POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 186

Josep Borrell como presidente del Parlamento Europeo en una sesión plenaria tras el referéndum español de la Constitución Europea (Estrasburgo, 21 de febrero de 2005). UE

La política exterior de la España constitucional

Lo que hoy vemos como un resultado inevitable de la evolución histórica es fruto de delicados equilibrios que materializaron la idea de una Constitución como decisión colectiva de un pueblo sobre su convivencia futura.
Josep Borrell
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La España de los años setenta puede parecernos muy lejana, una sociedad que salía de una dictadura, sin ordenadores, sin Internet, con solo dos cadenas de televisión (públicas y en blanco y negro) y en la que los contactos con el exterior eran escasos y patrimonio de unos pocos. Para alguien nacido después de 1978 esta España puede resultar tan extraña y remota como la de la posguerra o la que sufrió el desgarro de 1898 con la pérdida de Cuba y Filipinas.

Y, sin embargo, es importante recordar que no siempre el ritmo de cambio social ha sido tan acelerado. Recordemos, por ejemplo, que Francisco Ayala relata en sus memorias cómo regresó a Granada en 1960, tras 38 años de ausencia por el exilio, y encontró pocos cambios en la ciudad. Nos encontramos hoy en una época de transformación sin precedentes, en la que aparecen continuamente nuevas realidades que exigen que nos adaptemos a ellas con presteza, tanto en el ámbito tecnológico y de las comunicaciones como en la realidad política y social. La velocidad del desarrollo tecnológico y de los acontecimientos supone un problema añadido para gobernar la realidad.

La España en que vivimos tiene poco que ver con la de 1978 y el mundo en que vivimos también ha cambiado radicalmente. Por ello, la vigencia de la Constitución y su vitalidad, pese a las inevitables críticas, son un homenaje a la sabiduría, la visión y la capacidad de compromiso de toda una generación de políticos y ciudadanos españoles. Hay, sin duda, lecciones de la transición que pueden ayudarnos en la actualidad.

Lo que hoy vemos como un resultado prácticamente inevitable de la evolución histórica es fruto de una serie de delicados equilibrios que hicieron verdad la idea de una Constitución como decisión colectiva de un pueblo sobre su convivencia futura, así como la convicción de que la esencia de la política es gestionar la diversidad. Ello explica que socialistas y comunistas aceptaran la instauración de una monarquía parlamentaria y que los centralistas, que solo concebían España como “una, grande y libre”, se pusieran de acuerdo con los nacionalistas vascos y catalanes para crear el Estado de las Autonomías.

Esta voluntad de acuerdo sobre lo principal, combinada con la apertura a una discrepancia respetuosa y tolerante sobre lo accesorio, formó la base de la noción de “consenso”, una actitud vital que permitió un cambio de régimen radical y sustancial pero ordenado.

 

Integración en Europa y en el mundo

La integración en el mundo, y de manera particular en Europa, ha sido un elemento esencial para esta transformación de España. Veníamos de muy atrás. En los años setenta, España universalizó sus relaciones bilaterales, empezando por los estados del Este de Europa y México, en un primer momento, y posteriormente con Israel y Albania.

A nivel multilateral nos integramos en el Consejo de Europa, que desempeñaba el papel de conciencia europea con su Tribunal de Derechos Humanos, y se firmaron los Pactos de Nueva York de Derechos Civiles y Políticos y Derechos Económicos, Sociales y Culturales, reforzando un compromiso por el respeto de los derechos humanos que ha marcado la evolución de la España democrática.

Pero fue sin duda nuestra integración en las entonces Comunidades Europeas, hoy Unión Europea, la que de manera más directa e intensa ha contribuido a la modernización de nuestro país. Más allá de la imprescindible y espectacular renovación de nuestras infraestructuras, apoyada por fondos europeos, la Unión ancla nuestro país definitivamente en una opción política democrática y en una visión multilateral del mundo.

