POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 215

El homenaje a las víctimas de la dictadura a través de las imágenes de los detenidos desaparecidos, proyectados en el frontis del Palacio de La Moneda. GETTY

Las disputas por la memoria a 50 años del golpe en Chile

En medio de una crisis de representatividad y de legitimidad institucional, el golpe de Estado y las violaciones de derechos humanos durante la dictadura siguen siendo motivo de debate.
Claudia Heiss
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En la antesala del mes de septiembre, cuando se conmemoran 50 años del golpe de Estado en Chile, Gabriel Boric realizó un homenaje proyectando imágenes de detenidos desaparecidos de la dictadura en el frontis del Palacio de La Moneda y lanzó un Plan Nacional de Búsqueda, la primera política pública integral para recuperar sus restos.

Hasta hoy, la búsqueda de las casi 1.500 personas detenidas desaparecidas por agentes del Estado entre 1973 y 1990 ha sido impulsada principalmente por familiares de las víctimas mediante los tribunales de justicia. Solo se ha identificado el paradero de 307 de ellas, producto de un deliberado esquema de destrucción de evidencia y ocultamiento por parte de los perpetradores. Las autoridades esperan avanzar en verdad y justicia al sistematizar e integrar información sobre las circunstancias de detención y otros datos sobre su paradero, actualmente disgregada en distintas fuentes. Al lanzamiento de este programa de gobierno no asistió, sin embargo, ningún representante de los partidos de derecha.

Pese a la amplia evidencia sobre las violaciones de derechos humanos cometidas durante el régimen de Pinochet, una encuesta de CERC-MORI publicada en mayo este año arrojó que el 36% de las personas en Chile considera que los militares tuvieron razón en dar un golpe de Estado en septiembre de 1973. En el plebiscito de octubre de 1988, cuando el triunfo del “No” puso fin a la dictadura, el “Sí”, que proponía la continuidad de Pinochet por ocho años más, obtuvo un 44% de respaldo. Por eso, al presentar el estudio, su autora Marta Lagos sostuvo que el régimen de Pinochet ha perdido solo ocho puntos de popularidad en estos 35 años. El sorprendente respaldo a un régimen que ejecutó, torturó, violó y exilió a millares de personas no ha sido estático desde la recuperación de la democracia en 1990. Los datos de esta encuesta, que se realiza hace décadas en el país, muestran que la disposición a justificar el golpe varía según los hechos políticos del presente. Hoy, el desencanto con la política y con la experiencia de la democracia se traduce en una alta justificación del autoritarismo del pasado.

En vez de avanzar hacia una condena decisiva de las violaciones a los Derechos Humanos y un apego compartido a los valores de la democracia y el pluralismo, la sociedad chilena parece estar retrocediendo respecto de lo que hace unos años parecían ser acuerdos amplios. Por ejemplo, la diputada de derecha Gloria Naveillán afirmó en agosto que las vulneraciones de carácter sexual perpetradas por militares en dictadura son “una leyenda urbana”. Tales hechos no solo constan en documentos oficiales y fallos judiciales, sino que otras dos diputadas en ejercicio fueron víctimas directas de tortura y violencia sexual durante la dictadura. En una entrevista en agosto pasado, la expresidenta Michelle Bachelet dijo que “a los 30 años varios partidos habían condenado el golpe. Hoy ya no lo hacen, dicen que no hubo violaciones a derechos humanos ni crímenes de lesa humanidad”.

Cuando se cumplieron 20 años del golpe, en 1993, Pinochet ocupaba todavía la comandancia en jefe del Ejército, y la conmemoración se produjo en medio de una alta tensión entre civiles y militares. Diez años más tarde, bajo la presidencia del socialista Ricardo Lagos, los 30 años se recordaron con actos públicos como reabrir la clausurada puerta de Morandé 80, que llevaba a la oficina de Salvador Allende en La Moneda y por donde fue sacado su cuerpo tras el bombardeo. En septiembre de 2013, al cumplirse 40 años, el primer presidente de derecha de la pos transición, Sebastián Piñera –quien votó por el “No” en 1988—llamó a “asumir las heridas, curarlas y permitir que sanen (…). Desgraciadamente –agregó—no podemos resucitar a los muertos ni recuperar a los desaparecidos. Pero sí tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro alcance para avanzar en materia de verdad y reconciliación”. Piñera habló entonces de “los cómplices pasivos”, criticando a aquellos civiles que supieron de las violaciones de derechos humanos y no hicieron nada al respecto. También señaló que el apoyo de la derecha al “Sí” fue un “profundo error”. Aunque Piñera ha reiterado su rechazo a las violaciones de derechos humanos por la dictadura, su tono en este aniversario es diferente al de hace una década. En una entrevista aseguró que el golpe de Estado “era inevitable” y que “el propósito de la izquierda era establecer una dictadura marxista”, justificando implícitamente el quiebre de la democracia.

