POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 219

Mitos de construcción y destrucción

Tras medio siglo escrutando el pasado de EEUU a través de sus mitos, el historiador Richard Slotkin ha cerrado el círculo.
Felipe Sahagún
 | 

En su último libro, The Great Dis-Order, que vio la luz en marzo en Estados Unidos, el historiador y crítico Richard Slotkin sintetiza lo aprendido sobre la teoría del mito nacional y cómo los mitos construyen y/o destruyen la cultura que mantiene la unidad para explicar la polarización actual y las tensiones que desembocaron en el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, cuyas heridas están muy lejos de cicatrizar y pueden agravarse en las presidenciales de noviembre.


A Great Dis-order: National Myth and the Battle for America
Richard Slotkin
The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge MA, 2024
528 págs.


Habiendo estudiado por separado los mitos que, según el autor, han dado forma desde hace tres siglos al carácter y la nacionalidad estadounidenses –los mitos de la frontera, la fundación, la guerra civil (con tres variantes), la liberación (I Guerra Mundial), la buena guerra (II Guerra Mundial) y el movimiento (de derechos humanos) –, la idea de la que puede ser, a sus 82 años, su última gran obra, le vino de las imágenes de las violentas manifestaciones en Charlottesville, Virginia, en 2017.

El pasado abril, Donald Trump volvía a menospreciar en su red Truth Social la violencia desatada en Chalottesville como “cacahuetes”, comparada con las recientes manifestaciones en universidades de todo el país contra la intervención de Israel en Gaza. “Comprendí que la Guerra Civil seguía viva y que las banderas que portaban los manifestantes de ambos bandos eran realmente como los titulares de los mitos”, confesaba el autor en Public Books.

“Detrás de cada bandera estaba una versión de lo que EEUU supuestamente deben ser. Los que se oponían al desfile supremacista llevaban banderas estándar estadounidenses, banderas con el símbolo del Black Power y banderas arcoíris. Enfrente estaban las banderas de las barras y estrellas de la Confederación, la bandera Gadsden –amarilla con una serpiente que dice No me Pises, identificada hoy con la defensa de las armas de fuego– y banderas paramilitares de la derecha”.

Para Slotkin, estábamos ante una guerra de símbolos que esconden historias o versiones muy distintas y contradictorias de lo que Estados Unidos fueron y, desgraciadamente, siguen siendo: la de blancos y negros, la Unión y la Confederación, la Roja y la Azul.

Hay mitos constructivos, integradores, y mitos destructivos. A pesar del esfuerzo de Slotkin por encontrar una idea unificadora, no la encuentra y en la tercera parte del libro, dedicada a las disrupciones más graves de los EEUU desde 1990, la explicación mitológica resulta insuficiente sin tener en cuenta la ideología, la economía y otros factores.

En el 6-J, cuando los autoproclamados patriotas causaron estragos en el Capitolio con banderas confederadas e invocaciones al legado de 1776, el autor ve la confirmación de la urgente necesidad de una nueva mitología nacional. Los mitos no se inventan de la noche a la mañana. Nacen y crecen durante generaciones en libros de texto, música, cine, periódicos, publicidad, tertulias, sermones de iglesia, discursos políticos, ficción popular… y acaban formando el recuerdo de nuestra historia.

Lo más importante, para Slotkin, es que también permiten convertir las historias en “un instrumento de poder político” y, en cualquier crisis grave como la que vive desde hace años EEUU, “buscamos como acto reflejo cultural en nuestros archivos de la memoria, en nuestro vocabulario de mitos, analogías que ayuden a interpretar el presente y precedentes para responder con éxito, incluso con heroísmo”.

Su conclusión es que, mientras Trump y los seguidores del movimiento MAGA (Make America Great Again) han recurrido a la hostilidad inspirada en el mito de la frontera contra el Gobierno federal y a los símbolos de la Confederación para defender una definición exclusiva de la nacionalidad estadounidense, la América Azul, heredera de los movimientos de protesta de los 60, sueña con un país plural, donde el gobierno federal es el último garante de derechos y libertades. “No está claro por ahora qué visión prevalecerá”, escribe.