Hace unos meses, el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, señalaba que “la Constitución era la puerta de entrada de España a la UE”. El acceso a la casa europea nos ha permitido ser miembros de una comunidad que comparte valores como la justicia, la igualdad, el pluralismo y la libertad, que se incluyen tanto en el artículo primero de nuestra Carta como en los tratados de la Unión.

Hoy es imposible separar la idea de España de la idea de Europa. España ha apoyado decididamente, desde la propuesta inicial del gobierno de Felipe González a finales de 1991, la noción de ciudadanía europea que permite el derecho de circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros y el sufragio activo y pasivo en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales.

Además, se han suprimido las fronteras físicas gracias al espacio Schengen y se ha acuñado una moneda común, el euro, todavía una construcción en marcha, pero uno de los grandes logros, si terminamos de dotarle de las instituciones que necesita para ser eficaz y sostener una Europa de crecimiento y bienestar. Nos hemos acostumbrado ya a ver como natural dos avances verdaderamente revolucionarios, por los que los Estados han renunciado a atributos básicos de la soberanía, la moneda, a favor de un mecanismo basado en la colaboración y la confianza internacional, y el control de fronteras interiores, si bien este último amenazado ante una falta de respuesta coordinada sobre la cuestión migratoria.

La integración en Europa también marca nuestra política exterior hacia el resto del mundo. Como señala la Estrategia Global de la UE, formamos una unión de casi 500 millones de ciudadanos, con un enorme potencial, que se concreta en una amplia red diplomática, la inclusión entre las tres grandes potencias económicas del mundo, nuestra clasificación como primer socio comercial y primer inversor extranjero en casi todos los países terceros y el hecho de dedicar a la cooperación al desarrollo más dinero que el resto del mundo conjuntamente.

Un buen ejemplo de esta nueva política exterior es la transformación de nuestro diálogo con los países de la otra orilla del Mediterráneo. España siempre ha apostado por la cooperación, a nivel bilateral y multilateral, para promover el fortalecimiento de estructuras políticas y sociales estables e inclusivas. Así, participamos activamente en la Unión por el Mediterráneo y en el Diálogo 5+5, mecanismos que buscan soluciones comunes a problemas comunes. Nuestro compromiso con aquellos con los que compartimos estas aguas es firme y sólido y se orienta a crear redes entrelazadas de intereses.

 

«Los intercambios y la interdependencia han aumentado de forma espectacular, lo que ha hecho imposible que la regulación y las instituciones internacionales sigan el ritmo del cambio»

 

La Constitución refleja, por otro lado, nuestra especial vinculación con Iberoamérica. Los lazos humanos, lingüísticos, culturales e históricos tienen cabida en la Carta al reconocerse la posibilidad de concertar tratados de doble nacionalidad con los países con especial vinculación y el protagonismo del Rey en las relaciones internacionales con las naciones de esta comunidad histórica.

En los últimos 40 años España ha apoyado los procesos democráticos (planes Contadora, Esquipulas, Arias), ha favorecido la cooperación para el desarrollo (siendo la región con el mayor número de Estados receptores en nuestros Planes Directores de desarrollo), ha estrechado las relaciones entre América Latina y la UE (promoviendo acuerdos de asociación y libre comercio) y, por último y no menos importante, ha consolidado, a través de las Cumbres Iberoamericanas, un espacio privilegiado para desarrollar una agenda en materias como la educación, la sanidad, la juventud, la cultura y el fortalecimiento institucional.

Conmemorar los 40 años de la Constitución es también recordar la integración plena de nuestro país en otros organismos y entes multilaterales. En estas cuatro décadas, España ha sido un miembro activo en Naciones Unidas, donde es uno de los principales contribuyentes a su presupuesto, se ha sentado en el Consejo de Seguridad en cuatro ocasiones, forma parte –por segunda vez– del Consejo de Derechos Humanos, participa en múltiples misiones de mantenimiento de paz y copatrocina la Alianza de Civilizaciones como canal de diálogo cultural y religioso entre comunidades y culturas.

