POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 53

Irán celebra el 42 ° aniversario de la victoria de la Revolución Islámica en medio del brote de COVID-19, en febrero de 2021. MORTEZA NIKOUBAZ. GETTY

Revolución latente en Teherán

Casi una generación después de que su revolución islámica remodelara la política de Oriente Próximo, Irán ha llegado a un punto crítico. Pese a todos sus problemas internacionales, su principal desafío es interno.
Robin Wright
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Irán ha llegado a un punto crítico casi una generación después de que su revolución islámica cambiara por completo la faz política de Oriente Próximo. Se juega su supervivencia como única teocracia moderna del mundo. Las apuestas están en contra de Teherán y no por la política exterior de Estados Unidos. De hecho, los últimos proyectos del Congreso y las sanciones de la Casa Blanca han servido, una vez más, de nexo de unión en torno al cual se movilizan las pasiones nacionalistas de esta sociedad milenaria y ferozmente orgullosa.

Muchos de los problemas de Irán desde la revolución de 1979 provienen de las tensiones mantenidas con el exterior: las sanciones económicas impuestas por el mundo occidental después del asalto a la embajada norteamericana en 1979; la invasión de Irak en 1980 y los ocho años siguientes de guerra; el desprecio de los líderes árabes por sus hermanos persas; y el aislamiento impuesto por EE UU, la potencia política más importante del mundo y, para un país productor de petróleo, el mercado más importante. La mayoría de estos problemas persisten. Sus considerables recursos naturales y sus petrodólares siguen abriendo a Teherán las puertas de casi todos los rincones del mundo, pero debido a su pasado de tácticas y objetivos extremistas no puede contar con ningún país como aliado. Sin embargo, el verdadero reto al que se enfrenta la república islámica a mediados de los años noventa es interno. La revolución está a punto de estallar dentro del país.

A diferencia del dramático levantamiento que derrocó al sah Mohamed Reza Pahlevi del Trono del Pavo Real y puso punto final a un sistema monárquico de 2.600 años de antigüedad, el actual proceso es gradual. Aún no se puede predecir cuándo se alcanzará el clímax y no tiene por qué significar una destrucción total del sistema. No obstante, los problemas son tan básicos y están tan extendidos que el régimen islámico no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir a largo plazo bajo el sistema económico y político establecido a raíz de la revolución de 1979. Al igual que la Unión Soviética, Irán no puede literalmente permitirse soportar por más tiempo su ideología. Ha llegado a un punto en que tiene que cambiar, en uno u otro sentido.

 

Rabia, disensión y nuevas ideas

Los indicios de decadencia presentan múltiples caras. En una era en la que el poder se basa cada vez más en la fuerza económica, en lugar del poderío militar, los problemas más acuciantes a los que Irán se enfrenta son económicos. El primero se centra en el petróleo, específicamente en la caída de los precios y en el aumento de los costes de explotación.

El quid de la cuestión radica en que los ingresos de los petrodólares se han reducido casi a un tercio de lo que suponían antes de la revolución. La industria petrolífera iraní, que lleva casi dos décadas sin modernizarse, necesita imperiosamente una renovación. Si no se toma ninguna medida al respecto de aquí a cinco años, Teherán se enfrentará a la perspectiva de una caída de su producción. En el peor de los casos, Irán, en la actualidad segundo productor de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), podría convertirse en el próximo cuarto de siglo en un importador, si no moderniza su equipamiento cuanto antes. Aunque poco probable, esta predicción realizada por diplomáticos occidentales y analistas del sector pone de manifiesto la vulnerabilidad potencial a largo plazo de la principal fuente de ingresos iraní.

 

«La espiral bajista experimentada por los precios del petróleo desde mediados de los años ochenta ha provocado, a su vez, repetidos déficit presupuestarios»

 

La crisis del petróleo refleja el enorme desgaste de las infraestructuras de Irán. En los primeros dieciocho meses de revolución, el régimen empleó la riqueza obtenida del petróleo para modernizar los sectores pobres y algunas zonas del país que no habían cambiado en siglos. La Yihad Constructora llevó electricidad, agua corriente y escuelas a cien- tos de miles de iraníes. Pero, coincidiendo con la invasión de Irak, este esfuerzo se paró en seco. La república islámica desvió miles de millones a la guerra con Irak (1980-88) y al rearme posterior, ya que en ella se perdió casi el cuarenta por cien del arsenal nacional. El ejército de Irak sigue estando más y mejor armado, incluso después del devastador castigo de la operación “Tormenta del Desierto”, y Bagdad ha eludido en varias ocasiones un compromiso formal de paz con Teherán, por lo que los teócratas actualmente en el poder siguen sintiéndose vulnerables. Con los ingresos del petróleo engullidos por el ejército durante los últimos diecisiete años, la industria y el desarrollo del país se han quedado estancados. Dos terceras partes de las fábricas iraníes trabajan con limitaciones debido a la escasez crónica de materias primas y a la necesidad de repuestos y nuevo equipamiento.

