POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 192

De izquierda a derecha: James Baker, Barbara y George H.W. Bush, Raisa y Mijaíl Gorbachov, Eduard Shevardnadze, Brent Scowcroft y Serguéi Ajroméyev, en Camp David (Maryland, EEUU) el 2 de junio de 1990. CORBIS/GETTY

Rusia y la OTAN: ¿promesas rotas?

¿Hubo o no garantías occidentales de que la OTAN no se ampliaría hacia el Este, a cambio del plácet soviético a la reunificación alemana? Treinta años después, la cuestión sigue vigente y contamina las relaciones con Rusia.
Mary Elise Sarotte
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Tras anexionarse Crimea en marzo de 2014, Vladímir Putin pronunció un discurso en el Kremlin para justificar lo que acababa de hacer. La lista de razones que habían vuelto la anexión necesaria, anunció, empezaba con los vínculos culturales, históricos y sociales que unían Rusia y Ucrania desde hacía siglos. Pero después Putin habló de una motivación mucho más reciente: “La expansión oriental de la OTAN”. Putin sentía que, dado el interés de la Alianza en una posible integración de Ucrania, necesitaba hacer algo para bloquear el “despliegue de infraestructura militar en nuestras fronteras”. Tomar el control de Crimea –importante puerto naval– cumplía ese propósito. En vista de que los occidentales “nos mintieron muchas veces, tomaron decisiones a nuestras espaldas [y] nos presentaron hechos consumados”, estaba justificada su respuesta con la toma de acciones drásticas para proteger su país de esta deriva. De hecho, Rusia tenía “razón en asumir que la nefasta política de contención [aplicada durante la guerra fría] continúa hasta hoy”.

No era la primera vez que Putin cargaba contra la expansión de la OTAN. Previamente, en una Conferencia de Seguridad en Múnich, había expresado su profundo pesar al respecto: “Las piedras y bloques del muro de Berlín hace tiempo que se distribuyeron como souvenirs”, pero Occidente estaba “intentando imponer nuevas líneas divisorias y muros entre nosotros”. Putin se preguntó en voz alta: “¿Será posible que de nuevo necesitemos muchos años y décadas, además de generaciones de políticos, para desmantelar estos muros?”. Aún más importante: “¿Qué pasó con las garantías que nuestros socios occidentales nos hicieron tras la disolución del Pacto de Varsovia?”. Vista la importancia permanente del asunto, merece la pena emplear el 30 aniversario de la caída del Muro para replantear la cuestión de si de verdad hubo o no garantías occidentales a Moscú. Hacerlo requiere emplear métodos históricos para investigar qué se negoció en realidad en 1990.

Hace 30 años, un miembro del politburó de la República Democrática Alemana la pifió al hacer públicos lo que pretendían ser cambios menores en los reglamentos de movilidad entre las dos Alemanias, lo que motivó que una muchedumbre asaltara la frontera que separaba el Berlín oriental del occidental. El resultado fue la icónica escena que marcó el punto de no retorno en las postrimerías de la guerra fría: la caída del muro de Berlín. Durante los meses siguientes, Estados Unidos, la Unión Soviética y la República Federal Alemana entablaron negociaciones sobre la retirada de las tropas soviéticas y la reunificación de Alemania. Estas conversaciones desembocaron en la reunificación, el 3 de octubre de 1990, pero dieron lugar, asimismo, a una pugna posterior entre la URSS y Occidente. ¿Qué se acordó exactamente acerca del futuro de la OTAN? ¿Hubo promesas formales por parte de EEUU a la URSS en virtud de las cuales la Alianza no se expandiría hacia el Este?

