POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 60

Los delegados vitorean al presidente estadounidense Barack Obama durante su discurso de aceptación de nominación en el Time Warner Cable Arena en Charlotte, Carolina del Norte, el 6 de septiembre de 2012. ROBYN BECK. GETTY

¿Tiene futuro la democracia?

El siglo XX ha sido, sin lugar a dudas, el peor siglo de la historia de Occidente. Pero tiene, o parece ir teniendo, final feliz. A medida que se acerca el final de siglo, tanto el fascismo como el comunismo parecen haber desaparecido. La democracia se va abriendo camino.
Arthur Schlesinger, jr.
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Sin duda, el siglo XX ha sido, como ha dicho Isaiah Berlin, “el más terrible de la historia de Occidente”. Pero este siglo terrible tiene –o parece ir teniendo– un final feliz. Como en los viejos melodramas, la doncella democracia, amarrada por los malos a una vía de ferrocarril, se libra del tren que se precipita hacia ella en el último momento. Cuando el siglo llega a su final, los dos villanos más destacados han perecido: el fascismo con un estallido, el comunismo con un suspiro.

A esta época le ha seguido otra de triunfalismo. Hace dos siglos, Kant mantenía en su Idea de una historia universal que la forma republicana de gobierno estaba destinada a dejar anticuadas a todas las demás. Al fin parecía a punto de cumplirse la profecía. Algunos observadores proclamaban “el fin de la historia”. “Por primera vez –declaraba el presidente Bill Clinton en su segundo discurso inaugural– más personas de este planeta viven en democracia que bajo la dictadura”. The New York Times, después de una cuidadosa comprobación, lo confirmó: 3.100 millones de personas vivían en democracia; 2.660 millones, no. De acuerdo con la doctrina del fin de la historia, según la explicaba su profeta, la minoría puede aspirar a “la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno humano”.

Para los historiadores, esta euforia despertaba resonancias en el recuerdo. ¿No acompañó la misma deslumbrante esperanza la transición del siglo XIX al XX? Estos cien años tan terribles de la historia de Occidente comenzaron en una atmósfera de optimismo y de exaltadas expectativas. La gente de buena voluntad en 1900 creía en la inevitabilidad de la democracia, en la invencibilidad del progreso, la decencia de la naturaleza humana y el advenimiento de un reino de razón y paz. David Starr Jordan, presidente de la Universidad de Stanford, expresó este talante en su libro de comienzos de siglo The call of the twentieth century . “El hombre del siglo XX –presagiaba Jordan– será un hombre esperanzado. Amará el mundo y el mundo le amará a él”.

Si miramos hacia atrás, recordamos un siglo marcado mucho menos por el amor que por el odio, la irracionalidad y la atrocidad; un siglo que durante un largo y oscuro trayecto inspiró los más graves presagios acerca de la propia supervivencia de la raza humana. La democracia, que entró confiada en 1900, se encontró casi inmediatamente a la defensiva. La Primera Guerra mundial, que desbarató la pretensión de que la democracia garantizaría la paz, destrozó viejas estructuras de seguridad y orden y desencadenó furiosas energías revolucionarias, de revoluciones no en favor de la democracia, sino en contra de ella. El bolchevismo en Rusia, el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, el militarismo en Japón… todos ellos despreciaban, denunciaban y, allí donde podían, destruían los derechos individuales y los procedimientos de autogobierno.

Al cabo de otra década, sobrevino la Gran Depresión para desenmascarar la pretensión de que la democracia garantizaría la prosperidad. Transcurrida una tercera parte del siglo, la democracia parecía una entidad desamparada, sin ánimo, paralizada, condenada. El desprecio hacia la democracia se extendió entre las elites y las masas por igual: desprecio hacia las vacilaciones parlamentarias, hacia la “charlatanería”, hacia las libertades de expresión y oposición, hacia la urbanidad y la cobardía burguesas, hacia los procedimientos pragmáticos desordenados.