La espiral bajista experimentada por los precios del petróleo desde mediados de los años ochenta ha provocado, a su vez, repetidos déficit presupuestarios: el del año islámico que finalizó en marzo de 1994 alcanzó el veinte por cien. Irán se enfrenta también a una deuda incontrolada desde que iniciara en la posguerra una desenfrenada carrera importadora, en la que ha invertido miles de millones de dólares para adquirir bienes de consumo con objeto de aplacar a una población cansada de conflictos. Ha sido una estrategia cara. Uno de los logros de la revolución del que los mulás se vanagloriaban era haber liquidado los 8.400 millones de dólares de deuda del sah y haberse librado de los acreedores occidentales. En 1990, Irán seguía sin deber prácticamente nada, pero ahora se calcula que su deuda externa ha llegado a los 33.000 millones de dólares. Al menos una cuarta parte de los ingresos del petróleo de este año se destinará a pagar la deuda externa.

El segundo problema se centra en la población y su pobreza. Según las estadísticas, la población se ha doblado prácticamente en diecisiete años, pasando de 34 a 64,7 millones de habitantes. En este mismo período, los ingresos procedentes del petróleo se han reducido en casi dos tercios. El crecimiento de la población está socavando aún más los recursos de una ya frágil infraestructura. El número de niños escolarizados en primaria se ha triplicado desde la revolución, de siete millones ha pasado a más de diecinueve, obligando a que las escuelas tengan dobles y hasta triples turnos. A pesar de poseer grandes extensiones agrícolas, Irán importa cada vez más alimentos básicos. Todavía más costosas resultan las subvenciones, directas e indirectas, para alimentos y combustible que absorben más de 6.000 millones de dólares anuales, casi la mitad de los ingresos del país.

El iraní medio se ha visto particularmente castigado desde que, tras la guerra, Teherán reflotó su artificialmente sobrevalorada moneda. El dólar, cuya cotización oficial estuvo estancada durante una década en setenta riales, se disparó a más de 3.000 a mediados de los años noventa. El resultado fue una subida del precio de casi todos los bienes de consumo, mientras que los ingresos se han reducido a menos de la mitad de lo que eran antes de la revolución. La inflación anual de los productos básicos oscila ahora entre el cuarenta y el doscientos por cien.

 

«La Cámara de Comercio de Irán reconoce que el cuarenta por cien de los habitantes del país vive por debajo del límite de la pobreza, o ligeramente por encima»

 

El sistema económico está al límite. La tasa de desempleo alcanza el treinta por cien; economistas y diplomáticos de Teherán calculan que el 75 por cien de los que trabajan es empleo sumergido. Desde principios de los años noventa, la subida de los costes empresariales unida al des- censo de los ingresos, ha hecho que numerosos profesionales, desde abogados hasta arquitectos, hayan cerrado sus negocios y trabajen ahora en sus casas. Muchos otros se han visto obligados a coger un segundo empleo. En 1993, un accidente de avión de Iran Air, en el que murieron 132 personas, provocó una avalancha de cartas en toda la prensa de Teherán que culpaba de la catástrofe a los problemas económicos que forzaban a los controladores aéreos a pluriemplearse como taxistas para poder llegar a fin de mes. En 1995, muchos iraníes han tenido que buscar un tercer trabajo. La Cámara de Comercio de Irán reconoce que el cuarenta por cien de los habitantes del país vive por debajo del límite de la pobreza, o ligeramente por encima; los diplomáticos sitúan esta cifra cerca del sesenta por cien.

Teherán, que según algunos cálculos cuenta con más de doce millones de residentes, es un buen ejemplo de esta crisis. Se ha convertido em una de las ciudades más superpobladas y contaminadas del planeta, y con la llegada de los refugiados de guerra y de la inmigración rural, es cada vez más pobre. A pesar de la dureza del código penal islámico, la delincuencia se ha disparado; incluso los diplomáticos la han padecido en sus custodiadas residencias.