 

Verdad oficial y negacionismo

El repudio a las violaciones de derechos humanos perpetradas por la dictadura está lejos de constituir un acuerdo transversal en Chile. Ni los informes oficiales que acreditan ejecuciones, desaparición forzada y tortura, como los de las comisiones de Verdad y Reconciliación (Comisión Rettig) y sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech), ni la creación en 2010 del Instituto Nacional de los Derechos Humanos y del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, han logrado generar un espacio de encuentro en torno a mínimos democráticos entre los distintos sectores políticos.

El informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación acreditó en 1991 la ejecución política y desaparición por agentes del Estado de 2.279 personas. La Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación entregó un nuevo informe en 1996, elevando la cifra a 3.197. A partir de 2005, dos nuevas comisiones, conocidas como Valech I y Valech II, reunieron información sobre tortura y prisión política, situaciones no contempladas en los informes anteriores, identificando a más de 40.000 víctimas. Sin embargo, la evidencia producida por estas instancias, en las que participaron juristas de todo el espectro político, no ha logrado establecer una verdad compartida ni generar garantías efectivas de no repetición. El Plan Nacional de Búsqueda, lanzado por el gobierno el 30 de agosto, constituye un paso más en el intento de abordar desde el aparato público esta herida aún abierta en la sociedad chilena.

Durante mucho tiempo, un decreto ley de amnistía promulgado en la dictadura mantuvo impunes sus crímenes. A partir de un cambio de interpretación, la Corte Suprema dejó de aplicar este decreto en casos relacionados con violaciones de derechos humanos en 1998, el mismo año de la detención de Pinochet en Londres por crímenes de lesa humanidad. En semanas recientes la Corte Suprema ha dictado varias sentencias en contra de exmilitares y agentes de seguridad en casos emblemáticos como la tortura y asesinato del cantante Víctor Jara en 1973 o la tortura y desaparición de la directiva del Partido Comunista en 1976.  En la actualidad, 17 jueces tienen dedicación exclusiva a casi 1.500 casos aún pendientes por violaciones derechos humanos, pero muchas causas permanecen abiertas.

La justicia ha sido lenta, y los discursos públicos sobre estos crímenes no han logrado separar el rechazo a las violaciones de derechos humanos de las recriminaciones políticas con que algunos buscan justificarlas. El Museo de la Memoria, por ejemplo, fue descrito en un libro de 2015 como un “montaje” y una “manipulación de la historia” por el exministro de Cultura de Piñera, Mauricio Rojas, quien tuvo que dimitir en 2018 por esas afirmaciones. Sin embargo, la idea de que el museo debería mostrar la crisis política anterior al golpe de Estado, poniendo “en contexto” y, en suma, responsabilizando a la izquierda por el golpe y los crímenes de la dictadura, está muy presente en la derecha chilena. Los sectores más conservadores y muchas de las escuelas donde se educan sus hijos no visitan este museo, al que consideran políticamente sesgado. En respuesta al uso del concepto de negacionismo para referirse a quienes defienden a la dictadura pasando por alto sus atrocidades, un conocido periodista de televisión afirmaba hace poco que también constituye negacionismo pasar por alto los “errores” de la izquierda antes del golpe, hechos que habrían causado la violencia posterior.

En el aniversario del 11 de septiembre de 2019, un inserto pagado en el diario El Mercurio señalaba en grandes letras rojas “El 11/09/1973 Chile se salvó de ser como es hoy Venezuela” y añadía: “Allende utilizó la violencia y la ilegalidad para imponer una dictadura marxista leninista”. El Colegio de Periodistas protestó por la publicación, señalando que “la libertad de expresión fue una lucha de 17 años que significó censura y muerte de colegas. Conquistarla significó recuperar un derecho, pero también una responsabilidad. La prensa no puede ser promotora del negacionismo y tergiversación histórica”. Trabajadores de El Mercurio protestaron en el edificio del diario con carteles de “No al inserto” y “No al negacionismo”.

En mayo de este año, el representante del Partido Republicano, Luis Silva, el candidato más votado al Consejo Constitucional en 2023, causó polémica al expresar respecto de Pinochet que “hay un dejo de admiración por el hecho de que creo que fue un estadista, (…) debe hacerse una lectura un poco más ponderada de su gobierno”. En respuesta, representantes de la izquierda propusieron legislar contra el negacionismo sobre las violaciones de derechos humanos, propuesta que no ha concitado un respaldo suficiente en el Congreso, y cuyos detractores sostienen que podría afectar a la libertad de expresión. En suma, el debate político sobre memoria y negacionismo está cruzado por una tensión entre lo que se entiende por libertad de expresión y de prensa, por un lado, y la responsabilidad respecto de la información, por el otro, en un contexto marcado por una concentración de la propiedad de medios heredada de la dictadura y por el aumento de la desinformación a través de redes sociales.