Tres décadas después, aquella disputa sigue viva. Los diplomáticos rusos afirman, cada cierto tiempo, que Washington se comprometió a ello a cambio de la retirada de las tropas soviéticas de la RDA, pero rompió su compromiso cuando aceptó como miembros a una docena de países de Europa oriental en tres rondas de ampliación. A principios de 2014, Alexander Lukin, especialista en política exterior, responsabilizaba en Foreign Affairs a los sucesivos presidentes estadounidenses de “olvidar las promesas hechas por los líderes occidentales a Mijaíl Gorbachov tras la reunificación alemana, en particular la de no ampliar la OTAN hacia el Este”. De hecho, las agresiones promovidas por Putin en Georgia en 2008 y Ucrania en 2014 se vieron en parte espoleadas por un resentimiento que perdura en lo que el presidente ruso considera un quebrantamiento del pacto sobre la ampliación de la OTAN. Sin embargo, políticos y analistas estadounidenses insisten en que esa promesa nunca se formuló. En un artículo en The Washington Quarterly, aparecido en 2009, el académico Mark Kramer asegura que no solo las afirmaciones rusas se apoyan en un puro “mito”, sino que “el asunto nunca estuvo encima de la mesa durante las negociaciones sobre la reunificación alemana”.

La desclasificación de un número cada vez mayor de documentos secretos redactados en 1989 y 1990 permite arrojar nueva luz sobre esta controversia. Las pruebas demuestran que, contrariamente a lo que se cree en ­Washington, la cuestión del futuro de la OTAN –no solo en la RDA sino en toda Europa oriental– surgió en febrero de 1990, poco después de la caída del Muro. Altos cargos estadounidenses, en estrecha colaboración con los líderes de la RFA, insinuaron a Moscú durante las negociaciones llevadas a cabo ese mes que la Alianza no podría expandirse ni siquiera a la mitad oriental de una Alemania aún por reunificarse.

Las pruebas documentales muestran, asimismo, que EEUU, con la ayuda de la RFA, se apresuró a presionar a Gorbachov para obtener su plácet a la reunificación, sin extender por escrito, no obstante, ningún tipo de promesa sobre los planes futuros de la Alianza. En pocas palabras, nunca se produjo un acuerdo formal, como alega Rusia, si bien los funcionarios de EEUU y la RFA insinuaron que tal acuerdo podría ser objeto de debate, recibiendo a cambio “luz verde” para iniciar el proceso de reunificación. La disputa al respecto de esta secuencia de acontecimientos ha enrarecido desde entonces las relaciones entre Washington y Moscú.

 

Luz verde

Los líderes occidentales se dieron cuenta enseguida de que la caída del Muro ponía en juego cuestiones relacionadas con la seguridad europea que parecían resueltas hacía mucho tiempo. A principios de 1990, salía a colación, una y otra vez, el asunto de la OTAN y su futuro durante las conversaciones entre el presidente estadounidense, George H. W. Bush; el secretario de Estado, James Baker; el canciller de la RFA, Helmut Kohl; su ministro de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher; y Douglas Hurd, ministro de Asuntos Exteriores británico.

Según documentación conservada en el ministerio de Asuntos Exteriores de la RFA, Genscher hizo saber a Hurd el 6 de febrero que Gorbachov quería eliminar la posibilidad de una futura expansión de la OTAN a la RDA y el resto de Europa oriental. Genscher propuso que la Alianza declarase públicamente que la organización no tenía “intención de expandir su territorio hacia el Este. Tal declaración ha de ser de carácter general y no referirse únicamente a Alemania oriental. […] Por ejemplo, la Unión Soviética necesita saber con seguridad si Hungría entraría a formar parte de la Alianza, caso de producirse un cambio de gobierno”. Genscher instó a la OTAN a debatir el asunto cuanto antes, y Hurd estuvo de acuerdo.

Tres días después en Moscú, Baker habló directamente con Gorbachov acerca de la OTAN. Durante la entrevista, Baker anotó lo que iba comentando al líder soviético, añadiendo asteriscos al lado de ciertas palabras claves: “Resultado final: Alemania unificada anclada en una OTAN *cambiada (polít.) cuya juris. no se expandiría por el *este!”. Aquellas notas de Baker son, al parecer, el único documento fechado el 9 de febrero donde se menciona algún tipo de garantía, y plantean una cuestión de interés. ¿Aludía el “resultado final” del que habla Baker a que el principio de defensa colectiva que rige la OTAN no se extendería siquiera a la antigua RDA tras la reunificación?

