El entusiasmo con que fue recibida el mes pasado la conclusión con éxito de las negociaciones de la Ronda Uruguay reflejó, por encima de todo, el alivio porque la cooperación internacional hubiera demostrado ser capaz de lograr resultados en un asunto crucial para un mundo golpeado por la recesión.
Después del distanciamiento a nivel ministerial de diciembre de 1990, y de la “diplomacia a tirones” que caracterizó una parte importante de los años siguientes, la imagen del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) como una futilidad moribunda convencía no sólo a una minoría cínica de agoreros. Incluso el avance significativo en agricultura logrado en el otoño de 1992, se perdió de vista entre todas las críticas que infravaloraban los puntos esenciales del paquete de Blair House.
A pesar del oscuro panorama, la aceleración del ritmo de las negociaciones en 1993 trajo una nueva esperanza al sistema multilateral. Esa esperanza dio frutos en diciembre.
Para los que creen en el sistema multilateral, cualquier conclusión con éxito parecía una buena noticia. Pero el fondo que subyace tras el acuerdo del 15 de diciembre justifica el entusiasmo. El acuerdo del GATT supone una reescritura radical de las reglas de la actividad económica internacional, así como una importante reducción en las barreras al comercio, arancelarias y no arancelarias. En conjunto, supone un planteamiento nuevo, igual de significativo que la propia creación del GATT en 1947; un planteamiento que exige un ajuste en la estrategia del comercio mundial en la próxima década, tanto por parte de los gobiernos como de las empresas.
Quiero tratar brevemente tres cuestiones clave: ¿Cómo lograrnos tener éxito? ¿Qué fue lo que se acordó? ¿Qué debería hacer Europa ahora? En la forma en que se logró el éxito hay algunas lecciones. Sobre todo, fue un esfuerzo de equipo que implicó…

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