Otro decenio después, la Segunda Guerra mundial amenazó con propinar el golpe de gracia. La sociedad liberal, con la espalda en la pared, luchaba por su vida. Hubo mucho derrotismo en Occidente. El título de la famosa novela de Anne Morrow Lindbergh en 1940 proclamaba el totalitarismo: The wave of the future. Era –escribía la autora– una “concepción nueva y quizás incluso definitivamente buena de la humanidad que intentaba llegar a su nacimiento”. El hitlerismo y el estalinismo eran “mera espuma de la oleada del futuro… La ola del futuro llega y no se puede luchar contra ella”. En 1941 sólo una docena de democracias subsistían en el planeta.

Los fracasos políticos, económicos y morales de la democracia habían entregado la iniciativa al totalitarismo. Algo semejante podría ocurrir de nuevo. Si la democracia liberal fracasa en el siglo XXI, como fracasó en el XX, en la construcción de un mundo humanitario, próspero y pacífico, invitará a que asciendan credos alternativos que tenderían a basarse, como el fascismo y el comunismo, en la renuncia a la libertad y la entrega a la autoridad.

 

«Hoy, la aventura democrática debe hacer frente a tremendas energías reprimidas que amenazan con lanzarla fuera de su rumbo o incluso precipitarla contra las rocas»

 

Después de todo, la democracia en su versión moderna –gobierno representativo, competición de partidos, voto secreto, fundados todos en la garantía de los derechos y libertades individuales– tiene como máximo doscientos años. La mayoría de los habitantes del mundo puede vivir en democracia en 1997, pero la hegemonía de la democracia es un mero relámpago en las amplias perspectivas de la historia conocida. Nos preguntamos hasta qué profundidad ha hundido sus raíces la democracia en países que anteriormente no eran democráticos durante los años transcurridos desde el hundimiento de sus rivales totalitarios. Hoy, la aventura democrática debe hacer frente a tremendas energías reprimidas que amenazan con lanzarla fuera de su rumbo o incluso precipitarla contra las rocas.

La ley de la aceleración

Buena parte de esta energía está reprimida dentro de la propia democracia. La fuente de tensión más fatídica en Estados Unidos es la raza. “El problema del siglo XX –observó W. E. B. Du Bois en 1900– es el problema de la barrera racial”. Su predicción se cumplirá del todo en el siglo XXI. Las minorías ansían la condición de miembros plenos de la gran sociedad norteamericana. Las puertas que se les cierran ante sus caras los empujan a la protesta. La revuelta contra el racismo ha tardado en adquirir fuerza. La América blanca se despierta tardíamente a las crueldades largo tiempo perpetradas contra los pueblos no blancos, y las protestas se intensifican. Como Tocqueville explicó hace mucho: “Pacientemente aguantado mientras parecía de imposible reparación, un agravio llega a ser intolerable en cuanto la posibilidad de suprimirlo se presenta en la mente de los hombres. Porque el simple hecho de que ciertos abusos se hayan remediado atrae la atención sobre otros, que entonces parecen más indignantes; la gente puede que sufra menos, pero su sensibilidad se exacerba.”

Hay otras energías reprimidas. La democracia moderna por sí misma es la secuela política de la tecnología y del capitalismo, las dos fuerzas más dinámicas –es decir, desestabilizadoras– que operan en el mundo de hoy. Ambas van impulsadas siempre hacia adelante por un empuje autogenerado que tensa los vínculos del control social y de la soberanía política.

La tecnología creó el reloj, la imprenta, la brújula, la máquina de vapor, el telar mecánico y las demás innovaciones que pusieron los cimientos del capitalismo y que, con el tiempo, crearon el racionalismo, el individualismo y la democracia. Al principio, el progreso tecnológico fue asistemático e intermitente. Pronto se institucionalizó. “La mayor invención del siglo XIX –dijo Alfred North Whitehead– fue la invención del método de invención”.

En el siglo XX, la innovación científica y tecnológica creció de forma geométrica. Henry Adams, el más brillante de los historia- dores estadounidenses, meditó sobre la aceleración de la historia. “El mundo no duplicó o triplicó su movimiento entre 1800 y 1900 –escribió Adams en 1909– sino que, según cualquier escala de medida (…) la tensión, vibración y volumen y el llamado progreso de la sociedad fueron más de mil veces mayores en 1900 que en 1800; la fuerza se había duplicado diez veces y la velocidad, cuando se mide en escala eléctrica, como en la telegrafía, se acercaba al infinito y había aniquilado el espacio y el tiempo”. Nada –pensaba Adams– podía frenar este proceso, porque “no se puede suponer que la ley de la aceleración aminore su energía para ceñirse a las conveniencias del hombre”.