Un tercer problema, difícil de calcular pero en pleno auge, es el de la corrupción y la mala gestión de los recursos. Ambas han obstaculizado los esfuerzos realizados para liberalizar y privatizar la economía. Los iraníes de todas las capas sociales se quejan de que las prebendas están mucho más extendidas que en tiempos de la monarquía, tanto en el sec- tor público como en el privado. Otro problema relacionado con éste es la red de fundaciones en cuyas manos se halla actualmente la mayor parte de la riqueza del país. Las más importantes, que reparten un poco de todo, desde comida a becas escolares, y que controlan grandes empresas y negocios, se han convertido en feudos privados que escapan frecuentemente al control del gobierno.

El problema de fondo es que la inmensa mayoría de la población iraní vive mucho peor después de diecisiete años de gobierno teocrático que en la época del sah. Muchos de los más ardientes defensores del régimen creen que el liderazgo islámico se ha olvidado de ellos. Tres grupos vitales para la supervivencia del régimen —los jóvenes, la clase media y los mostazafin (oprimidos en cuyo nombre se hizo la revolución)— le han vuelto la espalda. El paro entre los jóvenes de quince a veinticuatro años, por ejemplo, es el doble de la media nacional y no hay que olvidar que el setenta por cien de la población tiene menos de veinticinco años y la mitad menos de quince. Puede que los mulás se arrepientan de su decisión de reducir la edad para votar a los quince años. Otro pilar de la sociedad iraní cada vez más marginado es el bazaar, término vago que se aplica a la clase mercantil tradicional. Su decisión de ir a la huelga fue un hecho decisivo para la cal da del sah. Las relaciones entre los bazaaris y el régimen también se tambalean por las mismas razones ya expuestas: puede que los mulás se estén enriqueciendo, pero no es el caso de muchos bazaaris. Estos han sido tradicionalmente religiosos, pero los costes de la revolución han recortado o paralizado sus márgenes de beneficios. Las nuevas restricciones implantadas en 1995 que limitan el acceso a las divisas para la importación de materias primas y que exigen que los beneficios obtenidos de las exportaciones en el extranjero tengan que ingresarse en Irán, han hecho aumentar la tensión. El desencanto de la población es visible. Desde 1992 estallan revueltas esporádicas en las principales ciudades: Teherán, Mashhad, Shiraz, Qazvin o Arak. Miles de personas se han visto envueltas en disturbios provocados por el aumento de los precios y la escasez de viviendas, dos importantes focos de descontento que no se han logrado apagar. La violencia, sin embargo, sigue siendo poco frecuente.

Más contundentes han sido las atrevidas y acerbas críticas de los dos últimos años por parte de una serie de personajes públicos de elevada posición social o respetados en el país, pertenecientes a todos los ámbitos, desde las artes al militar. Por ejemplo, el azizolá Amir Rahimi, un ex general que apoyó al ayatolá Ruholá Jomeini y que dirigió la policía militar tras la revolución, acusaba a los clérigos, en una carta que circuló privadamente (y que con posterioridad se difundió en Irán a través de las emisoras de radio extranjeras) de ser los responsables de la miseria del país. “La nación está empobrecida y el país está a punto de estallar”, escribía en 1994. Por esas fechas, un grupo de 134 escritores y editores publicaba una carta abierta en la que reclamaban el fin de las intimidaciones y de la censura. En junio de 1995, 214 actores y directores pidieron al régimen que pusiera fin a las “férreas normativas y complicados métodos de supervisión” que lo controlan todo, desde los guiones a la producción.

En medio de este ambiente de críticas, han surgido ideas nuevas que amenazan aún más al régimen. Abdol Karim Sorush, el filósofo iraní más importante del momento y uno de los primeros defensores de la revolución, se ha convertido en el centro de un nuevo movimiento que intenta reconciliar islam y democracia. En una serie de ensayos y libros publicados desde 1991, Sorush afirma que el islam no debe utilizarse como una ideología moderna, porque tiene demasiadas posibilidades de convertirse en totalitaria. La alternativa sería una democracia islámica, no impuesta desde arriba, sino elegida por la mayoría del pueblo, tanto por los creyentes como por los que no lo son. También defiende que el clero no debería gozar de más privilegios que el resto de la gente y que los mulás no tienen un derecho prioritario para gobernar. Afirma que el secularismo no es el enemigo o el rival de la religión, sino su complemento. Sorush tiene tantos seguidores que ahora los dirigentes más importantes del país atacan abiertamente sus ideas en sus discursos públicos. El año pasado, en la conmemoración anual del asalto a la embajada norteamericana, el ayatolá Ali Jamenei, sucesor de Jomeini, dedicó tanto tiempo a condenar los escritos de Sorush como a acusar a EE UU e Israel.