Por suerte para quienes se han interesado por responder a esta pregunta, Genscher y Kohl estaban a punto de visitar Moscú. Baker dejó al embajador de la RFA en la capital soviética una carta secreta para el canciller alemán que se conserva en los archivos de este país. En ella, Baker explicaba que había hecho a Gorbachov una declaración crucial a la que había dado forma de pregunta: “¿Preferiría usted ver una Alemania unificada fuera de la OTAN, independiente y sin presencia estadounidense, o una Alemania unificada y vinculada a la OTAN, con garantías de que los límites de esta organización no se desplazarían un centímetro hacia el Este?”.

Baker procuró plantear la opción de una Alemania que no mantuviera compromisos con la OTAN de la manera menos atractiva posible para Gorbachov y formular la segunda sugestivamente. Según sus palabras, la jurisdicción de la OTAN ni siquiera se extendería a Alemania oriental, pues la “posición actual” a que aludía la pregunta de febrero de 1990 suponía mantener el mismo límite oriental que al inicio de la guerra fría; a saber, la frontera que aún dividía las dos Alemanias. En otras palabras, una Alemania reunificada estaría, a efectos prácticos, dentro y fuera de la Alianza. Según Baker, Gorbachov respondió: “Desde luego, nos sería inaceptable cualquier expansión de la jurisdicción de la OTAN”. En opinión de Baker, esta respuesta daba a entender que “solo acatarían una OTAN con la extensión de aquel momento”. Sin embargo, tras recibir un informe elaborado por sus asesores sobre lo ocurrido en Moscú, los miembros del Consejo de Seguridad Nacional en Washington juzgaron esa solución inviable en la práctica. ¿Cómo podría aplicarse la jurisdicción de la OTAN a solo la mitad de un país? No era un resultado deseable ni, sospecharon, necesario. En consecuencia, el Consejo de Seguridad Nacional escribió una carta a Kohl firmada por Bush, que le llegó al canciller justo antes de partir en viaje oficial a Moscú.

En lugar de insinuar que la OTAN no se expandiría hacia el Este, como había hecho Baker, la carta proponía un “estatus militar especial para el actual territorio [de la RDA]”. Aunque la carta no definía exactamente en qué consistiría dicho estatus especial, se deducía que toda la Alemania reunificada entraría a formar parte de la Alianza pero, para facilitar la aceptación por parte de Moscú, se aplicaría en su región oriental algún tipo de regulación que salvase las apariencias (dicha regulación consistió al final en la restricción a la actividad de ciertos tipos de tropas de la OTAN).

Así, Kohl se encontró con una coyuntura espinosa durante los preparativos de la reunión con Gorbachov, el 10 de febrero. Recibió dos cartas: una le fue entregada antes de tomar el avión a la URSS y otra al aterrizar. La primera firmada por Bush; la segunda por Baker. Las dos abordaban el mismo asunto, si bien en términos distintos. Bush sugería que la frontera de la OTAN avanzase hacia el Este; la de Baker, todo lo contrario.

Según documentación recuperada de la cancillería, Kohl optó por replicar a Baker y no a Bush, ya que la línea más blanda del primero tenía más probabilidades de producir los resultados que el líder alemán buscaba: el visto bueno moscovita a la reunificación. Así pues, Kohl tranquilizó a Gorbachov de la siguiente manera: “Naturalmente, la OTAN no puede ampliar su territorio al territorio actual [de la RDA]”. En una conversación paralela, Genscher transmitió el mismo mensaje a su homólogo soviético, Eduard Shevardnadze: “Para nosotros, la cuestión se mantiene firme: la OTAN no se expandirá hacia el Este”.

Como ocurrió en la reunión de Baker con Gorbachov, no se formalizó con un acuerdo escrito. Tras recibir esas garantías en varias ocasiones, Gorbachov dio a la RFA lo que Kohl llamó “luz verde” para crear una unión económica y monetaria entre la RFA y la RDA: primer paso de la reunificación. Kohl dio una rueda de prensa de inmediato para hacer pública esa concesión y no dejar que escapase. Como recordaría más tarde en sus memorias, estaba tan contento que esa noche no pudo dormir y se fue a dar un largo paseo por la plaza Roja.