 

«La revolución informática es mucho más rápida, más concentrada y más drástica en su impacto»

 

La ley de la aceleración nos precipita ahora en una nueva edad. El paso de una economía basada en la industria a otra basada en el ordenador es más traumático que el paso de nuestros bisabuelos desde una economía basada en la agricultura a otra basada en la industria. La revolución industrial se extendió sobre generaciones y dio tiempo a reajustes humanos e institucionales. La revolución informática es mucho más rápida, más concentrada y más drástica en su impacto.

El mundo informatizado plantea problemas a la democracia. Mientras la revolución industrial creó más puestos de trabajo de los que destruyó, la revolución informática amenaza con destruir más puestos de los que crea. Amenaza también con levantar nuevas y rígidas barreras de clase, especialmente entre los instruidos y los no instruidos. La desigualdad económica ha aumentado ya en Estados Unidos hasta el punto de que son mayores las disparidades en el igualitario EE UU que en las sociedades clasistas de Europa. Felix Rohatyn, el banquero de inversiones que rescató de la bancarrota a la ciudad de Nueva York, habla de las “tremendas transferencias de riqueza desde los trabajadores de baja capacitación y clase media a los propietarios de los bienes de capital y a una nueva aristocracia tecnológica”. Los que se saltan o suspenden la asignatura de informática, caen en el proletariado de Blade runner : una subclase quejosa, amargada y violenta.

El ordenador afectará también a los procedimientos de la política democrática. James Madison en The federalist papers distinguía entre “democracia pura”, con lo que significaba un sistema en el que los ciudadanos se reúnen y administran el gobierno en persona, y la república, que quería decir un sistema en el que la mayoría expresa su voluntad mediante “un procedimiento de representación”. Durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos, la democracia pura se limitó necesariamente a reuniones municipales en poblaciones pequeñas. Ahora, la interactividad creada por la revolución informática hace que esa democracia pura sea técnicamente factible a escala nacional.

Brian Beedham, en un artículo publicado por The Economist el 21 de diciembre de 1996, aplaudía esta evolución y mantenía que la democracia representativa “es una cosa a medio terminar”. Cada ciudadano –mantiene Beedham– tiene derecho a igual voz y voto en los asuntos públicos. El crecimiento de las encuestas de opinión pública, grupos de enfoque y referendos sugiere que hay una de- manda popular de democracia definitiva. Con una nación de ordenadores enchufados en redes de información y comunicación, la democracia plena está a la vuelta de la esquina. La democracia plena, la democracia pura, la democracia plebiscitaria, la democracia directa, la ciberdemocracia, la reunión municipal electrónica, cualquiera que sea su nombre ¿es una perspectiva deseable?

Quizá no. La interactividad fomenta las respuestas instantáneas, desalienta la reflexión y ofrece vías para la demagogia, la egomanía, el insulto y el odio. En una política demasiado interactiva, una “pasión común”, como pensaba Madison, puede adueñar- se de un pueblo e inducir acciones emocionales y mal consideradas. Al recordar la explosión de indignación popular cuando el presidente Truman destituyó al general Douglas MacArthur, uno agradece que el municipio electrónico no dirigiera el país en 1951. Internet ha hecho poco hasta ahora para fomentar los razonados intercambios que, en palabras de Madison, “refinan y amplían las opiniones públicas”.

Aunque el desarrollo de la tecnología crea nuevos e importan- tes problemas y augura una revisión del sistema político por medio del cual los tratamos, la embestida del capitalismo puede tener consecuencias incluso más perjudiciales. Hay que comprender la relación existente entre capitalismo y democracia. La democracia es imposible sin propiedad privada, porque los bienes privados –recursos que se hallan más allá del arbitrario alcance del Estado– proporciona la única base segura para la oposición política y la libertad intelectual. Pero el mercado capitalista no es garantía de democracia, como Deng Xiaoping, Lee Kuan Yew, Pinochet y Franco, por no mencionar a Hitler y Mussolini, han demostrado ampliamente. La democracia exige capitalismo, pero el capitalismo no exige democracia, por lo menos a corto plazo.