La rabia, la disidencia y las nuevas ideas no son exclusivas de la elite o de los intelectuales. Los taxistas de Teherán se niegan a llevar a los religiosos, e incluso algunos se pasan expresivamente el dedo por el cuello cuando les ven para mostrar su desdén. Los chistes sobre los mulás aumentan y son cada vez más irreverentes.

 

De la destrucción a la reconstrucción

El régimen no ignora este creciente descontento. El presidente Alí Akbar Hachemí Rafsanyani ha intentado solucionar los problemas económicos y el malestar social. En efecto, su liderazgo difiere mucho de la década de Jomeini. El período comprendido entre el retorno triunfal del imán en 1979 y su fallecimiento en 1989 representa la destrucción de la monarquía, de las influencias “occidentóxicas” que envenenaban todo, desde la educación al mundo de los negocios, pasando por la moda, del equilibrio de poder regional y de las tradicionales alianzas económicas y diplomáticas.

La era Rafsanyani, por el contrario, está marcada por un afán de reconstruirlo todo, desde los daños físicos y psicológicos ocasionados por la guerra con Irak, a la maltrecha economía. Cuando fue elegido presidente, un mes después de la muerte de Jomeini, a mediados de 1989, Rafsanyani no quiso limitarse a continuar: en ciertas áreas clave intentó cambiar el curso de las cosas. Era consciente de que la pasión original que alimentó la revolución había muerto mucho antes que el propio imán.

En su primer mandato, las medidas más destacadas adoptadas por Rafsanyani fueron económicas. Conforme los regímenes comunistas de Europa del Este y los antiguos dictadores de América La tina y África se movían para liberalizar sus mercados, Irán iniciaba también importantes reformas. Rafsanyani, hijo de un agricultor y empresario de pistachos, es un mulá de libre mercado que intentó potenciar el sector privado y recortar las subvenciones.

Bajo su gestión, varias empresas nacionalizadas tras la revolución han vuelto a privatizarse. La Bolsa, impulsada por el sah, ha revivido; algunos clérigos se han convertido en inversores. Las leyes que regulan las inversiones extranjeras se han ido modificando poco a poco hasta el punto de que ahora son más favorables para los extranjeros de lo que eran con la monarquía. En los puestos económicos clave, Rafsanyani ha sustituido a los religiosos o a sus seguidores por tecnócratas educados en Occidente. Teherán ha vuelto a obtener créditos de Occidente y a pedir millones, incluso a países que en su día condenó, así como al Banco Mundial.

Pero donde el cambio radical de política se hace más patente es en materia de crecimiento de la población. A principios de los años ochenta, los mulás hicieron un llamamiento a las mujeres iraníes para que criaran una generación islámica y ellas accedieron. A principios de los años noventa, el gobierno lanzó una campaña masiva que movilizó a miles de mujeres para ir de casa en casa promoviendo el control de la natalidad. Las clínicas ofrecían ligaduras de trompas, vasectomías, píldoras anticonceptivas y condones de forma gratuita. Las subvenciones para alimentos y otros bienes de primera necesidad se recortan a partir del tercer hijo. Un distinguido mulá llegó incluso a publicar una fatwa (decreto religioso) en la que pedía que se redujera el número de hijos por familia. La tasa de fertilidad de Irán ha bajado de siete nacimientos por mujer en 1986 a 3,6 en 1993, casi la mitad de la existente antes de la revolución. Los progresos de Irán en materia de planificación familiar han sido reconocidos hasta por la organización Population Action International, con sede en EE UU.

