amartya sen
Autor: Amartya Sen
Editorial: Taurus
Fecha: 2021
Páginas: 544
Lugar: Barcelona

La última hambruna

Ofrecemos un fragmento del primer volumen de las memorias de Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998 y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2021.
Amartya Sen
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En los primeros meses de 1942 me sentía bien integrado en Santiniketan. La serena naturaleza de la «morada de la paz» resultaba muy agradable. Y poder ir a pie o en bicicleta a todas partes era un placer. La casi total ausencia de vehículos de motor suponía una bendición que fui apreciando más y más a medida que me acostumbraba a aquel estilo de vida. Disfrutaba especialmente de la relajada atmósfera académica de la escuela Santiniketan y de la oportunidad de aprender sobre todo tipo de cosas extraordinarias, a menudo fuera del currículum académico. Deambulaba por la biblioteca, abierta y de fácil acceso, eligiendo este libro o aquel, con una despreocupación que transformó mi vida.

Pero, a pesar de que me iba de maravilla, poco a poco fui siendo consciente de las grandes tensiones que imperaban en el mundo que me rodeaba, tanto dentro como fuera de la India. Estábamos sumidos en una atroz guerra mundial, cuyo frente oriental se acercaba más y más adonde nos encontrábamos. Los problemas de la India no tenían únicamente un origen externo. Existían tensiones políticas entre hindúes y musulmanes. Y, por encima de todo esto, los precios de los alimentos no dejaban de subir; las adversidades que eso suponía eran tema constante de conversación en muchos hogares de Bengala; supongo que en la mayoría. Todos esos problemas preocupaban a mis abuelos, con quienes vivía, y también afectaban al resto de nuestros familiares, incluidos mis padres, que nos visitaban con cierta frecuencia en Santiniketan.

Cuando fui a Daca durante las vacaciones escolares para estar con ellos, noté que el estado de ansiedad era allí incluso más palpable.

*

Fui testigo de los primeros signos de la hambruna en abril de 1943; la así llamada «hambruna bengalí», que acabaría con la vida de entre dos y tres millones de personas. Los precios de los alimentos habían ido subiendo de forma drástica a lo largo de 1942, el año previo a la hambruna.

Al final de una de nuestras clases, en la primavera de 1943, algunos de los alumnos más jóvenes nos dijeron que un hombre que mostraba evidentes señales de desequilibrio mental, y que acababa de aparecer en el campus de Santiniketan, estaba siendo cruelmente tratado por parte de un par de abusones de la escuela. Fuimos al lugar donde estaba ocurriendo esa bárbara actividad –cerca del campo de críquet– y si bien los dos abusones eran cada uno más fuerte que cualquiera de nosotros, como éramos muchos los que acudimos, juntos los obligamos a detenerse. Cuando aquellos desalmados se marcharon, intentamos hablar con la víctima. Apenas era capaz de decir nada coherente, pero llegamos a entender que no había comido nada desde hacía un mes. Uno de nuestros profesores se unió al grupo cuando estábamos hablando y entendimos por sus palabras que la inanición prolongada podía producir trastornos mentales.

Fue el primer contacto directo que tuve con una víctima del hambre. Pero no tardaron en aparecer otros que llegaron a nuestro entorno con la esperanza de escapar de la hambruna. El número aumentó en mayo, cuando acabaron las clases debido a las vacaciones de verano. Mis padres acudieron a Santiniketan para estar conmigo (mi padre también tenía vacaciones en la Universidad de Daca), al mismo tiempo que las famélicas víctimas iban llegando cada vez en mayor número. Para cuando la escuela volvió a abrir, en el mes de julio, el goteo había aumentado hasta convertirse en un torrente de miseria humana. La mayoría de ellos iban camino de Calcuta, a unos ciento setenta kilómetros de distancia, pues habían oído rumores de que allí estaban llevando a cabo un proyecto para alimentar a los indigentes. Dichos rumores eran sin duda exagerados. De hecho, el Gobierno no estaba proporcionando ninguna clase de ayuda y las instituciones benéficas privadas no eran capaces, por desgracia, de hacerse cargo de lo que estaba ocurriendo. Pero debido a esos rumores, los hambrientos querían llegar a Calcuta. A nosotros nos pedían un poco de ayuda o de comida –incluso restos o comida en mal estado– para sobrevivir en su viaje hacia esa ciudad.