El capitalismo ha demostrado ser el motor supremo de la innovación, la producción y la distribución. Pero su método, mientras va dando bandazos hacia adelante, sin atender apenas a otra cosa que su propio beneficio, es lo que Joseph Schumpeter llamaba “destrucción creadora”. En su teoría económica, el capitalismo descansa sobre el concepto de equilibrio. En la práctica, sus propias virtudes lo arrastran hacia el desequilibrio. Éste es el dilema del conservadurismo contemporáneo. El mercado sin restricciones que adoran los conservadores mina los valores –estabilidad, moralidad, familia, comunidad, trabajo, disciplina, gratificación demorada– que propugnan los mismos conservadores. El resplandor del mercado, la codicia, el “a-corto-placismo”, la explotación de apetitos lascivos, la facilidad del fraude, la ética del ventajismo… todo ello está en conflicto con los pretendidos ideales con- servadores. “Un capitalismo estacionario –como dijo Schumpeter– es una contradicción en sus términos”.

Incluso los capitalistas de primera fila se sienten abrumados por lo que ha traído consigo el capitalismo salvaje. Si la comprensión del capitalismo se puede medir por el éxito en obtener dinero de él, nadie comprende mejor el capitalismo contemporáneo que el financiero y filántropo George Soros. “Aunque he hecho una fortuna en los mercados financieros –escribe Soros– temo ahora que la intensificación sin trabas del capitalismo de laissez-faire y la difusión de los valores del mercado en todas las áreas de la vida esté poniendo en peligro nuestra sociedad abierta y democrática”. “La persecución sin inhibiciones del interés propio –continúa Soros– produce desigualdades e inestabilidad intolerables”.

La revolución informática ofrece maravillosas y nuevas oportunidades para la destrucción creativa. Un objetivo de la creatividad capitalista es la economía globalizada. Un candidato –no previsto– para la destrucción capitalista es el Estado nacional, tradicional asiento de la democracia. El ordenador convierte el mercado sin trabas en un monstruo global irresistible que atraviesa las fronteras, debilita los poderes nacionales de implantación de impuestos y regulaciones, impide la gestión nacional de las tasas de interés e intercambio, amplía las disparidades de riqueza lo mismo dentro de las naciones que entre ellas, derrumba las normas laborales, degrada el medio ambiente, niega a las naciones el poder de dar forma a su propio destino económico sin dar cuenta a nadie y crea una economía mundial sin una política mundial. El ciberespacio está más allá del control nacional. No existen autoridades que proporcionen control internacional. ¿Dónde está ahora la democracia?

 

El desplazamiento hacia Asia

El fin de la era eurocéntrica plantea nuevos problemas para la democracia. El autogobierno, los derechos individuales, la igualdad ante la ley son invenciones europeas. Ahora se nos echa encima la era del Pacífico. El progreso de Japón en el siglo que acaba anuncia el progreso de China e India en el siglo que se acerca. El magnetismo económico de Asia está alterando ya los contornos de la economía global y augura desplazamientos históricos en el equilibrio del poder planetario.

No me preocupan en gran medida los “choques de civilizaciones” que desvelan algunos analistas. Las civilizaciones rara vez están unificadas. Hay más probabilidades de que luchen entre sí países de la misma civilización que de que se unan en monolíticos asaltos contra otras civilizaciones. Pero el impacto del ascenso de Asia sobre el futuro de la democracia merece nuestra consideración. La tradición asiática –se nos dice– valora más el grupo que el individuo, el orden más que la discusión, la autoridad más que la libertad, la solidaridad más que la autonomía. A algunos dirigentes asiáticos, en especial Lee Kuan Yew de Singapur y Mahathir bin Mohamad de Malaisia, les gusta contrastar la disciplina y la estabilidad asiáticas con el desorden y la decadencia que atribuyen al individualista Occidente. Denuncian los intentos de someter los países asiáticos a las normas democráticas occidentales como una nueva forma de imperialismo occidental.

