POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 204

Mapa del continente asiático fechado en 1650 y elaborado por el cartógrafo Nicolas Sanson. CREATIVE COMMONS

La realidad de Eurasia

Los destinos políticos de Europa y China ya no pueden entenderse de forma aislada. Que los europeos avancen hacia una verdadera unión política será una historia en la que Pekín –no Berlín o París– tendrá el papel principal.
Bruno Maçães
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Eurasia es una realidad política nueva. Un esfuerzo decidido por rastrear su historia y prehistoria no nos llevará más de un siglo atrás. Tal vez estemos celebrando su primer centenario. Pero la sospecha es que en el siglo XXI el mundo euroasiático desempeñará el papel crítico para el que la geografía lo ha preparado.

Siempre hubo intentos de unir todo el supercontinente. Los impulsos de Alejandro Magno o Gengis Kan fueron expresiones básicas del anhelo de romper las divisiones entre oriente y occidente. Incluso Cristóbal Colón quiso llegar al lejano oriente navegando hacia el Oeste. Vasco da Gama tuvo el mismo sueño e intentó una tercera ruta. Con la era del imperialismo europeo, se produjo tanto un acercamiento como un alejamiento de la Eurasia combinada. Por primera vez fue posible pensar en el supercontinente como un todo político bajo un gobierno común. Si los europeos hubieran incluido a China en su órbita y hubieran desarrollado un sistema estable de poder en Europa –un Concierto de Europa efectivo–, habría sido posible por primera vez un vasto imperio euroasiático.

No iba a ser así y por razones obvias. La conquista europea de Asia –los imperios europeos en India, Indonesia, el Sureste Asiático y Oriente Próximo– tenía su origen en una división fundamental e inextricable entre Europa y Asia. Los europeos se arrogaron el derecho de gobernar Asia porque se consideraban diferentes y superiores a los asiáticos. Como dijo Alexis de Tocqueville, “casi deberíamos decir que el europeo es para las demás razas de la humanidad lo que el propio hombre es para los animales inferiores: los somete a su uso, y cuando no puede someterlos, los destruye”. Los europeos no querían gobernar Eurasia como euroasiáticos, por lo que el esfuerzo estaba condenado al fracaso. La contradicción no pudo superarse.

Los historiadores comprenden ahora mucho mejor lo débil y frágil que era el imperialismo europeo. En todas partes, sus fracasos tuvieron lugar al mismo tiempo que sus éxitos. Desde el mismo momento en que el dominio europeo se estableció en las tierras asiáticas, ya era visible, siempre que se quisiera ver, su futuro colapso. En este sentido, la aventura imperial europea fue notablemente similar a la del imperio mongol, cuya disolución en diferentes esferas regionales comenzó con la muerte de Gengis Kan, el hombre que lo construyó.

Sin embargo, esto es insuficiente y quizá injusto. La dominación europea de Asia fue mucho más consecuente de lo que podía aspirar a ser el dominio mongol. Los mongoles pudieron conquistar una vasta parte de Eurasia porque ­desarrollaron una o dos innovaciones en el arte de la guerra, pero la tecnología para mantener unida a Eurasia no estaba ni mucho menos a su alcance. No fue este el caso de Europa. Se puede discutir eternamente si los europeos fueron capaces de construir grandes imperios en Asia porque estaban tecnológicamente muy avanzados o si se hicieron tecnológicamente avanzados para conquistar Eurasia. Yo mismo me inclino por esta última hipótesis. Sea como sea, no se puede dudar que con la ciencia y la tecnología modernas se pudo pensar por primera vez en Eurasia como una sola unidad. El transporte marítimo, el ferrocarril, las comunicaciones instantáneas, la banca, los seguros y el canal de Suez lo hicieron posible. La educación, la erudición, las ciencias históricas y humanas, el estudio de las lenguas, incluso la arqueología, todo ello tenía una importancia crítica.

Los europeos estaban tan convencidos de la superioridad de su modo de vida que intentaron exportarlo. Su capacidad para moldear y reconstruir las sociedades asiáticas desde la base era incuestionable. La influencia que viajaba de Oeste a Este rompía por primera vez las barreras de la distancia e incluso de las fronteras políticas. Paradójicamente, en su expansión los imperios europeos también estaban sembrando las semillas de su futura caída, al difundir los secretos de la tecnología y la organización que les habían otorgado ventajas concretas. Un día, si la influencia comenzara a fluir en sentido contrario, Europa podría incluso perder su individualidad, al igual que Asia perdió la suya con la embestida de la civilización europea.