La situación fue empeorando y en septiembre calculamos que unos cien mil indigentes habían pasado ya por Santiniketan en su largo camino hacia la gran ciudad. Aquellos llantos constantes –de niños, mujeres y hombres– todavía resuenan en mis oídos, setenta y siete años más tarde. Mi abuela me permitió entregarle una pequeña caja de latón llena de arroz a alguien que suplicaba por comida, pero me explicó que «aunque te parta el corazón, solo vas a poder darle una diminuta lata de arroz a alguno de ellos, pues tenemos que intentar ayudar a tanta gente como nos sea posible».

Sabía que las pequeñas latas de arroz no servirían de gran cosa, pero me alegraba que pudiésemos, como mínimo, hacer algo para ayudar. Uno de los que llegó en aquella época, como ya conté antes, fue Joggeshwar, un muchacho de catorce años, casi herido de muerte por el hambre, proveniente de Dumka, a unos sesenta kilómetros de Santiniketan, a quien mi tía alimentó de inmediato para salvarle la vida.

*

Estaba a punto de cumplir diez años, y me sentía muy confundido, cuando la hambruna golpeó con más fuerza, entre la primavera y el verano de 1943. Escuchaba ansioso las discusiones sobre la posibilidad de muertes masivas («si las cosas siguen así»). Mis padres y mis abuelos, mis tíos y mis tías, tenían todos una opinión formada sobre por qué los precios ascendían y sobre cómo –si el aumento proseguía y se intensificaba– la hambruna se extendería de manera generalizada. «No descarto una gran hambruna», dijo mi tío materno Kankarmama una mañana, creo recordar, de comienzos de 1943. No estaba por completo seguro de lo que era una hambruna, pero me daba mucho miedo. Como es lógico, no sabía nada de economía, pero era consciente de que si el precio de los alimentos seguía subiendo sin que aumentasen también los ingresos de la gente, muchos acabarían pasando hambre… y muriendo. Escuchar aquellas conversaciones familiares sobre tragedia y muerte fue una aleccionadora manera de crecer rápido.

La pregunta más inmediata era esta: ¿qué estaba provocando el rápido aumento del precio de los alimentos en 1943, del arroz en particular, un alimento básico, en Bengala? Cabe recordar que 1942 no fue el año de la hambruna, sino el año anterior a esta. Suele decirse que el precio de los alimentos ya estaba subiendo con rapidez en 1942 (de ahí el pánico), ¿no es cierto? Cuando, siendo economista, decidí treinta años después estudiar las hambrunas en general y la hambruna de Bengala en particular, descubrí que las creencias populares eran del todo correctas. Por ejemplo, el precio del arroz en el mercado de College Street en Calcuta (del que pude obtener datos bastante fiables) había subido por encima del 37 por ciento entre principios de enero y mediados de agosto de 1942. A finales de año, los precios habían ascendido un 70 por ciento. Para las personas que vivían con ingresos miserablemente bajos, el resultado de una subida tan drástica del precio fue un serio problema de supervivencia. En 1943 el problema se intensificó y en agosto el precio del arroz era cinco veces superior al de inicios de 1942. Para entonces la hambruna ya resultaba imposible de evitar para una parte sustancial de la población de Bengala.