Además, estamos integrados en la OTAN, garante de la seguridad de sus miembros por medios políticos y militares, en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), organismo de seguridad y prevención de conflictos, en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que fomenta el desarrollo económico y social, y en el G20, principal foro mundial de cooperación política y económica, como invitado permanente, lo que fue un gran logro de la política exterior del presidente José Luis Rodríguez Zapatero.

 

Desafíos actuales

Hoy el mundo, como señala la Estrategia Global de la UE, es más complejo, está más conectado y más dividido. Nos enfrentamos a cambios cuantitativos y cualitativos en las tecnologías de la información e incluso de la biotecnología que cambiarán nuestras sociedades de forma que aún solo podemos intuir.

La globalización impone un cambio radical en la esencia misma de las relaciones internacionales, con enorme potencial para mejorar la vida de los ciudadanos, pero a la vez con el riesgo de dejar a algunas comunidades atrás y generar reacciones negativas. Los intercambios de todo tipo y la consiguiente interdependencia entre todas las regiones del mundo han aumentado de manera espectacular, lo que ha hecho imposible que la regulación y las instituciones internacionales sigan el ritmo de estos cambios.

Estamos en estos momentos en una fase de transición, de refundación política, en la que necesitamos aprender del ejemplo de visión y altura de miras que nos dio en su momento la generación de la Transición, que hizo posible el paso ordenado de una dictadura a una democracia plena.

Es imprescindible reflexionar y dialogar en el ámbito interno sobre la profundidad de estos cambios y la necesidad de una renovación del contrato social, que reconcilie los intereses de todas las partes en juego, especialmente de los más débiles, de los potenciales perdedores de un sistema que puede favorecer la concentración de la riqueza, del poder y de las oportunidades en manos de una minoría.

Hemos de poner las bases para un nuevo contrato social de dimensión global. La realidad exige una gobernanza internacional que permita abordar de manera conjunta los desafíos compartidos, como la lucha contra la pobreza, la paz y la seguridad, las migraciones o el calentamiento global. Las políticas públicas, incluyendo la política exterior, deben estar orientadas al logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible definidos por la Agenda 2030.

Por desgracia, del mismo modo que en el ámbito nacional los populismos –una etiqueta que aplicamos a fuerzas muy distintas a izquierda y derecha– dificultan una discusión racional y constructiva, apuntando a problemas reales pero proponiendo soluciones falsamente simples e ineficaces en la práctica, en el contexto global, el resurgimiento de los nacionalismos y de la mentalidad unilateral y aislacionista de algunos Estados hacen difícil una acción concertada eficaz.

 

«Hemos de recuperar la tensión ética y política que deriva de la conciencia de encontrarnos en un momento en el que se va a decidir nuestro modelo de sociedad para las próximas décadas»

 

En ambos aspectos, interno e internacional, la UE debe desempeñar un papel esencial. Se trata tal vez de la institución que mejor puede promover un mundo en el que la globalización esté orientada al interés general. La Unión supone el modelo más avanzado de integración regional para superar las fronteras de los Estados, poniendo por encima el interés colectivo, tanto de los ciudadanos como de los Estados, compartiendo soberanía mediante el establecimiento de instituciones, mecanismos de toma de decisiones y complicidades que permiten alcanzar nuestras metas, si bien es preciso actuar de manera más ágil y democrática. Asuntos como la política exterior y la política tributaria no deben seguir decidiéndose por unanimidad.

En el ámbito interno, no podemos continuar con una UE que se ocupa del mercado y unos Estados que se encargan del bienestar, cada vez con menos recursos. La UE debe tener una dimensión social. Eso requiere un presupuesto muy superior al 1%, de lo contrario la mera enunciación del objetivo solo generará frustración en la ciudadanía. Al contrario, nuestro reto es hacer a Europa popular, que genere emoción y por tanto adhesión. Una verdadera Europa social y de la cultura nos permitirá construir sociedades abiertas y cohesionadas, que son el mejor antídoto contras las fuerzas de la reacción.