 

Partidos políticos y polarización

A pesar de contar con una tradición de estabilidad institucional y buen desempeño económico en comparación con otros países de América Latina, Chile ha vivido una profunda crisis social que se inició con una baja sostenida en la participación electoral poco después de la recuperación de la democracia en 1990, una caída en la identificación política y una crisis de confianza y legitimidad de las instituciones. Las altas tasas de crecimiento económico de los primeros años de la democracia hicieron que el país apareciera como el “alumno modelo” de la región. A pesar del tardío término de su dictadura, en comparación con sus vecinos, gozó de una importante bonanza económica y una marcada reducción de la pobreza. Al poco tiempo, sin embargo, surgió la fractura entre élites y ciudadanía, expresada –entre otros factores– en un aumento de la abstención electoral.

Detrás de las buenas cifras macroeconómicas se ocultaba la realidad de un país de bajos salarios, donde la ampliación del acceso a bienes y servicios se basa principalmente en el endeudamiento privado, y donde el papel del Estado en la promoción del bienestar social es percibido como insuficiente. Al reducirse el crecimiento económico en la última década, el costo de la vida comenzó a hacerse demasiado pesado para las familias, y se generó lo que algunos académicos denominaron una “politización de la desigualdad”. La conformidad con que el acceso a salud, educación o pensiones dependa de la capacidad individual de pago empezó a reducirse.

Desde mediados de la década de 2000, la política pareció trasladarse de las urnas a la calle, y se desató una intensa ola de protestas coordinadas por nuevos movimientos sociales. Los estudiantes secundarios y universitarios cumplieron un papel protagónico en las movilizaciones, causadas, en parte, por agendas redistributivas y, en parte, por demandas de reconocimiento de grupos discriminados, como pueblos originarios, mujeres y minorías sexo-genéricas. Tras más de diez años de protestas, en 2019 se produjo una revuelta o “estallido social” en el que parecieron converger varias de esas agendas, agrupadas bajo el concepto de “dignidad”. Aunque sin una organización ni una propuesta definidas, las manifestaciones se unieron en torno a una demanda de mayor protección social, la ampliación de la participación política y el rechazo a las elites y los partidos.

La canalización institucional de la movilización se tradujo en un proceso constituyente a través de una Convención Constitucional electa en mayo de 2021, cuya composición resultó tremendamente fragmentada, con preponderancia de grupos de independientes que desplazaron a los representantes de partidos, y cargada políticamente hacia la izquierda. La propuesta de nueva Constitución, percibida como demasiado reformista, fue rechazada por el 62% en un plebiscito en septiembre de 2022. Un nuevo proceso constituyente se inició en diciembre de ese año, en medio de un giro conservador que rechazaba los desórdenes causados por el estallido de 2019 y que pedía estabilidad frente a la crisis económica y de seguridad pública de la postpandemia.

En medio del debate por la nueva Constitución, y antes del rechazo de la primera propuesta, tuvieron lugar las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre de 2021. La derecha logró una leve mayoría en el Congreso y ganó en primera vuelta presidencial con José Antonio Kast, candidato de un nuevo partido de extrema derecha surgido en 2019: el Partido Republicano. En segunda vuelta, sin embargo, Kast fue derrotado por el candidato más a la izquierda, Gabriel Boric. En mayo de 2023 se eligió un nuevo órgano para redactar la Constitución, pero esta vez los resultados fueron los opuestos a la primera Convención Constitucional. La elección, fuertemente controlada por los partidos políticos, inclinó el nuevo Consejo Constitucional a la derecha. La primera mayoría la obtuvo el Partido Republicano.

En suma, desde mediados de la década de 2000 el sistema político empezó a experimentar un castigo a los partidos tradicionales y el surgimiento de desafiantes por izquierda y derecha. Los vaivenes entre candidatos presidenciales y asambleas constituyentes de los dos extremos del espectro político han llevado a diversos analistas a afirmar que existe una polarización electoral en Chile. Los partidos más centristas, tanto de la derecha tradicional como de la centroizquierda que gobernó la mayor parte de los primeros 30 años desde la recuperación democrática, han sido los grandes perjudicados.

