Con esa doble intención Putin comenzó presentando una positiva imagen de la economía nacional, resaltando el hecho de que, a pesar de la guerra en Ucrania, el pasado año se cerró con un crecimiento cercano al 3,5%. De ese modo, tras haber llevado a cabo el paso hacia una economía de guerra que ya le permite sostener el esfuerzo bélico a largo plazo, ha querido dejar claro que ni las sanciones económicas internacionales ni el coste de la campaña militar han logrado dañar a Rusia.
A partir de ahí, en un nuevo ejercicio del paternalismo y del conservadurismo de los que ha hecho gala desde el principio de su mandato, ha girado hacia el plano social, poniendo el énfasis sobre la importancia de ofrecer un futuro más atractivo a las nuevas generaciones. En esa línea se enmarca la designación de 2024 como el Año de la Familia, con el propósito de aprobar sustanciales fondos para intentar revertir el declive demográfico en el que Rusia lleva instalado desde hace años. El objetivo proclamado es que la media familiar sea de al menos tres hijos.
El discurso no ha aportado nada en clave política, aunque todo él haya que enmarcarlo en el contexto preelectoral que desembocará en las elecciones presidenciales convocadas para el próximo 17 de marzo. A estas alturas no es novedad alguna la apelación al nacionalismo ruso, que incluye a todos los rusos, al margen de cuál sea el territorio que habitan (en clara alusión a Ucrania, pero también a tantos otros países vecinos de Rusia que albergan minorías más o menos numerosas).
Tras años de sistemática eliminación de cualquier oposición política, de cierre de medios de comunicación independientes y de represión de la sociedad civil organizada, Putin ha logrado el dominio absoluto de la escena política nacional.
Pero, aun…

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