En los inicios del primer mandato presidencial de cuatro años de Rafsanyani, el curso de los acontecimientos internos se relajó considerablemente. La música de Beethoven y Mozart volvió a es cucharse en las salas de conciertos de Teherán, mientras que en sus escenarios volví- an a representarse obras de Antón Chéjov y Arthur Miller. El ajedrez, prohibido por ser un juego, se autorizó de nuevo, y empezaron a verse otra vez discretas tonalidades de esmaltes de uñas y ropas islámicas más modernas. La industria cinematográfica abandonó las cuestiones bélicas y revolucionarias para producir historias de amor y aventuras. Revistas y periódicos, incluidas las publicaciones críticas con el gobierno, proliferaron de nuevo. Muchos de los excesos que acompañaron a los primeros tiempos de la revolución fueron revisados. Hasta se puso freno a las actividades de los comités de barrio cuando se fundieron con las fuerzas policiales. Los comités habían estado controlando la conducta moral empleando para ello medios que iban desde vigilar los lugares públicos a rebuscar en las basuras para encontrar botellas de licores prohibidos, pasando por controlar los coches de las parejas solteras en improvisados controles de carretera.

Rafsanyani ha intentado también mejorar sus relaciones con el exterior. Para empezar, trató de arreglar las diferencias con los árabes del golfo Pérsico, especialmente con Arabia Saudí, que se había decantado por Irak durante los años de la guerra (1980-88). Tras la invasión de Kuwait por parte de Bagdad en 1990, el gobierno de Rafsanyani llegó a un acuerdo de hecho con la coalición liderada por EE W, por el que Irán se comprometía a no poner trabas a la operación “Tormenta del Desierto”, y Teherán capturó más de cien aviones militares y civiles iraquíes enviados a territorio iraní para mayor seguridad. Además, Rafsanyani intervino personalmente para intentar liberar a los últimos rehenes norteamericanos y europeos que las milicias pro-Irán retenían en Líbano.

A principios de los años noventa, la revolución parecía haberse apaciguado. Rafsanyani representaba a los clérigos que, sin haber dirigido un país en los trece siglos de islamismo, aprendieron durante la difícil década de Jomeini las exigencias de un Estado.

Tras la liberación de los rehenes, una respuesta a la promesa del presidente George Bush de que “la buena voluntad engendra buena voluntad”, muchos en Teherán, incluidos los funcionarios, llegaron a pensar que el acercamiento al “gran satán” estaba a la vuelta de la esquina. Pensaron que renovar las relaciones con Estados Unidos, aunque fuera gradualmente, sería una bendición psicológica para la economía y la moral pública.

Pero algunos de los pasos de Rafsanyani hacia la liberalización con- tribuyeron a su perdición. En un intento de frenar a los políticos intransigentes y desarrollar nuevas opciones en la política interior y exterior, orquestó el equivalente a una purga. Manipuló las elecciones parlamentarias de 1992 para que los extremistas más conocidos, entre ellos el mentor de los estudiantes que habían tomado la embajada norteamericana y un ex embajador en Siria relacionado con los bombardeos contra las instalaciones diplomáticas y militares en Líbano, fuesen eliminados de las listas de candidatos o se enfrentasen a serias desventajas a la hora de presentar su candidatura. Un nuevo sistema de veto consideró a muchos candidatos, incluidos algunos que ya ostentaban el cargo, como no cualificados para presentarse. La mayor parte de los revolucionarios militantes fue expulsada del poder.

Pero los intentos por parte de Rafsanyani de marginar a los radica- les sólo sirvieron para que surgiera otro desafío más. En su lugar llegó un nuevo grupo de conservadores sociales que pusieron freno a los esfuerzos de reforma del presidente. La versión iraní de la terapia de choque se abandonó temporalmente y se restablecieron muchos subsidios. El nuevo parlamento o Majlis, presidido por Ali Akbar Nateq-Nuri cambió de orientación.

 

«Las diferentes divisiones reflejan la fragmentación cada vez mayor en el seno del gobierno islámico»

 

En su día núcleo de la revolución, especialmente cuando Rafsanyani era su presidente en los años ochenta, el Majlis no ha aprobado ninguna legislación importante o decisiva entre 1992 y 1996. En vez de eso, se ha distraído con asuntos secundarios como el impacto de las antenas parabólicas y los vídeos en las costumbres sociales. En 1995, a pesar de la oposición de Rafsanyani, el Majlis declaró ilegales las antenas parabólicas. En 1993, el Majlis consintió en permitir la importación y distribución de vídeos “islámicamente correctos”, pero también dejaba a los distribuidores de vídeos pornográficos expuestos a la pena de muerte en caso de que repitiesen condena.

