Mishra desoccidentalización
Autor: Pankaj Mishra
Editorial: Galaxia Gutenberg
Fecha: 2020
Lugar: Madrid

Mishra y la ‘desoccidentalización’ del mundo

Pankaj Mishra, uno de los intelectuales más influyentes de India, vuelve en su último libro, una colección de ensayos escritos entre 2008 y 2020, a sus obsesiones habituales: el imperialismo y el racismo, denunciando el narcisismo de los pensadores liberales de la ‘angloesfera’.
Luis Esteban G. Manrique
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La historia de China no ha mostrado nunca ningún tipo de desarrollo constructivo, así que no hace falta que nos ocupemos más de ella (…) India y China, por así decirlo, se encuentran fuera del curso de la historia mundial”. Friedrich Hegel (1820), citado por Pankaj Mishra en From the Ruins of Empire (2012)

 

La misma noche del asalto al Capitolio, Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, escribió en un tuit: “Nadie nos volverá a ver, respetar o temer del mismo modo. Si la era posamericana tiene una fecha de inicio, casi con toda certeza es hoy”. El 20 de enero de 1961, el día de su inauguración, John F. Kennedy prometió que Estados Unidos pagaría “cualquier precio, sobrellevaría cualquier carga” para asegurar la libertad en el mundo. Justo 60 años después, Joe Biden no pudo –ni quiso– comprometerse a tanto. Ya tenía suficiente tarea en casa.

“La era de la posguerra fría terminó el 6 de enero después de 30 años”, tuiteó Wolfgang Ischinger, presidente de la Conferencia de Seguridad de Múnich. Como el personaje de Rip Van Winkle en el cuento de 1819 de Washington Irving, después de cuatro años, EEUU se ha despertado de un largo sueño para descubrir que el mundo ha cambiado hasta hacerse irreconocible. Las imágenes de las turbas paseándose con banderas confederadas por los salones del Capitolio evocaron las del saqueo de Roma por los vándalos en el año 455, un espectáculo que nadie esperó ver en Washington. De un momento para otro, una nación supuestamente excepcional aparecía –trágicamente– vulgar.

A finales de 2019, de los 190 países del mundo, 128 ya comerciaban más con China que con EEUU. En noviembre pasado, Pekín firmó con 15 países de Asia y el Pacífico una asociación que creará una zona de libre comercio de 2.200 millones de personas y casi un tercio de la economía mundial. Un mes después, repitió la jugada firmando un ambicioso acuerdo de inversiones con la Unión Europea, ignorando el pedido de Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Biden, de retrasarlo. Ambos darán a China acceso preferencial a la mitad del comercio mundial.

Los imperios rara vez colapsan en un apocalipsis repentino. Sus declives suelen ser largos ocasos, como el de Roma. Lo cierto es que hay síntomas similares a los que precedieron al colapso de la república romana, un episodio histórico que, como recuerda Thomas E. Ricks en First Principles (2020), obsesionaba a los padres fundadores, a raíz de su devoción a los clásicos de la Antigüedad grecorromana.

Ante Trump, los republicanos capitularon, las grandes corporaciones aplaudieron y casi la mitad de los electores se aferraron al nuevo tribuno de la plebe y presunto salvador. En 1920, H. L. Mencken ya predijo que llegaría un punto en que la Casa Blanca aparecería “decorada con un absoluto imbécil”. En In the Shadows of the American Century (2017), Alfred McCoy recuerda que hasta los más poderosos imperios resultan a veces sorprendentemente frágiles, sobre todo cuando la causa de su declive no son los enemigos exteriores, sino sus propios instintos autodestructivos.

 

‘Damnatio memoriae’

En Roma, la “condena de la memoria” eliminaba las efigies de emperadores que incomodaban a los nuevos gobernantes. Tenían que ser olvidados. Los países occidentales han hecho algo similar con su pasado colonial, desvaneciéndolo de su memoria como por ensalmo, en un acto de amnesia voluntaria.

