El Mediterráneo y Oriente Medio siguen siendo dos espacios donde la función militar conserva un valor fundacional: estructura tanto la estabilidad política como la arquitectura económica. Los presupuestos de defensa oscilan entre el 2% y el 5% del producto interior bruto, pero la magnitud presupuestaria no es más que un indicador aparente. La verdadera medida de la potencia reside en la conversión estratégica del gasto: la capacidad de transformar los recursos asignados en palancas de soberanía industrial, diplomática e institucional. Bajo esta perspectiva, la soberanía deja de ser un atributo estático: se convierte en un proceso de adaptación permanente en el que economía, defensa y diplomacia dialogan en un mismo lenguaje de eficacia.
En la última década, las fuerzas armadas han visto ampliar su campo de acción más allá de sus misiones tradicionales. Actualmente participan en la gobernanza de los Estados: unas como socias de estabilización, otras como prescriptoras de orientación política y otras, incluso, como inversoras públicas de pleno derecho. Su papel se extiende también a la esfera internacional: los ejércitos se convierten en mediadores de cooperación, negociadores de transferencias tecnológicas, coproductores de alianzas y gestores de interdependencias. Esta mutación refleja una recomposición silenciosa: la soberanía ya no se ejerce solo mediante la ley o el control del territorio, sino a través de la capacidad de organizar la dependencia y transformarla en un instrumento de resiliencia.
Analizar esta dinámica implica ir más allá de una lectura binaria entre el poder civil y el aparato militar. Las interacciones entre gobiernos y fuerzas armadas deben entenderse como un continuo institucional donde se articulan la legitimidad, la eficacia y el desarrollo. La cuestión no es saber quién detenta el poder, sino comprender cómo este se ejerce y se comparte en un contexto de múltiples presiones: económicas, tecnológicas, sociales y de seguridad….