 

Soborno a la Unión Soviética

No obstante, aquellas palabras de Kohl no tardaron en convertirse en anatema para los principales responsables políticos occidentales. Cuando Baker volvió a Washington, a mediados de febrero de 1990, adoptó el punto de vista y la postura del Consejo de Seguridad Nacional. A partir de entonces, los miembros del equipo de política exterior de Bush aplicaron una estricta disciplina en las comunicaciones, sin hacer más comentarios sobre si la OTAN mantendría o no sus límites de 1989.

Kohl también alineó su discurso con el de Bush, como demuestran las actas de la cumbre celebrada el 24 y 25 de febrero en Camp David. Bush expresó claramente a Kohl sus opiniones sobre las cesiones a Moscú: “¡Al diablo con ellas! Nosotros nos impusimos, no ellos. No podemos dejar que los soviéticos se hagan con la victoria estando ya en las fauces de la derrota”. Kohl argumentó que deberían encontrar juntos la forma de aplacar a Gorbachov y predijo que, al final, todo se reduciría “a una cuestión de dinero en efectivo”. Bush señaló entonces que la RFA tenía “los bolsillos muy grandes”. Nacía así una táctica concreta. Como explicaría más tarde Robert Gates, entonces consejero adjunto de Seguridad Nacional de EEUU, el objetivo era “sobornar a los soviéticos”. Y ese soborno estaría financiado por la RFA.

En abril, Bush planteó la cuestión en un telegrama confidencial al presidente francés, François Mitterrand. A los funcionarios estadounidenses les preocupaba que el Kremlin intentase ganarles la partida aliándose con Reino Unido o Francia, países que mantenían tropas en Berlín occidental y que, dados los anteriores enfrentamientos con una Alemania hostil, tenían motivos para compartir la inquietud soviética de cara a la reunificación. Así pues, Bush comunicó a Mitterrand sus prioridades: que la Alemania unida se convirtiera en miembro de pleno derecho de la OTAN, que hubiera fuerzas aliadas en esa nueva Alemania aun cuando se retirasen las tropas soviéticas, y que la Alianza continuara desplegando armas en la región, tanto nucleares como convencionales. Bush advirtió a Mitterrand de que ninguna otra organización podría “reemplazar a la OTAN como garante de la seguridad y estabilidad occidentales. […] En efecto, es difícil imaginar un acuerdo europeo de seguridad colectiva que incluya a Europa del Este, y quizá incluso a la Unión Soviética, y que tenga la capacidad de disuadir las amenazas contra Europa occidental”.

 

«Gorbachov acabaría cediendo siempre y cuando se le compensara de algún modo. Hablando en plata, necesitaba el dinero»

 

Bush dejaba claro a Mitterrand que la organización de seguridad de mayor peso en la Europa de la posguerra fría debía seguir siendo la OTAN, y no otro tipo de alianza paneuropea. Al mes siguiente, Gorbachov propuso un acuerdo paneuropeo en esa línea, en virtud del cual la Alemania reunificada formaría parte tanto de la OTAN como del Pacto de Varsovia, lo que supondría la aparición de una enorme organización de seguridad doble. Gorbachov planteó incluso que la URSS se uniera a la OTAN: “Según dicen ustedes, la OTAN no está dirigida contra nosotros, sino que es, simplemente, una estructura de seguridad adaptada a las nuevas realidades”, comunicó Gorbachov a Baker en mayo, según documentos soviéticos. “Por esta razón, proponemos unirnos a la OTAN”. Baker se negó a considerar ni siquiera la idea, respondiendo con desdén: “La seguridad paneuropea es un sueño”.

Durante 1990, los diplomáticos de EEUU y la RFA contraargumentaron con éxito tales propuestas, en parte citando el derecho de Alemania a elegir por sí misma a sus socios en la Alianza. Al hacerlo, quedó claro que las especulaciones de Bush y Kohl no iban desencaminadas: en efecto, Gorbachov acabaría cediendo ante las preferencias occidentales, siempre y cuando se le compensara de algún modo. Hablando en plata, necesitaba el dinero. En mayo de 1990, Jack Matlock, embajador de EEUU en Moscú, informó de que Gorbachov empezaba a “perder el control y parecía cada vez más un líder asediado”. “Los indicios de crisis –escribió en un cable desde Moscú– son legión: la tasa de criminalidad aumenta drásticamente, proliferan las protestas contra el régimen, florecen movimientos separatistas, empeoran los resultados económicos y se produce una lenta e incierta transferencia de poder desde el partido al Estado y desde el centro a la periferia”.