Las diferentes divisiones reflejan la fragmentación cada vez mayor en el seno del gobierno islámico. A pesar del escepticismo aparente sobre moderados o militantes, en la década pasada surgió un amplio espectro de creencias en la política iraní. Esto también ha llevado a graves puntos muertos. Irónicamente, en los últimos tres años el programa reformista de Rafisanyani, el político más hábil de Irán, ha sido obstruido por un Parlamento conservador y agresivo que le ha obligado a luchar por su vida política. Como consecuencia, durante su segundo mandato ha habido poco movimiento y, por lo general, la presidencia de Rafsanyani no ha dado paso a la prevista era de normalidad o progreso en las relaciones del régimen con sus votantes o con el mundo exterior.

 

El desafio político

Las voces de la revolución también están cambiando ya que otros políticos que tienen sus propios programas han ido ahogando cada vez más a Rafsanyani. Destacan especialmente tres. El ayatolá Jamenei, ex presidente (antes de que se estableciese una presidencia ejecutiva en 1989) que subió de categoría rápidamente en 1989 para suceder al ayatolá Jomeini. Desde entonces, ha luchado para demostrar sus credenciales ampliamente cuestionadas tanto de guía supremo de Irán como de líder del mundo chií. Aunque es un político menos adepto que se mantuvo tradicionalmente en un segundo plano respecto a Rafsanyani, en los últimos años Jamenei ha manifestado puntos de vista atrevidos e intransigentes para establecer su identidad y su base de poder. El presidente del Parlamento, Nateq-Nuri, es un conservador ambicioso y xenófobo que todavía utiliza la primitiva retórica de la revolución. Ya ha lanzado una dura campaña para suceder a Rafsanyani cuando el segundo y último mandato del presidente acabe el año que viene. El ayatolá Ahmad Janati es un miembro veterano y sin pelos en la lengua del Consejo de Guardianes que con su agresiva actividad política parece decidido a que el clero mantenga su control del gobierno y a impedir que se comprometa la revolución en ningún sentido.

La tensión entre varias ramas y miembros del gobierno refleja el desafío político más amplio al que se enfrenta la república islámica. A pesar de todas sus faltas, la revolución de Irán empezó con una apariencia democrática y hay que subrayar lo de apariencia. Elementos dispares de la derecha islámica y la izquierda socialista se unieron a muchos grupos intermedios para poner fin a más de dos milenios de régimen dinástico; no pocos querían mayor control de su vida. Incluso después de que los seguidores de Jomeini controlasen la revolución, la nueva Constitución fue republicana. Los principales grupos religiosos, entre ellos los judíos, diversas sectas cristianas y fieles de Zoroastro estaban representados en el Parlamento. La única excepción ha sido la fe Baha’i que está excluida y a cuyos miembros se persigue a menudo porque se les considera herejes y porque muchos fueron empleados de la monarquía (debido a su elevado nivel de educación). Por difícil que resulte creerlo, puede que la historia considere retrospectivamente la revolución de Irán como precursora de la lucha por reconciliar democracia e islam en Oriente Próximo.

 

«La Constitución de Irán prevé la existencia de partidos políticos pero en la práctica el gobierno los excluye»

 

Sin embargo, en los últimos diecisiete años, el sistema islámico ha sido manipulado y corrompido de forma que se desvía peligrosamente de su forma original y de cualquier parecido con la democracia. Por ejemplo, en la primera vuelta de las elecciones parlamentarias de marzo de 1996, un 44 por cien de los 5.121 candidatos que se registraron para presentarse fueron descalificados por un consejo religioso. Los funcionarios afirman que sólo se prohibió presentarse a los vinculados a grupos de la oposición que habían sido declarados ilegales, a los analfabetos o a los drogadictos pero, en realidad, la política es la que regula el sistema.

La Constitución de Irán prevé la existencia de partidos políticos pero en la práctica el gobierno los excluye. Este año, los funcionarios electorales prohibieron presentarse a la mayoría de los quince miembros de una coalición formada por el Movimiento Libertad (un grupo de islamistas liberales encabezado por un ex ministro de Asuntos Exteriores que dimitió tras la toma de la embajada norteamericana), nacionalistas del Frente Nacional e independientes. Las cartas de rechazo nunca especificaban por qué eran excluidos. Las fuerzas de seguridad interrumpieron una conferencia de prensa que había organizado la coalición para comunicar su retirada. Un observador de los derechos humanos en Oriente Próximo afirmó después de un viaje por Irán a principios de 1996: “Las elecciones parlamentarias podrían representar una verdadera competición por el poder en el sistema político de Irán pero sólo si se levantasen las prohibiciones sobre los candidatos y otras restricciones a la vida política”.

