando sus cuentas, tal y como estableció el informe de auditoría del gabinete internacional Álvarez & Marsal. En 2015, tras constatar que las reservas netas del Banco de Líbano eran negativas, el FMI avisó al gobernador Riad Salamé y este solicitó censurar el informe y, acto seguido, se lanzó en una temeraria huida hacia adelante a través de una serie de «ingenierías financieras» asimilables a un esquema Ponzi. La crisis estalló en octubre de 2019 cuando los bancos ya no fueron capaces de asegurar la liquidez en divisas a sus clientes.
Un primer plan elaborado en 2020 habría permitido reestructurar la deuda y garantizar a los depositantes hasta un umbral de medio millón de dólares por cuenta, una cifra elevada según los patrones internacionales. El plan, sin embargo, quedó truncado por una comisión parlamentaria que reunía a todas las fuerzas políticas del país y apoyada, además, por la Asociación de Bancos y el Banco Central. Bajo el pretexto populista de la condición «sagrada» del dinero de los depositantes, las autoridades políticas y financieras siguieron disponiendo en libertad de los activos restantes sin rendir cuentas ni asumir su parte de las pérdidas. Puesto que –y ese es precisamente el rasgo específico del caso libanés– el país aún disponía de reservas de oro y divisas muy importantes. Su buen uso habría sido determinante para acompañar la restructuración, por muy dolorosa que fuera, financiando la protección social, compensando a los pequeños depositantes y reactivando la economía. En lugar de ello, se gastaron miles de millones de dólares al margen de toda estrategia de recuperación.
Transferencias masivas de riquezas
Las dotaciones llevadas a cabo han tenido un coste social y económico catastrófico mientras no dejaban de realizarse transferencias de riqueza masivas. En lugar de asignar las pérdidas, empezando por los fondos de los bancos, las autoridades se decantaron por convertir a libras libanesas los depósitos de divisas extranjeras, lo cual provocó una explosión de la masa monetaria. Una devaluación brutal y desordenada de la moneda nacional, unida a la prevalencia de múltiples tipos de cambio, se tradujo en una tasa de inflación de más del 100% de media cada año en el transcurso de los cinco años siguientes.
La devaluación erosionó el valor de los depósitos en libras, que pasaron de 45.000 millones a finales de 2019 a solo 600 millones en mayo de 2024, mientras que los depósitos en divisas cayeron de 123.000 millones a 90.000 millones. La caída se debe, en parte, a las transferencias al extranjero autorizadas a discreción, en ausencia de una ley sobre el control de los capitales, así como a retiradas de efectivo sometidas a restricciones muy reguladas por circulares del Banco Central. Sin embargo, los 90.000 millones que quedan en los depósitos son un mero formalismo, pues el valor real promedio de dichos depósitos en divisas no supera, en el mejor de los casos, el 15-20%.
En paralelo, los prestatarios en divisas han sido autorizados a devolver sus préstamos de forma anticipada en libras libanesas con un tipo de cambio «oficial» de 1.507 libras por dólar, mantenido artificialmente para maquillar la quiebra bancaria, cuando en realidad este había caído en picado hasta las 100.000 libras por dólar antes de situarse en las 89.500 libras por dólar. Las grandes empresas del sector privado se han beneficiado ampliamente de este mecanismo de reducción de la deuda, lo cual ha permitido una transferencia masiva de riquezas de los depositantes a los prestatarios, estimada en más de 20.000 millones de dólares, sin ningún efecto sobre la recuperación económica, ya que el nivel de los créditos con respecto al PIB ha pasado de más del 100% del PIB en 2019 a en torno un 37% en mayo de 2024.
El principal efecto de la protección de los accionistas de los bancos es la transformación del sector en una especie de «zombi» que ya no desempeña ese papel de intermediario que tan indispensable resulta en una economía moderna. Incluso reducido y con un balance consolidado que ha pasado de los 263.000 millones de dólares a finales de octubre de 2019 a los 104.000 millones de dólares a finales de mayo de 2024, el sector es insolvente. Su aniquilación de facto ha dado paso a una galopante economía informal que el Banco Mundial estima en 10.000 millones de dólares, con todos los riesgos correspondientes: auge del comercio ilícito, contrabando, evasión fiscal, blanqueo de dinero, etc. Este es el factor principal que ha conducido al Grupo de Acción Financiera Internacional a dar la voz de alarma y añadir al país a su lista gris en su sesión plenaria de octubre de 2024.
El sometimiento del sistema jurídico y de las diversas autoridades administrativas y policiales es uno de los pilares del sistema de poder comunitario en vigor, que garantiza una total impunidad en todos los ámbitos, ya sea con respecto a los asesinatos políticos, los crímenes financieros o la devastadora explosión del 4 de agosto de 2020 en el puerto de Beirut. Llegados a este punto, no hay ningún indicio que lleve a pensar que la reciente encarcelación del ex gobernador del Banco Central supone un verdadero punto de inflexión. Riad Salamé, que dirigió la institución durante 30 años, no solo es el director de orquesta del esquema Ponzi, sino que, además, está acusado, en particular en Francia, de malversación de fondos por valor de cientos de millones de dólares.
La desintegración del tejido social
La principal consecuencia del rechazo de las autoridades a proceder a los ajustes es social. El índice de desarrollo humano de Líbano, elaborado por la ONU, en 2009 era muy superior a la media mundial, pero desde 2019 está por los suelos. La pobreza –medida en función de los ingresos– ha experimentado un aumento vertiginoso, pasando del 12% en 2012 al 44% en 2022 según el Banco Mundial, lo cual ha exacerbado las desigualdades y reducido la clase media; mientras que la pobreza multidimensional –aquella que implica otros factores además de los ingresos– alcanza ya el 80% de la población. Segmentos enteros de la sociedad dependen de sus familias o de la ayuda humanitaria para cubrir sus necesidades básicas.
Menos de la mitad de los residentes se benefician de un seguro médico, y existen grandes disparidades entre ricos y pobres o libaneses y refugiados sirios. El sistema educativo está muy debilitado, y el apoyo internacional es crucial para mantener las escuelas públicas operativas. En cuanto al acceso a la electricidad, resulta especialmente costoso tanto para la economía como para la salud, pues la mayor parte de la producción viene asegurada por generadores individuales o distribuidos por barrios que funcionan con fuel y son muy contaminantes, a falta de una reforma estructural que asegure el funcionamiento de las centrales térmicas de gas y la racionalización de los recursos de las energías renovables. Estos desafíos se ven exacerbados por los efectos de la guerra, y la presión sobre los servicios sociales se multiplica: el acceso al agua, la electricidad, la salud o la educación dependen, más que nunca, de la ayuda internacional.
Ante las enormes necesidades alimentarias que presenta la región, empezando por Gaza, es difícil saber qué parte de la ayuda internacional se destinará a Líbano. El alcance de la financiación de las ayudas de urgencia dependerá de lo que dure la guerra. A continuación vendrá la financiación de la reconstrucción del país, además de la inyección de liquidez indispensable para reactivar una economía destrozada. Se trata de miles de millones, o de decenas de miles de millones de dólares. Tras la guerra de 2006 Líbano recibió dinero a mansalva, pero las circunstancias han cambiado. La salida del conflicto, la reconstrucción y la revitalización de la economía dependerán de una reconfiguración política aún muy confusa.