Cerca de sesenta millones de habitantes en trescientos mil kilómetros cuadrados. Un país en forma de bota, con una gran isla, Sicilia, al Sur, y otra, Cerdeña, camino de España. País pequeño pero extraordinariamente estirado: arranca de las nieves de los Alpes y el Tirol austríaco; acaba a la altura de Túnez, próximo a los desiertos árabes. Su geografía, su historia: un mosaico de reinos, repúblicas y Estados. Su variedad cultural, su unidad reciente, hacen de Italia un país muy diverso. Mucho se ha hablado del desequilibrio entre el norte y el sur de Italia, de las diferencias entre venecianos, lombardos, genoveses, florentinos, romanos, napolitanos, sicilianos, sardos… Diferencias que salen a la luz en los momentos difíciles.
La “revolución” actual arranca de Milán, capital financiera de Italia. Cabeza de una de las grandes regiones de Europa, se encuentra a setenta y cinco kilómetros de Lugano, trescientos de Ginebra y Zurich, cuatrocientos setenta y cinco de Munich, y a casi seiscientos de Roma y ochocientos de Nápoles. En kilómetros, Milán está más cerca de Berlín que de Reggio Calabria. El ambiente de la capital lombarda es discreto y recogido: a las ocho de la tarde, en la elegante vía Montenapoleone, a un paso del Duomo, el caminante puede escuchar sus propios pasos.
La geografía italiana es parca en recursos naturales. En compensación, Italia ha desarrollado un gran “capital humano”: excelentes comerciantes, navegantes, banqueros, industriales, artistas. Gracias a la calidad de sus hombres, Italia se ha situado en el grupo de los siete países más industrializados del mundo, con el quinto-sexto producto interior bruto: detrás de Estados Unidos, Japón, Alemania y Francia, y en apretada carrera con el Reino Unido.
El italiano es maestro en transformar su inteligencia y creatividad en algo vendible. El paradigma es el diseño: automóviles, muebles, productos industriales…

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