También se han pasado por alto, violado o reescrito flagrantemente otras garantías constitucionales. El derecho a la libertad de expresión fue socavado por una ley posterior que exigía a la prensa “imponer el bien y prohibir el mal”. También ha vuelto la conducta represiva mediante un sutil hostigamiento o una acción clara. Desde enero de 1995, se ha ordenado el cierre de por lo menos siete publicaciones; otras dejaron de editarse después de que se suspendieran las subvenciones del gobierno para papel. Varios periodistas han sido acusados o encarcelados por acciones que se reducen a ofender al islam.

En los últimos años, vigilantes vinculados a facciones políticas o religiosas han atacado a individuos o grupos que se atreven a poner en duda el régimen. El año pasado, en dos ocasiones, vigilantes hizbollahi (en favor del régimen) dieron una paliza a Sorush en las aulas de la universidad y le obligaron a huir. Muchos de los 134 escritores que pidieron el fin de la censura recibieron amenazas de muerte. En 1994, el conocido escritor Alí Akbar Saidi Sirjani murió misteriosamente durante su arresto, ordenado por escribir unos ensayos satíricos que ponían en tela de juicio el régimen; se dice que su viuda se encuentra en la miseria ya que el gobierno congeló sus cuentas bancarias. Rahimi fue detenido después de que su carta fuese emitida en la BBC y La Voz de América, aunque el pretexto para su detención fue una supuesta adicción al opio. El gobierno de Dios ha declarado efectivamente su monopolio de la verdad. Y los intentos de apertura de finales de los años ochenta y principios de los noventa han terminado.

La represión y brutalidad cada vez mayores mezcladas con la persistente sensación de misión perdida han costado al régimen gran parte de su legitimidad. Las dificultades y represiones duran te la primera década de la revolución tenían la tapadera de una reñida guerra; ahora no hay excusas creíbles. Algunos iraníes que en su día se opusieron a la monarquía hablan ahora con nostalgia de los días del sah, aunque no de la dinastía Pahlevi. Por el contrario, desean volver a tener una sociedad polifacética y un Estado respetado; los iraníes con orgullo odian que el mundo exterior les considere parias y terroristas.

Estos sentimientos van más allá de la población laica. La república islámica nunca contó con el apoyo de muchos mulás; como el fracaso del sistema amenaza con dar mala fama al islam, parece ser que está creciendo el descontento y la disidencia entre los mulás. El debate más dinámico y polémico en Teherán es ahora el de si los clérigos deberían o no regresar a los seminarios y a su papel original como intérpretes de la palabra de Dios. La otra cara de la moneda es si se debería ceder la gestión del Estado a los tecnócratas. Aunque no existen sondeos de opinión, varios indicios —desde los debates entre clérigos jóvenes o en los seminarios hasta las discusiones de los parlamentarios— sugieren que hay un gran número de clérigos que piensa que es hora de salir del gobierno.

 

Opciones políticas para EE UU

En cierto modo, la revolución islámica de Irán estaba prácticamente destinada a la caída desde el principio. La utilización de la religión por parte del régimen como lenguaje político elevó las expectativas a unas alturas utópicas que ningún Estado, y mucho menos un país en vías de desarrollo —aunque tenga petróleo— podría nunca confiar en lograr. Además de esta vulnerabilidad inherente, los diversos grupos que apoyaron a la revolución tenían visiones diferentes del Irán posterior al sah. La unidad iraní ha sido una ilusión desde el momento mismo en que una sola de estas visiones accedió al poder por la fuerza. Y, desde entonces, el círculo de mulás que en su día se agruparon en torno a Jomeini se ha dividido profundamente: los políticos-clérigos resultan ser iguales que sus homólogos seculares. Cualquier impresión de solidaridad es en gran medida producto de los desafíos de agentes regionales e internacionales, que han permitido a los teócratas culpar a terceros o apelar al orgullo nacional. El último de estos desafíos es la petición del presidente de la Cámara de Representantes de EE UU, Newt Gingrich, de emplear veinte millones de dólares en un programa norteamericano de espionaje para derrocar al régimen: una idea condenada al fracaso desde el principio. Prácticamente ninguna acción abierta o encubierta, salvo una invasión militar en toda regla, tiene posibilidades de éxito. Incluso los iraníes descontentos con este régimen no quieren que los extranjeros influyan o dicten su futuro. Cualquier acción militar tiene pocas posibilidades de salirse con la suya.

