Estambul es una metáfora apropiada para entender Turquía: simultáneamente multifacética, diversa y unitaria; bizantina, otomana, asiática y europea; moderna y tradicional; pueblerina y cosmopolita; musulmana y cristiana, incluso judía. A caballo entre dos continentes –figurativa y literalmente de Asia y Europa–, la megalópolis exhibe las muestras de una sucesión de civilizaciones que no están simplemente superpuestas, sino que continúan coexistiendo. Las espléndidas cúpulas de las iglesias bizantinas, construidas bajo el Imperio Romano de Oriente entre los siglos V y XV, se contraponen a los mil y un graciosos alminares de las mezquitas erigidas más tarde a la gloria de los sultanes del Imperio Otomano: la basílica de Santa Sofía, disfrazada de mezquita, simboliza la síntesis. La presencia en la ciudad del patriarcado griego, el Vaticano de la cristiandad ortodoxa, testimonia la tolerancia que permitió a los sultanes reinar sobre una multitud de pueblos y razas, religiones y sectas, en un imperio que se extendía desde el oriente árabe hasta las fronteras del Imperio Austro-Húngaro, desde los Balcanes al norte de África. La asombrosa gama de tipos y rasgos físicos de los habitantes del Estambul de hoy es un reflejo de aquella gran diversidad.
Al fundar la república sobre las cenizas del imperio tras el desastre de la Primera Guerra mundial, Kemal Ataturk impuso sobre estos pueblos tan dispares el dogma de la homogeneidad de la nación turca. Consideraba que la eliminación de las diferencias étnicas y culturales era el único modo de forjar la cohesión necesaria para crear un Estado-nación moderno basado en el modelo europeo. Valiéndose de la persuasión, pero también mediante decretos draconianos y procedimientos represivos, consiguió imponer una identidad que intentaba ser monolítica: una cultura de inspiración occidental.
La influencia de la política kemalista es aún considerable, pero poco después de la muerte de Ataturk comenzaron a…

#ISPE 947. 20 julio 2015
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