Al Kremlin le iba a costar trabajo abordar estos problemas internos sin ayuda y crédito exteriores, lo que significaba alcanzar un acuerdo. La cuestión era si la RFA podía prestar esa asistencia sin dar la impresión de que Gorbachov estaba siendo sobornado para aceptar el ingreso en la OTAN de la Alemania reunificada sin restricciones significativas a la expansión hacia el Este.

Kohl cumplió esta difícil tarea en dos tiempos: durante una reunión bilateral con Gorbachov celebrada en julio de 1990 y, tras varias llamadas telefónicas de seguimiento, en septiembre. Gorbachov al final dio su consentimiento a una Alemania unida dentro de la OTAN a cambio de medidas para mantener las apariencias, como un periodo de gracia de cuatro años para la retirada de las tropas soviéticas y algunas restricciones al despliegue de soldados de la OTAN y armas nucleares en el territorio de la antigua RDA. Asimismo, le entregaron 12 .000 millones de marcos para construir viviendas para el ejército soviético que se retiraba y otros 3.000 millones en créditos sin intereses. Lo que no recibió la URSS fueron garantías formales de que la OTAN no se ampliaría.

En agosto de 1990, Sadam Husein invadió Kuwait, y Europa perdió interés en las prioridades de política exterior de la Casa Blanca. Después de que Bush perdiera las elecciones presidenciales de 1992 frente a Bill Clinton, los consejeros y asesores del anterior presidente tuvieron que desalojar sus despachos antes de lo esperado. Al parecer, no pusieron al día al equipo entrante de Clinton y en consecuencia, el personal del nuevo presidente dio el pistoletazo de salida a su mandato con conocimientos limitados o incluso nulos sobre lo que Washington y Moscú habían negociado sobre la OTAN.

 

La semilla de un problema futuro

Así pues, contrariamente a la opinión de muchos en el lado estadounidense, la cuestión de la expansión de la OTAN no tardó en salir a colación y dio pie a debates sobre la ampliación, tanto a Alemania oriental como al resto de Europa oriental. Por otra parte, y pese a las acusaciones rusas, Gorbachov nunca logró que Occidente prometiera congelar las fronteras de la OTAN. En realidad, los principales asesores de Bush se mostraron en ­desacuerdo entre ellos a principios de febrero de 1990, circunstancia que llegó a oídos de Gorbachov. Sin embargo, para cuando se inauguró la cumbre de Camp David, los equipos de Bush y de Kohl habían cerrado filas en torno a una oferta por la que Gorbachov recibiría ayuda financiera de la RFA –y poco más–, siempre que diese su beneplácito a una Alemania reunificada y parte de la OTAN.

A corto plazo, el resultado supuso toda una victoria para EEUU. Los altos cargos estadounidenses y sus homólogos de la RFA le habían ganado la partida con maestría a Gorbachov, extendiendo la OTAN a Alemania oriental y eludiendo las promesas sobre el futuro de la Alianza. Un alto funcionario de la Casa Blanca durante el gobierno de Bush, Robert Hutchings, identificó una docena de posibles resultados, desde los “más convenientes” (cero restricciones a la OTAN tras su expansión a la antigua RDA) hasta los “más hostiles” (una Alemania unida fuera de la OTAN). En última instancia, EEUU logró un resultado entre el óptimo y el segundo mejor de la lista. Rara vez un país gana tanto en una negociación internacional.

Sin embargo, como auguró Baker en sus memorias, “casi todos los logros traen aparejado al éxito la semilla de un problema futuro”. Por cuestiones de diseño, Rusia quedó en la periferia de la Europa de la posguerra fría. Un joven oficial del KGB que prestaba servicio en Alemania oriental en 1989 compartía sus recuerdos de la época en una entrevista realizada una década después: había regresado a Moscú sumido en el resentimiento de que “la Unión Soviética había perdido su posición en Europa”. Su nombre era Vladímir Putin y en el futuro sería dotado del poder necesario para actuar sobre ese resentimiento.