 

«Todos optaron por un planteamiento de “premio y castigo” que equivale a un compromiso constructivo»

 

Por varias razones, no hay opciones fáciles a la hora de tratar el caso de Irán. En primer lugar, la comunidad internacional ha estado igual de fragmentada que el liderazgo de Teherán. Un ejemplo fue la decisión que tomó en 1995 la administración Clinton para imponer nuevas acciones que eliminaban los últimos vestigios de comercio o inversión estadounidense en Irán, con un coste de millones de dólares de ingresos y miles de puestos de trabajo estadounidenses. La amenaza de medidas aún más duras por parte del Congreso —Irán suele ser un blanco político fácil en el Capitolio— obligó a la administración a actuar, pero en general la medida encajaba con la estrategia estadounidense de contener a Irán y a su vecino Irak. La acción norteamericana obligó a los aliados de EE UU a tomar una decisión: colaborar con Washington para obligar a Teherán a detener sus programas nucleares y poner fin a su supuesto apoyo al terrorismo o seguir comerciando con Irán. Ni un solo gobierno estuvo dispuesto a cortar los vínculos económicos con Irán para ponerse de lado de EE UU. Todos optaron por un planteamiento de “premio y castigo” que equivale a un compromiso constructivo.

En segundo lugar, el acercamiento entre EE UU e Irán no es una opción en un futuro próximo. Ambos se han resistido repetida y tercamente a las oportunidades de mejorar sus relaciones. Como dijo recientemente un embajador occidental en EE UU, los estadounidenses juegan al fútbol americano mientras los iraníes juegan al ajedrez, una diferencia que también se refleja en la diplomacia. De momento, los dos países están destinados a permanecer en conflicto, porque tienen puntos de vista diferentes sobre la forma de dirigir los asuntos de Estado y, lo que es más básico, sobre la forma de establecer prioridades. Estados Unidos considera que Irán es responsable de apoyar e instigar a Hamás y a la Yihad Islámica en los territorios ocupados, además de tener vínculos con grupos de disidentes con sede en Damasco. Teherán también ha sido el adversario más abierto del proceso de paz en Oriente Próximo patrocinado por EE UU. Por otra parte, Irán responsabiliza a EE UU de ofrecer refugio a sus principales rivales, entre ellos el hijo del sah y los Muyahidin al Jalq, o los Guerreros Sagrados del Pueblo, a quienes considera responsables de haber asesinado a un ex presidente, un primer ministro, varios miembros del Majlís y numerosos civiles a principios de la década de los ochenta. Supuestamente, la CIA ha financiado emisiones radiofónicas del hijo del sah dirigidas a Irán, y los muyahidin ejercen un gran trabajo de presión desde su oficina de Washington.

En tercer lugar, y a pesar de todos sus problemas, el régimen toda- vía no se enfrenta a ninguna oposición externa capaz de derribarlo. Los Muyahidin al Jalq, cuyo programa puede describirse como socialismo islámico, carecen de apoyo interno incluso entre los opositores más fir- mes al régimen, en gran medida porque tienen su sede en el país rival, Irak. En la actualidad, el grupo es poco más que un factor irritante. La vuelta a la monarquía tampoco cuenta con apoyos significativos. Para que tenga éxito y goce de legitimidad, el cambio debe producirse desde dentro, bien a través de las acciones del régimen o a través de una inacción que ofrezca oportunidades a otros. Pero ayudar a las nuevas fuerzas internas o intervenir en su favor podría muy bien socavarlas o desacreditarlas en lugar de fomentar un cambio gradual.

Una política exterior estadounidense de carácter activista —liberar a Haití y Bosnia, tratar de llevar la paz a Oriente Próximo e Irlanda del Norte— puede ser eficaz y sensata. Pero en el caso de Irán, con innumerables sanciones económicas y políticas ya vigentes, es posible que haya llegado el momento de que Washington se distancie. Para empezar, el historial norteamericano de intervenciones en Irán para apuntalar o derribar líderes, en 1953 y 1979, respectivamente, debería ofrecer una lección importante: EE UU tiene pocas posibilidades de decidir quién gobierna Irán. Con demasiada frecuencia, cuando se intenta dictar el curso de la historia sale el tiro por la culata, en Irán y en otros sitios. Con una inyección de información libre, que ha penetrado en Irán más que en las dictaduras comunistas de Europa del Este o las militares de América Latina, la mejor forma de socavar a los responsables de la represión interna y el extremismo internacional puede consistir en dejar que se hundan ellos mismos. Ya van por buen camino.