Sin embargo, tanto India como Japón son democracias efectivas. Si la pretensión de que los derechos humanos son universales es prueba de arrogancia occidental, la restricción de esos derechos a Europa y América señala a los pueblos no occidentales como castas inferiores incapaces de apreciar la libertad personal y el autogobierno, y eso es también con seguridad, arrogancia occidental. En realidad, muchos asiáticos luchan por los derechos humanos, y con riesgo de su libertad y su vida. “¿Por qué suponemos – se pregunta Christopher Patten, el último gobernador británico de Hong Kong– que Lee Kuan Yew es la encarnación de los valores asiáticos más que Daw Aung San Suu Kyi”, la valerosa jefa de la oposición detenida en su casa en Birmania? Un pasquín anterior a la matanza de la plaza de Tienanmen en Pekín proclamaba: “No podemos tolerar que los derechos humanos y la democracia sean sólo lemas de la burguesía occidental y que el proletariado oriental sólo necesite la dictadura”. En palabras del economista indio Amartya Sen, “los llamados valores asiáticos que se invocan para justificar el autoritarismo no son especialmente asiáticos en ningún sentido importante”. Chris Patten concluye: “Creo que el debate sobre valores asiáticos es un disparate. ¿Qué valores asiáticos son ésos? Cuando se analiza lo que uno o dos dirigentes asiáticos quieren decir con ellos, lo que realmente significan es que cual- quiera que esté disconforme conmigo debe cerrar el pico.”

Con todo, la nueva relevancia de Asia en el escenario mundial, la ausencia de predilecciones históricas por la democracia y el interés propio de dirigentes que ven la democracia como una amenaza a su poder sugieren un período de resistencia asiática a la difusión de los conceptos democráticos.

 

«La integración y la desintegración se alimentan mutuamente»

 

Esa resistencia se reforzará con la reacción defensiva a la implacable globalización, reacción que toma la forma de un rechazo de la modernidad. El mundo de hoy está desgarrado en direcciones opuestas. La globalización ocupa el puesto de mando y dirige a la humanidad pero, al mismo tiempo, impulsa a las personas a buscar refugio frente a sus poderosas fuerzas, que están más allá de su control y comprensión. Se retiran a unidades familiares, inteligibles, protectoras. Ansían la política de la identidad. Cuanto más rápidamente se integre el mundo, más personas se refugiarán en sus enclaves religiosos, étnicos o tribales. La integración y la desintegración se alimentan mutuamente.

Una expresión de lo que Samuel Huntington llama la resaca cultural es el recrudecimiento del fundamentalismo religioso. Los fundamentalistas islámicos parecen especialmente hostiles a la libertad de expresión, a los derechos femeninos y, contrariamente al islam histórico, a las demás religiones. Pero no se confina el renacimiento fundamentalista al Tercer Mundo. Muchas personas que arrastran una vida de silenciosa desesperanza en las sociedades modernas ansían un sentido trascendente y se vuelven hacia una fe inmune al error, en busca de consuelo y apoyo.

Según una encuesta de Gallup en 1995, más de una tercera parte de los estadounidenses adultos mantiene que Dios les habla directamente. Es de esperar que sea el Dios del amor y no el Dios de la ira el del otro extremo de la línea. El fundamentalismo, llevado demasiado lejos, tiene ominosas implicaciones para la democracia. Los que se creen ejecutores de la voluntad del Todopoderoso son notablemente duros con los no creyentes. Un fanático, como indicó en cierta ocasión el personaje Mr. Dooley del ingenioso escritor irlandés-norteamericano Finley Peter Dunne, “hace lo que cree que el Señor haría si Él conociese los detalles del caso”. El fanatismo es el enemigo mortal de la democracia.

Volvamos a la pregunta: ¿tiene futuro la democracia? Sí, lo tiene, pero no el futuro glorioso que se augura en este momento triunfalista. La democracia ha sobrevivido al siglo XX por muy estrecho margen. No gozará de vía libre en el siglo que viene.

