Un hombre camina sobre escombros por lo que un día fue una calle. A ambos lados, edificios destruidos como si les hubiera pasado por encima una apisonadora gigante. Las escasas columnas y parapetos que aún permanecen en pie amenazan con desmoronarse al primer soplo de viento. No se oyen los gritos de dolor de los atrapados bajo las ruinas, pero las toneladas de polvo que tiñen de gris esta fotografía de Gaza trasmiten toda la desolación que ha dejado la represalia israelí por el atentado terrorista de Hamás el 7 de octubre del año pasado. No hay vida y sin ella, tampoco esperanza en ese enclave, una de las tres piezas del puzle, junto a Cisjordania y Jerusalén Oriental, que a estas alturas del siglo XXI debieran haber encajado en un Estado palestino independiente según los Acuerdos de Oslo.
La guerra en Gaza nos recuerda que los conflictos no desaparecen porque se congelen o ignoren. Israel, que ocupaba dicho territorio desde la guerra de 1967, decidió retirarse de allí en 2005 y bloquearlo militarmente dos años después, a raíz de que el Movimiento de Resistencia Islámica (que es lo que significa el acrónimo árabe Hamás) se hiciera con el poder. Desde entonces, sus habitantes (hoy estimados en 2,3 millones) quedaron atrapados en los 365 kilómetros cuadrados que se extienden en una franja de arena entre el suroeste de Israel y el mar Mediterráneo, la Franja. A raíz de los intensos bombardeos que han matado a más de 30.000 gazatíes (cuatro quintas partes niños y mujeres), el 85% de la población se ha visto obligado a abandonar sus hogares, según la ONU. Quienes han logrado escapar con vida se apretujan a la intemperie en un espacio menguante junto a la frontera con Egipto, sin agua potable, alimentos, abrigo, servicios…

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