Al mismo tiempo, el proceso que la última Conferencia de Seguridad Múnich llamó “desoccidentalización” ha sembrado de dudas sus recuerdos. La profanación de estatuas de generales confederados, comerciantes de esclavos o reyes genocidas –Robert E. Lee, Leopoldo II, Edward Colston– busca liberar el pasado de su control, replanteándolo desde la perspectiva de los vencidos. El problema es que el imaginario imperial está inscrito en el código genético de las antiguas metrópolis. En La tyrannie de la pénitence (2012), Pascal Bruckner sostiene que la “patología masoquista” que se ha apoderado de Europa amenaza con paralizar la lucha contra las atrocidades actuales. La “autoflagelación”, denuncia, conduce a asumir un monopolio de la barbarie y una penitencia interminable a cuenta de crímenes de pasadas generaciones.

Desenterrar cadáveres significa desenterrar odios, aplicando la ley del talión siglos después: y todo para aplacar la “avidez de reconocimiento” de intelectuales cuya estrategia Bruckner describe como “la seducción mediante el insulto”.

Asumir el pasado nunca es fácil en países que han romantizado en extremo su historia. Durante los últimos días del imperio británico, el Foreign Office ordenó a los funcionarios coloniales destruir los documentos comprometedores, quemándolos o hundiéndolos en el mar, como mostró una investigación de 2012 de The Guardian.

La iconoclastia, como mostró el derribo de las estatuas de Lenin en la antigua Unión Soviética, es una terapia colectiva que siempre ha existido. En Octubre, su obra maestra sobre la revolución bolchevique, Seguéi Eisenstein muestra las imágenes de una multitud derribando una estatua ecuestre del zar Alejandro III.

La crítica al presentismo incide en que no se debe juzgar el pasado bajo el prisma de los valores actuales, dando por supuesto que esos valores eran inexistentes –o irrelevantes– en un momento determinado. Pero en muchos casos –la guerra de Argelia, la de Vietnam– se está hablando de episodios en los que los actuales códigos morales estaban ya vigentes. En la mayoría de los casos, no son los valores los que han cambiado, sino las relaciones de poder.

 

Anticolonialismo

En su Discours sur le colonialisme (1950), Aimé Cesaire escribió que los europeos trasladaron la brutalidad de la colonización de África a los campos de batalla de la Gran Guerra. El genocidio de los pueblos nama y herero en la actual Namibia (1904-07) por el ejército colonial alemán, el primero del siglo XX, fue un precursor del Holocausto. Unos 60.000 hereros que ya se habían rendido fueron asesinados por órdenes del general Lothar von Trotta y muchos otros murieron de hambre o deshidratados en el desierto de Omaheke en 1904.

La ocupación de las Filipinas (1898-1902) se cobró la vida de unos 200.000 civiles. No fue casual que 26 de los 30 generales que “pacificaron” el archipiélago fueran veteranos de las campañas de exterminio de pueblos nativos en su propio país.

El año pasado, Felipe, rey de los belgas, en el 60 aniversario de la independencia de República Democrática del Congo escribió una carta al presidente Félix Tshisedeki donde dijo “lamentar profundamente” el sufrimiento causado durante la colonización, la primera vez que un monarca europeo se acercó a algo parecido a las disculpas por el pasado imperial. En 1960, el rey Balduino dijo que Leopoldo II –quien entre 1885 y 1908 fue propietario real del Congo– actuó no como un conquistador, sino como un “civilizador”. Ahora, el Parlamento va a crear una comisión de “la verdad y la reconciliación” sobre la era colonial. Según los legisladores, el rey no pidió disculpas formales porque un gesto de ese tipo es un acto político que solo puede ser autorizado por el gobierno.

En 2012, Nantes inauguró un museo sobre el papel que jugó la ciudad en la trata de esclavos. Negreros franceses transportaron a unos 1,4 millones de los 12 millones que llegaron a las Américas. En 2017, como candidato, Emmanuel Macron dijo en Argel que la colonización francesa había sido un “crimen contra la humanidad”, una declaración que ha dicho no volverá a repetir. Entre 1954 y 1961, se estima que murieron un millón de argelinos y 25.000 soldados franceses.