En Estados Unidos, la democracia debe hacer frente a una serie de desafíos. El más destacado sigue siendo la barrera racial de Du Bois. Mucho depende de la disponibilidad de puestos de trabajo, especialmente en las ciudades. Si el empleo se mantiene alto, la acción política mitigará las tensiones raciales, sobre todo cuando las minorías comprendan que a la larga, la discriminación positiva reducirá, en vez de aumentar, su influencia. La tensión se mitigará todavía más mediante los matrimonios mixtos. Probablemente se puede contar con el sexo –y el amor– entre personas de diferentes credos y razas para detener la desunión de Estados Unidos.

La capacidad nacional de absorción y asimilación de recién llegados seguirá siendo poderosa. La atracción de la corriente principal será más fuerte que la de los guetos lingüísticos o étnicos, sobre todo para los jóvenes. El inglés continuará siendo el idioma dominante. En verdad, el carácter nacional, en sus elementos esenciales, seguirá siendo claramente semejante al que ha sido durante un par de siglos. Los que busquen claves para el misterio norteamericano seguirán leyendo y citando a Tocqueville.

La tecnología seguirá su carrera de acuerdo con la ley de la aceleración de Adams. Pero a pesar de las tentaciones de interactividad y de la impopularidad de los cargos elegidos, dudo que los estadounidenses aprueben la degradación de la democracia representativa en un sistema de plebiscitos. El capitalismo también seguirá dando bandazos, pero la ideología del laissez-faire probablemente se desvanecerá cuando los capitalistas descubran la serie de perturbaciones que el mercado sin trabas no puede resolver o incluso agravar. El capitalismo salvaje, con salarios bajos, jornada larga y trabajadores explotados, provoca el resentimiento social, resucita la guerra de clases y da nueva vida al marxismo. Para avanzar por senderos constructivos, el capitalismo debe subordinar los planes y los beneficios a corto plazo a necesidades sociales a largo plazo, como las inversiones en educación, investigación y desarrollo, protección del medio ambiente, ampliación de la sanidad, rehabilitación de infraestructuras y recuperación de las ciudades. No es probable que los capitalistas lo hagan por sí mismos. Las perspectivas a largo plazo exigen una dirección pública.

En el mundo en general ¿podrá someterse el capitalismo, una vez sueltas las amarras nacionales, a responsabilidades sociales? ¿Adquirirán las instituciones internacionales autoridad para imponer, por ejemplo, una Comisión de Valores mundial? Esto no va a ocurrir la semana que viene, pero continuar con el abuso de poder hará que se cree una opinión en favor de la reforma. Las guerras seguirán perturbando la forma de vida, pero, mientras que en el pasado, generalmente se producían por agresión a través de las fronteras nacionales, es más probable que las guerras del siglo XXI sean entre facciones étnicas, religiosas, ideológicas o tribales dentro del mismo país. Esas guerras son más difíciles de definir y controlar. Roguemos para que ninguna facción fanática se apodere de una bomba atómica.

El Estado-nación seguirá decayendo como unidad de poder efectivo: es demasiado pequeño para los problemas grandes, como dijo el sociólogo Daniel Bell, y demasiado grande para los problemas pequeños. A pesar de esta decadencia, el nacionalismo persistirá como el más poderoso de los sentimientos políticos. Está lejos de ser seguro si la democracia, que es una creación occidental, se puede trasplantar a partes del mundo con culturas y tradiciones diferentes. Pero yo esperaría una gradual expansión de las instituciones y los ideales democráticos. Es difícil creer que el instinto que conduce a la libertad política e intelectual se limite a unos pocos seres felices que rodean el litoral del Atlántico norte.

La democracia en el siglo XXI debe entendérselas con las presiones de la raza, la tecnología y el capitalismo, y hacer frente a las frustraciones y ansias espirituales generadas en el vasto anonimato de la sociedad global. La gran fortaleza de la democracia es su capacidad de autorreforma. Para ellos son esenciales un diagnóstico y una guía inteligentes. “Quizá ninguna forma de gobierno –dijo el historiador y diplomático lord Bryce– necesite tanto como la democracia de grandes dirigentes”. Pero incluso el más grande de los dirigentes democráticos carece de talento para seducir a una humanidad violenta, retrógrada e intratable y llevarla a una utopía. Con todo, conservando en su mente los fracasos de la democracia del siglo XX, los dirigentes del siglo que viene harán un trabajo mejor que el que hemos hecho nosotros para mantener segura la democracia en el mundo.