Autor: Alain Rouquié
Editorial: Gedisa
Fecha: 2018
Páginas: 502
Lugar: Ciudad de México

México descubre su destino

Luis Esteban G. Manrique
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“La singularidad de ser se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante. A los pueblos les ocurre algo parecido: su ser se manifiesta como interrogación: ¿Qué somos y cómo realizamos lo que somos?”. Octavio Paz, El laberinto de la soledad (1959)

 

Octavio Paz escribió que a lo largo de sus 3.200 kilómetros de frontera, México y Estados Unidos ven de frente las “dos vertientes de Occidente”: el que se justifica por su pasado múltiple y el que mira al futuro afirmando mesiánicamente su novedad radical.

El laberinto de la soledad, su célebre ensayo sobre la identidad mexicana, es además de una reflexión existencial, una inquisición sobre las raíces históricas de las diferencias entre las dos Américas, la de raíz latina y la anglosajona. Esta asimetría cultural, política y económica hace de los “vecinos distantes”, como los llamó Alan Riding, un caso casi único entre países que comparten una continuidad territorial casi sin obstáculos. Un símil remotamente plausible sería el de Francia y Argelia separadas solo por el Sena. Sin embargo, la irreductible contigüidad, una frontera porosa y un espacio permeable los condena a ser tan inseparables como separados. México nunca lo ha olvidado. Es lógico. El último desembarco de los marines fue en 1914 en Veracruz.

En los pocos años que separaron la anexión de Texas de la ocupación de ciudad de México y del tratado de Guadalupe Hidalgo que entregó a Washington California, Nevada, Utah, Nuevo México y partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma, el país más rico de América Latina fue despedazado por la emergente república imperial.

Los industriosos protestantes anglosajones herederos de la Nueva Inglaterra humillaron a los orgullosos católicos descendientes de la Nueva España. En Terra Nostra, una novela que gira imprevisiblemente entre el siglo XVI y el XX buscando las raíces de América Latina, Carlos Fuentes hace decir a uno de sus personajes que EEUU ofrecía a México “la imagen de un país que tuvo éxito en todo en lo que nosotros fracasamos”.

 

Nacionalismos en conflicto

La llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador, un político apasionado por la historia, en los tiempos de Donald Trump en la Casa Blanca ha devuelto al primer plano internacional a los vecinos distantes. No es extraño.

Trump, como muchos en su país, no tiene dudas de que los “bad hombres”, los pobres, las drogas y la delincuencia vienen de México, por lo que la construcción de un muro en la frontera es casi una cuestión de higiene socio-racial. Ya en su campaña de 1980, Ronald Reagan, exgobernador de California, dijo que EEUU estaba perdiendo el control de sus fronteras. La paradoja de ello es que una nación de inmigrantes sospecha de quienes vienen de países demasiado cercanos.

Es hasta cierto punto lógico. En Who are we (2004), Samuel Huntington advirtió de que la “hispanización” era una amenaza casi subversiva para EEUU por lo que significa como “deconstrucción identitaria”. La tesis de Huntington planteaba con toda crudeza los problemas de la “mortalidad de las civilizaciones” y la decadencia de los imperios que provocan las invasiones bárbaras, una imagen que Trump explotó sin escrúpulos en 2016.

 

Al sur del río grande

López Obrador enmarcó las ceremonias oficiales de su inauguración presidencial con grandes retratos de los tres presidentes a los que tiene la legítima ambición de imitar: Benito Juárez (1857-1872), Francisco Madero (1911-1913) y Lázaro Cárdenas (1934-1940).

Enrique Krauze observa en Letras Libres que ningún otro presidente mexicano postuló su lugar en la historia antes de que la propia historia dictara su veredicto: “Pero López Obrador es distinto: es un presidente impregnado de historia”.

En otra paradoja, López Obrador apoyó, ya como presidente electo en un giro copernicano, la reforma del Nafta, el tratado de libre comercio de América del Norte, que negoció el gobierno de Enrique Peña Nieto. Con su entrada en el Nafta en 1994, México vino a reconocer el fracaso de su antiguo modelo de desarrollo económico. Y hasta el de su propio sistema político, que según Krauze había mantenido la continuidad –con rituales republicanos– de la concepción neotomista del poder absoluto.

El régimen de Porfirio Díaz (1876-1911) encarnó como pocos ese sistema piramidal rescatando los elementos patrimonialistas y despóticos de la monarquía hispánica combinándolos con los rasgos del caudillismo latinoamericano decimonónico y hasta de la sacralidad que rodeaba a los tlatoani, los emperadores aztecas.

A su vez, en el siglo XX los presidentes institucionales del PRI construyeron su propia pirámide: un sistema corporativo con la apariencia de democracia. Era una opción racional si México no quería convertirse en un protectorado de la República imperial. Así, el nacionalismo y la defensa de la identidad se convirtieron en la coartada ideal de un régimen autoritario en el que un aparato partidista se fusionó con el Estado.

 

La caída del sistema

En los años ochenta el modelo se encontró en un callejón sin salida. En 1984, EEUU, en un territorio cinco veces mayor y con una población tres veces más numerosa, tenía un PIB 23 veces mayor que el de México. Solo el condado de San Diego (California) era tan rico como Baja California, Sonora, Chihuahua, Cohauila, Nuevo León y Tamaulipas, los Estados mexicanos fronterizos. En 1982 el sector informal, que vive al margen de cualquier obligación fiscal, movía el 20% del PIB.

El salario mínimo de un jornalero mexicano representaba la remuneración media de una hora de trabajo asalariado del otro lado de la frontera. Las crisis de los años setenta y ochenta dejaron en evidencia las limitaciones de la autarquía económica y el agotamiento de un sistema político vertical y rígido.

 

La caída de los ídolos

El sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) inició la larga agonía del régimen priista, cuando ya tenía medio siglo. Él y sus sucesores, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, todos ellos exalumnos de universidades de la Ivy League, decidieron que ya era hora de quemar los viejos ídolos.

La integración en la economía mundial pasaba inevitablemente por el descubrimiento de su destino norteamericano. Cinco lustros después, los resultados están a la vista. Hoy el 70% de las inversiones extrajeras directas que recibe México provienen de EEUU, que absorbe el 80% de sus exportaciones.

El PIB de EEUU es actualmente solo 14 veces el de México, que se ha convertido en el primer exportador latinoamericano, muy por delante de Brasil, y el octavo del mundo. Su comercio exterior, que representaba el 39% del PIB en 1990, alcanzó el 61% en 2005 y el 70% en 2015. La inmigración clandestina a EEUU se ha reducido al mínimo y hoy es casi nula.

La penetración cultural, que iba del Norte al Sur como llevada por la fuerza de la gravedad, ha vuelto sus tornas. Películas mexicanas –o de tema mexicano– como Coco o Roma y el éxito de directores como Alfonso Cuarón, Guillermo Del Toro y Alejando González Iñárritu, compensan en algo el casi ubicuo retrato en Hollywood de los mexicanos como narcos sanguinarios.

Alain Rouquié, politólogo, latinoamericanista y exembajador de Francia en México y Brasil, traza en este libro, profusamente documentado y surgido de una larga y profunda familiaridad con el país, un magistral retrato de México en todas sus contradicciones: las de un país del Sur en América del Norte y la de su caótica –pero esperanzadora– modernización.