¿Cómo era posible que pasase algo así? Aunque los indios no tenían la capacidad para implementar políticas contra la hambruna, ¿qué decir de los británicos? ¿Realmente era tan difícil detener una hambruna? De hecho, todo lo contrario. El problema no era que los británicos dispusiesen de datos erróneos sobre cuánta comida había en Bengala, pero su teoría sobre la hambruna estaba totalmente equivocada. El Gobierno británico afirmaba que había comida suficiente en Bengala para evitarla. Bengala, en su totalidad, disponía efectivamente de mucha comida. Pero ese enfoque era desde el lado del suministro; la demanda había ascendido con mucha rapidez, provocando que los precios se disparasen. Los que quedaron atrás en esa economía en auge –un auge provocado por la guerra– perdieron en la competición por adquirir alimentos.

En esa época, los soldados japoneses estaban en la frontera de Birmania e India. De hecho, parte del ejército japonés –junto con el Ejército Nacional Indio Antibritánico (reclutados entre residentes de origen indio y soldados capturados en Asia Oriental y Sudoriental por el líder indio Netaji Subhas Chandra Bose)– se estaban adentrando en la India camino de la ciudad de Imfal. El ejército indio británico, el ejército británico y más tarde el ejército estadounidense compraban comida. Tanto ellos como todas las personas contratadas por cuestiones bélicas, también los que construían instalaciones militares, consumían muchísima comida. Los proyectos de construcción relacionados con la guerra creaban nuevos puestos de trabajo e ingresos; recuerdo, por ejemplo, los múltiples aeródromos que construyeron por toda Bengala. La enorme demanda hizo que el precio del arroz subiera, a lo que vino a sumarse el pánico y la manipulación del mercado por parte de los compradores y vendedores de alimentos.

La gente no puede vivir sabiendo, sin importar lo fiable que esa información sea, que hay montones de comida en todas partes. Tienen que confiar en su capacidad de comprar la comida que necesitan, compitiendo con otros en el mercado económico. Existe una enorme diferencia entre la accesibilidad a los alimentos (cuánta comida hay en la totalidad del mercado) y el derecho a los alimentos (cuánta comida puede comprar cada familia en el mercado). El hambre es una característica de la gente que no puede comprar comida suficiente en el mercado; no tiene que ver con la cantidad de comida que hay en dicho mercado. En la década de 1970, cuando estudié las hambrunas de todo el planeta, me quedó claro lo importante que resulta centrarse en el derecho a los alimentos, no en su disponibilidad.

Hay que tener claro que realizar este análisis básico sobre las causas de la hambruna no es complicado ni particularmente novedoso. El suministro de comida en Bengala no disminuyó de manera drástica, pero el aumento de la demanda debido a la economía de guerra provocó que los precios se disparasen, llevándolos a un nivel fuera del alcance de los trabajadores pobres que dependían de sueldos fijos… y bajos. Los sueldos en la ciudad eran –en diferentes grados– más flexibles debido al aumento de la demanda de trabajadores durante la guerra, pero los sueldos rurales no habían subido mucho, o nada en absoluto. Así que el mayor grupo de víctimas de la hambruna fueron los trabajadores rurales. Al Gobierno no le preocupaban especialmente, porque lo que le inquietaba por encima de todo era el posible descontento en la ciudad debido a su potencial efecto debilitador en la causa bélica.

Para asegurarse de que la población urbana disponía de suficiente comida, en particular en Calcuta, el Gobierno se encargó de la distribución de alimentos a precios controlados mediante los centros de racionamiento de la ciudad. El sistema de racionamiento, en efecto, cubrió las necesidades de la población de Calcuta al completo. La comida necesaria para la distribución en la ciudad se adquirió en los mercados rurales al precio que quisieron fijar los vendedores, lo que hizo que subiesen incluso un poco más los precios en las zonas rurales, provocando mayores problemas de pobreza y hambre, mientras que los residentes urbanos disponían de alimentos que no eran caros debido a los centros de racionamiento. Así pues, la angustia de las zonas rurales se vio incrementada por las políticas gubernamentales.

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