Estados Unidos ha apretado los botones de reset (reiniciar) y rethink (repensar) en su relación con China. Ya no se habla de compromisos entre los dos países. Han desaparecido los debates sobre un G2 en el que EEUU y China responden juntos a retos y moldean las normas e instituciones de la gobernanza global. Incluso el cacareado –aunque unilateral– acercamiento entre el presidente Donald Trump y su homólogo Xi Jinping parece haberse enfriado: a finales de septiembre de 2018, Trump comentó que Xi “tal vez ya no siga siendo mi amigo…”.
Las conversaciones sobre China en Washington giran en torno al reto –incluso la amenaza– que representa para EEUU. En palabras del exsecretario del Tesoro Hank Paulson, durante una conferencia Bloomberg celebrada en Singapur en noviembre de 2018, “China es vista de forma creciente [dentro del establishment de la política exterior estadounidense] no ya como un reto estratégico para América, sino como un país cuyo auge ha sido a nuestra costa”. En su famosa comparecencia ante el Congreso a principios de 2018, el director del FBI, Christopher Wray, declaró que “una de las cosas que estamos intentando hacer es entender la amenaza china no ya en términos del conjunto de su gobierno, sino del conjunto de su sociedad”. En Washington ya no se percibe a China como una simple amenaza bilateral, sino que se considera una amenaza más amplia a las normas que subyacen al orden liberal internacional: sociedades y mercados abiertos, así como el Estado de Derecho.
El resultado es un esfuerzo frenético por llegar a una nueva estrategia que atienda este reto emergente. La Casa Blanca defiende un tipo de prioridades, en tanto que la burocracia de la política exterior estadounidense persigue otras y el Congreso presenta una avalancha de iniciativas, regulaciones y leyes propias. En algunas ocasiones…

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