El contexto de los 50 años del golpe de Estado incrementa la tentación de ver el Chile actual con los lentes de la polarización que en la década de 1970 llevó a tan dramático desenlace. ¿Pero es eso cierto? La politóloga Carolina Segovia realizó un estudio sobre polarización afectiva –entendida como el nivel de rechazo hacia personas con ideas políticas opuestas— en Chile entre 1990 y 2021. Su conclusión, concordante con el trabajo de CERC-MORI sobre relecturas de la historia a la luz del presente, es que la polarización afectiva varía en el tiempo. A nivel agregado, señala Segovia, la disminución de la adscripción a partidos políticos no impacta la polarización afectiva. En otras palabras, no es requisito estar en un partido político para experimentarla. Si en 1990 las personas que se identificaban con partidos de izquierda eran las más polarizadas, para 2021 el nivel es similar en todos los grupos, incluidos los no identificados con partidos. Esto, sin duda, era diferente antes del golpe, cuando los partidos políticos organizaban las divisiones ideológicas en la sociedad.

Una característica central de la política chilena actual parece ser la atomización. Frente al colapso en la capacidad de los partidos de generar identificación, el sentimiento anti-institucional alimenta proyectos impugnadores, como ocurrió con los independientes y los nuevos partidos de izquierda en la Convención Constitucional de 2021 y más tarde con la nueva extrema derecha en el Consejo Constitucional de 2023. En ambos se impuso un ánimo “destituyente”. El sociólogo Rodolfo López analizó los resultados de la elección del Consejo Constitucional en mayo de 2023. A pesar de estar controlada por los partidos, señaló que “el 71% de los candidatos recién electos no tiene experiencia en cargos de representación popular (ya sea municipal o parlamentaria) ni en cargos políticos dentro del Estado”, lo que se explicaría por la crisis de representatividad y la impugnación a la política institucional.

 

Democracia sí, pero no esta democracia

Pese al aumento de la polarización afectiva en todos los sectores, del negacionismo de las violaciones de derechos humanos y de la política “destituyente”, sigue existiendo aprecio por la democracia como sistema político. La demanda por mayor protección social y presencia del Estado se mantiene a través del tiempo, señalando un camino de políticas públicas que el sistema político debería recoger. Así, por ejemplo, la encuesta Chile Dice 2023 muestra una brecha entre el apoyo teórico a la democracia como régimen, que alcanza el 95%, y el aprecio a su práctica, que llega solo al 51%. Un 60% piensa que el autoritarismo se justifica en algunos casos para combatir el crimen o la corrupción. Por otro lado, la encuesta Feedback-UDP indicó que el reciente respaldo al Partido Republicano, contrario al aborto, contrasta con el 75% que declara apoyar el aborto en tres causales y una mayoría que piensa que el Estado debe cumplir un rol principal o compartido con los privados en la provisión de salud, educación y pensiones. Menos del 10% piensa que el Estado debe cumplir un rol mínimo.

El destino del nuevo proceso constituyente quedará sellado el 17 de diciembre, cuando un plebiscito decida si se aprueba o rechaza la nueva propuesta, elaborada por una comisión experta y enmendada por el Consejo Constitucional con mayoría de derecha. Hasta el momento, las modificaciones lideradas por el Partido Republicano se caracterizan por la ausencia de negociación y una mirada identitaria que “hace casi imposible desarrollar negociaciones que impliquen acuerdos transversales”, según señaló un estudio del conservador Centro de Estudios Públicos. Esto pone en riesgo la aprobación del texto, que ya parece impopular según varias encuestas.

Varios analistas coinciden en que la polarización chilena está más presente a nivel de elites que de la ciudadanía, y aunque aumentan las críticas a la democracia existente, el consenso social en torno al régimen democrático sigue siendo sólido. Son las fallas de la democracia, especialmente vinculadas a situaciones de corrupción y delincuencia, las que motivan a las personas a aceptar el autoritarismo. Entre las críticas a la forma cómo se vive en la práctica la democracia, la encuesta Chile Dice apunta a una clara demanda por mayor participación directa en las decisiones políticas.

El quiebre de la democracia, el golpe de Estado y las violaciones de derechos humanos en dictadura siguen siendo un terreno de disputa política en Chile. Los esfuerzos de cambio constitucional en la última década, los cambios en el sistema de partidos y la polarización de sus dirigencias han buscado en distintas lecturas de la historia herramientas para justificar sus posiciones y polemizar con sus oponentes. Con notable ceguera, estas disputas hacen oídos sordos de la crisis de legitimidad de los partidos, así como de la demanda transversal por mayores espacios de participación política y de protección social. Restablecer el dañado vínculo entre sociedad e instituciones debiera ser la prioridad de todas las fuerzas políticas. Una tarea que debería llevar a las elites políticas a buscar soluciones a problemas acuciantes como la inseguridad pública y económica, en lugar de dedicar sus energías a mostrar hostilidad hacia los adversarios.