Las expectativas eran altas. La prensa y la opinión pública occidentales esperaban con alivio el referéndum del 30 de agosto de 1999, sobre la integración federal de Timor Oriental con Indonesia o su independencia. Así se pondría fin a la ocupación indonesia ocurrida en 1975 y al interminable rosario de luchas crueles que habían atormentado a un pueblo paupérrimo desde entonces.
Cuando el referéndum, llevado a cabo bajo control internacional, arrojó un resultado favorable a la independencia de un 78,5% de los 439.000 votantes registrados, los perdedores, con ayuda más o menos solapada de las fuerzas armadas indonesias, se lanzaron a una masacre indiscriminada en la que, aproximadamente, 30.000 personas fueron asesinadas, 130.000 desplazadas a otras partes de la isla bajo soberanía indonesia, y el resto de la población, alrededor de 600.000, huyó a zonas montañosas o boscosas. Los menos escaparon del país.
El mundo desarrollado asistía atónito a este espectáculo macabro. ¿No había dado Indonesia su beneplácito al referéndum? ¿Era necesario intervenir al igual que en Kosovo? Habíamos hablado mucho de obligación moral, por lo que parecía obvio que era necesario y urgente. Pero, ¿quién iba a tomar el mando de la comunidad internacional para proteger a un pueblo en los límites de ninguna parte?
Después de dos semanas de violencia incontrolada, el presidente de Indonesia, Yusuf Habibie, aceptó formalmente una fuerza de paz de las Naciones Unidas, que Australia estaba dispuesta a liderar. El 20 de septiembre, la fuerza internacional comenzó a llegar y a restablecer el orden con cierta oposición de las milicias integracionistas. Sin embargo, en cuestión de días, dicha fuerza tomó el control de los centros neurálgicos de Timor Oriental y, lentamente, el país comenzó una nueva vida.
Timor pasó entonces a un segundo plano informativo, ya que una serie de transformaciones formidables se produjeron…