 

El año que todo cambió

EL cambio tangible llegó en 1919, un año de finales y comienzos trascendentales, como ha estudiado el historiador John Darwin. Todavía estamos experimentando los desarrollos tardíos de lo que comenzó en 1919. En marzo, los funcionarios británicos informaron de disturbios en El Cairo, la ciudad que une Europa y Asia. En India hubo que aplastar una nueva rebelión en Amritsar y, después de la masacre, nunca más sería posible defender la legitimidad del dominio británico sobre el supercontinente. En 1919, Mustafá Kemal Atatürk expulsó al poder europeo del moribundo Imperio Otomano. Fue la segunda de las tres revoluciones del siglo XX con las que las longevas naciones asiáticas afirmaron su ambición de construir un nuevo orden mundial: primero Rusia, luego Turquía y finalmente China. El movimiento del Cuatro de Mayo de 1919 en China fue un levantamiento nacional contra la influencia cultural y política de Occidente, y el impulso inicial del que partió el último siglo de la historia china, prácticamente en línea recta.

Si se tuviera la capacidad de ver el futuro tan pronto como aparece en escena, en 1919 se habría podido presenciar el intento inicial de construir naciones políticas soberanas y autónomas en Asia. El genio había salido de la caja. Los europeos habían construido un sistema de poder que atravesaba toda la extensión del supercontinente euroasiático. Los asiáticos, por supuesto, no podrían volver a cerrar esos diques, pero podían intentar que funcionaran en ambas direcciones, utilizando las mismas herramientas que se habían utilizado contra ellos. Esto pudo verse en 1919. Al fin y al cabo, Atatürk construyó un Estado según las pautas europeas para poder resistir mejor el poder europeo.

Cien años después, la profecía se ha hecho realidad. China es una potencia europea.

En algún momento, como se sabe, Rusia se convirtió en una potencia europea. Tal vez ya era así con Pedro el Grande, tal vez se produjo más avanzado el siglo XVIII, con Catalina II de Rusia. El sistema de poder europeo cambió después. Hoy, sin embargo, el cambio es más drástico, ya que China actúa en Europa desde el extremo opuesto de Eurasia. Pekín ha conseguido atraer a muchos países europeos a su principal iniciativa geopolítica, la Franja y la Ruta (Belt and Road Initiative, BRI, en inglés), creando en el proceso nuevas divisiones internas en Europa. Ha puesto en marcha una nueva asociación de Estados (denominada 17+1) que incluye una docena de miembros de la Unión Europea y cinco países de los Balcanes. En 2019, el ministro de Defensa británico Gavin Williamson se vio obligado a dimitir por filtrar la decisión de la entonces primera ministra Theresa May de permitir acceso limitado a la compañía china Huawei en el desarrollo de la infraestructura británica de 5G.

 

«La profecía se ha hecho realidad, y hoy China es una potencia europea, solo que actúa desde el extremo opuesto de Eurasia»

 

Si antes de la era moderna las diferentes unidades de Eurasia podían entenderse de forma aislada –los imperios Habsburgo, Otomano y Mogol son probablemente la última ilustración de un sistema de este tipo–, y si con la era de los imperios coloniales solo Europa podía permitirse una forma de espléndido aislamiento –poder dar forma al mundo sin ser influido por él–, ahora Europa forma parte del sistema euroasiático y quizá solo Estados Unidos pueda aspirar a habitar un mundo propio.

¿Nos hemos acercado a la consolidación de Eurasia como concepto geopolítico? La respuesta es un claro sí. Analicemos sucesivamente a los principales actores.

China sigue viendo el supercontinente como su ámbito natural de expansión. En Eurasia encuentra fuentes de energía, grandes mercados para sus productos y fuentes de tecnología en aquellas áreas en las que sigue estando a la zaga de las democracias occidentales. La intuición fundamental detrás de la BRI sigue siendo válida: Pekín ve su camino hacia la dominación global no en una guerra en el Pacífico con EEUU, sino en el control de Eurasia, relegando a EEUU al papel de isla periférica.

Rusia se concibe en la actualidad como un país euroasiático. ¿Qué significa esto? Que puede aspirar a ser un centro de poder soberano e independiente en una Eurasia diversa, contradictoria y multipolar. Europa u Occidente eran entidades a las que Rusia debía incorporarse. Eurasia es un espacio donde Rusia puede existir, donde puede ser ella misma.

La UE es ahora una potencia euroasiática. Con esto quiero decir que Europa ya no puede entenderse de forma aislada o en sus propios términos. Los flujos de influencia de Rusia, Oriente Próximo y China están presentes en todas partes en la política y la sociedad europeas. La línea que separa a Europa de Asia se ha derrumbado. Esto se entiende en Bruselas y en las capitales nacionales: muchos de los desarrollos e ideas recientes más interesantes de la política europea están relacionados con la necesidad de proyectar el poder europeo hacia el Este, donde ahora fluyen regularmente tantos trastornos.

EEUU ha sustituido el orden internacional liberal por Eurasia como estrella del norte y brújula de su política exterior. El objetivo es mantener el equilibrio de poder en Eurasia, impidiendo su control por una sola potencia o alianza de potencias. Esta reorientación ha tenido una serie de consecuencias sorprendentes. Rusia ya no es el otro civilizado. Se ha convertido en un bloque en el gran tablero de ajedrez, listo para equilibrar o poner en jaque a una China en ascenso. Y Europa ya no es el centro sagrado y la cuna de la civilización occidental: se ha convertido en un patio de recreo, en el que Washington ejerce su poder para evitar que Rusia y China tomen el control y alteren el equilibrio.