Este ejercicio ha de incluir la integración de las identidades nacionales, sin ignorar la riqueza que suponen y sin pretender imponer una uniformidad artificial. La solidaridad es el mejor antídoto frente a las ideologías identitarias. Es necesario articular políticas efectivas, convencer, movilizar, ilusionar y lograr realizaciones concretas para los ciudadanos. En el caso español, esta mentalidad puede ayudar también a superar la situación actual en Cataluña, en la que los partidarios de la ruptura con España han construido una narrativa identitaria sobre el descontento de una parte de la población y utilizado de manera desleal las instituciones para fomentar la división y generar un enfrentamiento tan dañino como innecesario.
Para realizar eficazmente las tareas descritas, la Unión debe también interactuar con su entorno, porque lo interno y lo externo están indisolublemente unidos. La legitimidad hacia dentro de la UE nos servirá también para ser más eficaces en nuestras relaciones con países terceros. Este refuerzo es clave, porque los Estados individualmente no son capaces de hacer frente a los graves desafíos existentes en la actualidad.

La UE será un actor clave para definir el nuevo contrato global. La fortaleza de la Unión en todos los ámbitos es necesaria en un contexto en el que Estados Unidos resulta cada vez más ausente. Europa debe hacer frente a sus propias responsabilidades. Debemos dotarnos de los medios para asumir nuestra seguridad y autonomía estratégica, medios que nos permitan defender nuestros valores e intereses de manera efectiva.

Entre los valores a defender está el multilateralismo eficaz, con la ONU como centro de gravedad, reforzando su legitimidad y el papel de la sociedad civil. Europa es partidaria de un orden mundial basado en normas y en la cooperación, como mejor garantía de que los derechos de todos son respetados y el potencial de los avances es aprovechado al máximo en beneficio de los ciudadanos.

También es importante asumir conjuntamente la responsabilidad sobre los bienes públicos globales, incluyendo de manera especial la lucha contra el cambio climático. Se trata de una amenaza existencial para el conjunto de la humanidad, que solo de manera conjunta podemos abordar, porque ni el clima ni los desastres naturales entienden de fronteras ni de tiempos políticos. No hay un planeta B.

Para España resulta especialmente importante reforzar nuestra relación con el Mediterráneo y con África, también en clave de una estrecha cooperación regional, reforzando su estabilidad y prosperidad, con un espíritu de solidaridad, pero a la vez desde el convencimiento de nuestra profunda interdependencia y de que solo un desarrollo sostenible económica y políticamente de nuestro entorno nos permitirá asegurar la estabilidad y la prosperidad. La demografía del continente africano plantea un desafío considerable, que puede ser transformado en importantes oportunidades para las empresas de nuestro país y de Europa, y para revitalizar nuestros mercados laborales y sociedades que han entrado en el invierno demográfico. Pero la distancia entre la realidad y las percepciones, unida a la retórica en ocasiones histérica sobre esta cuestión, hacen difícil abordar la situación de manera realista y pragmática, conscientes de los retos, pero con una mentalidad constructiva para aprovechar las oportunidades que también existen.

Creo que los padres de la Constitución habrían sido capaces de ignorar la tentación populista y nacionalista, entender la complejidad y trascendencia de la situación actual y abordarla conjuntamente de manera pragmática en interés de todos los ciudadanos. Hemos de recuperar el espíritu de la Constitución, la tensión ética y política que deriva de la conciencia de que nos encontramos en momentos en los que se va a decidir nuestro modelo de sociedad para las próximas décadas, tanto en el ámbito interno como en el internacional.

Hace 20 años que la Constitución tiene 20 años, y, parafraseando a Joan Manuel Serrat, aún tiene fuerza y el alma viva. Proyectemos este legado hacia el futuro, en España, Europa y el mundo. ●