POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

Bomberos y fuerzas especiales despliegan una bandera estadounidense en la zona dañada del Pentágono (12 de septiembre de 2001). REUTERS

Luchar contra el terror: una estrategia en múltiples frentes

La administración Bush ha declarado la guerra contra el terrorismo, repentinamente conmocionada por su descubrimiento de que se trata del principal peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos. Pero todavía no se ha definido esta guerra, aunque existe una amplia corriente a favor de la acción militar.
Philip C. Wilcox
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La administración Bush ha declarado la “guerra” contra el terrorismo, repentinamente conmocionada por su descubrimiento de que se trata del principal peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos. Pero todavía no se ha definido esta guerra, aunque existe una amplia corriente a favor de la acción militar.

El uso de la fuerza armada, sin embargo, aunque políticamente popular, es un método ineficaz y contraproducente contra el terror. EE UU debería diseñar una estrategia más sofisticada, que incluya el fortalecimiento de los métodos tradicionales del contraterrorismo, reservando el uso de la fuerza como una opción limitada. Pero una nueva estrategia de seguridad nacional debe incluir también una política exterior de mayor alcance que se distancie del unilateralismo y avance hacia mayores compromisos con otros gobiernos; dirigida no solamente hacia los síntomas sino también a las raíces del terrorismo, definido en su sentido más amplio. La catástrofe del 11 de septiembre podría dar un poderoso impulso a esos cambios.

Los terroristas islámicos fueron primero identificados por los analistas como la principal amenaza para EE UU, desde que un grupo similar, aunque menos preparado, llevara a cabo el primer ataque contra el World Trade Center en 1993. Estos terroristas, hasta donde tenemos conocimiento, no están financiados directamente por Estados; se les ha reconocido como un desafío más complejo y letal que los países que apoyan al terrorismo, como Libia, ahora casi inactivos, o grupos antiestadounidenses secularistas, prácticamente moribundos.

El profundo odio y el fanatismo suicida de los terroristas islámicos, su falta de cálculo político racional y su creencia en una aprobación divina de sus actos, hace que las penas e instrumentos disuasorios tradicionales contra el terrorismo sean con ellos mucho menos eficaces. Para los servicios de inteligencia es difícil infiltrarse en sus células, poco estructuradas y que, con frecuencia, actúan de una manera ad hoc y, por tanto, es extremadamente complicado identificarlas y mantenerlas bajo vigilancia.

La porosidad de las fronteras, la documentación falsa y los simpatizantes que les ofrecen protección en un gran número de países les confieren una movilidad mundial. Lo peor de todo, como previeron los analistas, y los hechos del 11 de septiembre confirmaron, es que los terroristas islámicos buscaban causar un enorme número de víctimas, y son inmunes a la opinión pública y a la moralidad tradicional.

Algunos de los asesores del presidente Bush quieren una política dura de represalias y de golpes preventivos al terrorismo, en lugar de los tediosos e inciertos procedimientos criminales, la política preferida por la administración Clinton. El propio Bush parece creer que un esfuerzo militar podría ser una catarsis popular para la indignación pública y sus demandas de acción.

Pero en las raras ocasiones en las que EE UU ha intentado llevar a cabo ataques militares contra objetivos terroristas, ha fracasado o ha tenido efectos contrarios a los pretendidos. El bombardeo estadounidense de Trípoli en 1986, después de un ataque terrorista libio contra ciudadanos estadounidenses en Alemania, mató a decenas de civiles libios. Gaddafi devolvió el golpe en 1988 haciendo estallar el vuelo 103 de Pan American, en un atentado que mató a 270 personas. Tampoco un ataque con misiles de crucero contra objetivos en Sudán y Afganistán, después de las bombas en las embajadas de EE UU en Kenia y Tanzania en 1998, tuvo efectos discernibles sobre el terrorismo y provocó grandes críticas en todo el mundo.

En contraste con los “halcones” civiles de Bush, muchos militares son escépticos sobre el uso de la fuerza contra el terrorismo. Señalan que un objetivo como Bin Laden, al que se cree escondido en las montañas de Afganistán, probablemente no puede ser atacado desde el aire ya que sus “infraestructuras” físicas son insignificantes. Además, capturarlo o eliminarlo con tropas de tierra, en un medio tan remoto y hostil, presenta grandes retos logísticos, tácticos y de inteligencia.

Una aproximación más adecuada sería un esfuerzo internacional concertado, con presiones cuidadosamente calculadas e incentivos –y con la cooperación de Pakistán, lo que es esencial– para persuadir a los anfitriones talibán de Bin Laden para que lo entreguen y sea juzgado. Éste ya se encuentra bajo una anterior acusación judicial en EE UU. Bombardear a los talibán para forzarlos a entregar a Bin Laden probablemente fracasará.

El uso de la fuerza militar es cuestionable también por otras razones. Los terroristas islámicos a lo largo del mundo buscan la muerte a través del martirio. Lejos de disuadir a esos autoproclamados guerreros sagrados, los bombardeos estadounidenses probablemente les empujarán a llevar a cabo actos de terrorismo aún más peligrosos; el efecto podría muy bien aumentar el reclutamiento de adeptos y el prestigio de los terroristas en el submundo de los militantes islamistas. Sin minimizar la amenaza que representan, deberíamos considerarlos criminales y asesinos, y no darles la dignidad de combatientes. Debemos también entender que deshacerse de Bin Laden no eliminaría ni la ideología del terrorismo islamista ni sus operaciones difusas e incipientes.