Lo que denomino “los albores de Eurasia” –The dawn of Eurasia, título del libro en el que anunciaba esta serie de acontecimientos– es ante todo un llamamiento a ampliar la esfera. Hoy día, ninguna cuestión importante en Europa puede entenderse en términos estrictamente europeos. Por ejemplo, el crecimiento de los partidos populistas. Hay, por supuesto, una moda intelectual de verlo como resultado de desarrollos internos: la creciente desigualdad, la crisis de la zona euro, la caída de la inversión pública, el neoliberalismo y las élites financieras. Es tranquilizador creer que las causas de la radicalización política son internas, porque en ese caso se pueden abordar y la solución nos dejará una sociedad más justa e igualitaria. Pero en realidad, los partidos populistas que ahora compiten por el poder en muchos países europeos deberían recordarnos de inmediato a los movimientos populistas de los países en desarrollo, donde su apoyo estaba estrechamente relacionado con el sentimiento de dependencia política y económica –a menudo formalizado por las relaciones coloniales– hacia Europa y EEUU.

 

Fuerzas que no se pueden controlar

Escuchen lo que dicen los populistas en Polonia o Hungría. Se habla muy poco de los males de la estructura social y económica existente. En países como Hungría o Polonia, los partidos gobernantes han profundizado en esas estructuras y han apelado a los inversores extranjeros con la perspectiva de leyes laborales favorables e incentivos fiscales. Su atractivo electoral y el núcleo tangible de sus propuestas son otra cosa. Describen un mundo en el que las naciones europeas están en peligro de desaparecer, inundadas por fuerzas externas que no pueden controlar: la inmigración, el terrorismo, el comercio y el poder de las élites burocráticas globales. Su promesa es devolvernos a un mundo en el que Europa se sentía protegida de las influencias externas.

Es el auge de lo reprimido lo que asusta a los líderes populistas y a quienes les votan: el islam y el terrorismo, China y la dependencia económica, y sobre todo el miedo a lo que ven como una forma de colonización a la inversa, con la llegada de sucesivas oleadas de inmigración y la transformación irreversible de las sociedades europeas. Incluso su visión de las élites europeas recuerda a los antiguos movimientos nacionalistas de Oriente Próximo, China o Japón, que acusaban invariablemente a los occidentalizadores locales de servir a oscuros intereses extranjeros, a los que sacrificaban de buen grado a sus propios pueblos.

Entenderemos muy poco del populismo en Europa hoy día si no sustituimos la política europea por un marco de referencia mucho más amplio. La pérdida de poder relativo de los países europeos creó la nueva realidad política de un campo de fuerzas euroasiático –la influencia fluye ahora cada vez más de Este a Oeste y ya no solo de Oeste a Este– y la correspondiente percepción de que los europeos dependen de fuerzas que no pueden controlar. El populismo es la reacción a estos hechos.

Lo mismo podría decirse del debate intelectual y político sobre la integración europea. Una vez más, se dice que los determinantes son internos: la dinámica de acuerdos y desacuerdos entre Alemania y Francia, la persistente falta de convergencia entre el núcleo y la periferia, o el impacto de los intereses económicos especiales. Se pasan por alto los hechos mucho más decisivos de la competencia de poder en el panorama político euroasiático.

La unión política en Europa ha sido hasta ahora una promesa lejana y quizá la razón sea que faltaba el ingrediente más básico de cualquier unidad política: el miedo que une a los pueblos para enfrentarse a una amenaza exterior.

EEUU desempeñó un papel fundamental que a menudo se pasa por alto. Al extender una garantía de seguridad incondicional a sus aliados, se aseguró de que la Unión Soviética nunca se convirtiera en una amenaza existencial para Europa. Al mismo tiempo, la sociedad y la política estadounidenses eran demasiado similares para que los europeos se sintieran realmente amenazados por el alcance del poder estadounidense. El limbo geopolítico era lo suficientemente cómodo y Europa se tomó unas largas vacaciones de la historia. La unión política se pospuso más o menos de manera indefinida. Ahora, el escenario de un gran drama histórico está preparado: un escenario euroasiático desde Lisboa hasta Shanghái. EEUU no parece tener ni la capacidad ni la voluntad de repetir su papel durante la guerra fría y China ha empezado a aparecer como una amenaza mucho mayor para los europeos de lo que nunca fue la URSS.

Es posible que los temores resulten exagerados, pero de un modo u otro Europa y China están ahora tan estrechamente vinculadas que sus destinos políticos ya no pueden entenderse de forma aislada. Que Europa avance hacia una auténtica unión política es una historia en la que China –y no Alemania o Francia– desempeñará el papel principal. ●