En enero, Macron recibió un informe de 150 páginas que incluye una treintena de recomendaciones para la “preservación de la memoria”, una iniciativa similar a la de Jacques Chirac en 1995, cuando reconoció la responsabilidad del régimen de Vichy en la deportación de los judíos a los campos de exterminio nazis. El gesto de Macron no fue suficiente para cerrar la herida, sin embargo. Según la periodista franco-argelina Nabila Ramdani, a medida que se acerca el 60 aniversario de la independencia, Francia se ha propuesto dictar la “verdadera historia” para evadir su responsabilidad en los crímenes de guerra que se cometieron.

Nadie espera que Macron –o ningún otro presidente– presente excusas o se flagele en nombre de Francia. El primer ministro, Jean Castex, ha criticado a quienes lamentan el colonialismo francés porque es un sentimiento que se puede manipular para alentar el radicalismo islámico.

No es una mera cuestión de esclarecimiento histórico. La Universidad de Glasgow ya ha acordado pagar 20 millones de libras a la Universidad de la Indias Occidentales en reconocimiento de los beneficios que recibió por la trata de esclavos.

 

El heredero de Edward Said

En The Discovery of India (1946), Jawaharlal Nehru se preguntó qué Inglaterra había llegado a India: “¿La de Shakespeare o Milton o la de su salvaje código penal colonial?”. Pankaj Mishra, uno de los intelectuales más influyentes de India, al que The Economist considera heredero de Edward Said, es fiel a esa tradición crítica. Mishra dice ser un “hijastro de Occidente” que intenta contar la historia mundial desde la perspectiva del Sur. Su último libro, Fanáticos insulsos, reúne ensayos escritos entre 2008 y 2020 donde vuelve a sus obsesiones –el imperialismo, el racismo– recordando que el “siglo de paz”, como lo llamó John Mayard Keynes, que transcurrió entre el fin de las guerras napoleónicas y 1914, fue para el mundo colonizado por los europeos un siglo aciago de invasiones y subyugación.

En 18 ensayos de corrosiva prosa, Mishra denuncia el narcisismo de los pensadores liberales de la “angloesfera”, un “comentariado”, como escribe en Financial Times Edward Luce, lleno de egos desmesurados que Mishra se ha dedicado a desinflar con sentencias lapidarias construidas con la precisión de un orfebre, encontrando, invariablemente, dónde están enterrados los cadáveres. El autor, sin embargo, no es un iliberal. Sus objeciones se dirigen no tanto a la doctrina, sino a sus predicadores. John Stuart Mill defendió, por ejemplo, el despotismo como una forma legítima de gobierno de los “benandestinidsolo fue abolida enrn comemtaraido vique, árbaros”.

Los europeos, a fin de cuentas, según escribió V. S. Naipaul en A bend in the River (1979), buscaban oro y esclavos, pero con una diferencia: también querían presentarse como benefactores. El actual ascenso económico y tecnológico de India y China, según Mishra, indica que el dominio occidental parece haber sido uno más, sorprendentemente corto, en la larga historia de los imperios y la civilizaciones. En La decadencia de Occidente (1918, 1922), Oswald Spengler sostuvo que toda civilización es un “superorganismo” con una esperanza de vida limitada y un ciclo predecible, pronosticando que alrededor del año 2000, la civilización occidental entraría en un estado de “pre-extinción” que haría necesario el cesarismo.

Los mea culpa, sin embargo, no pueden ser unilaterales. La esclavitud solo fue abolida en Yemen y Arabia Saudí en 1962, y en Mauritania, en 1980, aunque aún subsiste de forma clandestina. Turquía no ha reconocido el genocidio armenio en 1915 y el de los asirios entre 1914 y 1923, ni Rusia se ha disculpado por la ocupación soviética de Europa del este o China por la conquista de Xinjiang.

En The Tablet, Bruckner señala que no hay naciones inocentes o pecadoras ni continentes angelicales, razas malditas o pueblos sacrosantos, sino democracias que reconocen y confiesan sus errores y dictaduras que buscan ocultar la verdad envolviéndose en el aura del victimismo.