A la vez, utilizar la fuerza militar contra terroristas en Estados extranjeros soberanos supondrá afrontar difíciles problemas legales. Los ataques unilaterales podrían violar normas internacionales, incluyendo tratados contra el terrorismo por los que EE UU ha luchado mucho por fortalecer; y podría alienar en su contra a países, especialmente del mundo islámico, cuya cooperación necesitamos.

Aunque los gobiernos de la O TAN han prometido su solidaridad con EE UU después de los ataques del 11 de septiembre, algunos han expresado sus cautelas respecto a la intervención militar estadounidense.

En cualquier caso, Washington debe tener en cuenta que muchos de los terroristas y sospechosos proceden de varios países, han vivido en EE UU y al menos una parte de su entrenamiento y de la planificación del ataque tuvo lugar en su propio territorio.

Si una intervención militar tiene sus desventajas, ¿qué podría hacerse para minimizar los riesgos de futuros desastres? Mejorar la seguridad del transporte aéreo debe ser claramente el primer paso. Debido a que el secuestro de aviones casi había desaparecido durante la última década, los analistas estadounidenses dejaron de concentrarse en esa amenaza, y mucho menos en la pesadilla de utilizar aviones secuestrados como bombas suicidas contra objetivos civiles.

Después del atentado contra el avión de la PanAm, los funcionarios estadounidenses sabían que las medidas adicionales adoptadas entonces para fortalecer la seguridad aeronáutica estaban lejos de ser completamente fiables. Pero estaban investigando otras amenazas masivas, como el uso de armas químicas y biológicas, y eran reacios a suministrar mayores fondos; las compañías aéreas, por su parte, hicieron prevalecer sus argumentos de que una seguridad más efectiva sería demasiado costosa e impopular.

La inteligencia y el análisis deberían también mejorarse; pero hay límites a la capacidad de recoger información en el exterior, especialmente sobre redes terroristas difíciles de infiltrar. En EE UU, donde una parte del entrenamiento y planificación de los recientes ataques podría haberse descubierto o prevenido, el FBI está constreñido por límites constitucionales a las escuchas clandestinas y otras medidas intrusivas.

Se ha abierto un debate sobre si esas protecciones se han convertido en un lujo que los estadounidenses ya no pueden permitirse. Muchos serán reacios a sacrificar esas libertades. Los ciudadanos y los políticos deben aceptar la sombría realidad de que mientras podemos hacer más para prevenir futuras catástrofes, el terrorismo en sociedades abiertas no podrá nunca ser eliminado completamente. Ta m b i é n debemos estar preparados para la posibilidad de que, incluso con la mejora de los servicios de inteligencia y la seguridad del transporte aéreo, los terroristas adopten nuevas tácticas, quizá utilizando armas con agentes químicos y biotoxinas.

La más importante deficiencia en la política antiterrorista de EE UU ha sido el fracaso al abordar las causas que están en las raíces del terrorismo. De hecho, existe la tendencia a tratarlo como una maldad en estado puro en medio del vacío, para decir que los cambios en la política exterior dirigidos a reducirlo sólo “recompensarán” al terrorismo. Es más, muchos argumentan que a los terroristas les interesan poco las políticas particulares estadounidenses y que simplemente los odian porque son poderosos, ricos, modernos y democráticos, y porque su dinámica cultura secular amenaza su identidad.

Pero EE UU debería, para su propia protección, aumentar los esfuerzos por reducir la patología del odio antes de que experimente una nueva mutación que lo transforme en algo aún más peligroso. Las condiciones que sirven de caldo de cultivo a la violencia y al terrorismo pueden, al menos, mitigarse a través de esfuerzos para resolver conflictos y de asistencia al desarrollo económico, la educación y el control de la población. Limitar la proliferación de materiales letales requiere una mayor prioridad como medida contra el terrorismo y también como medio de control armamentista.

EE UU debe también advertir que, a pesar de su poder –de hecho, debido a él– no puede imponer el respeto y la cooperación. Otras naciones no nos ayudarán plenamente contra el terrorismo, por muchas presiones que ejerzamos sobre ellos, a menos que seamos sensibles con sus legítimos intereses y estemos dispuestos a actuar en reciprocidad. Ciertamente, Washington debe reevaluar sus políticas en relación con el conflicto palestino-israelí y con Irak, que han alimentado una profunda ira en el mundo árabe y musulmán, donde se origina buena parte del terrorismo y cuya cooperación es hoy más importante que nunca.

Debemos también buscar modos de fortalecer los lazos comunes entre los valores occidentales y el islam, para combatir la idea de un “choque de civilizaciones” y debilitar al sector islámico extremista que odia a Occidente y que apoya las acciones terroristas. Esos nuevos puntos de partida de la política exterior de EE UU requerirán dedicar mayores recursos a apoyar un papel externo más comprometido, cooperativo e influyente.

Redefinir la seguridad nacional y el contraterrorismo en ese sentido más amplio es la forma más efectiva de librar la guerra contra el terrorismo. Es vital que lo hagamos pronto, ahora que las cosas que están en juego han subido tanto su listón.