Nadie podrá decir que la helada Alaska, una extensión de la aún más helada Siberia, fuera un escenario inapropiado para escenificar el acto de guerra fría que resultó ser el primer contacto entre la nueva administración de Estados Unidos y China. Las partes se atuvieron a sus posiciones previas; la novedad estuvo en exhibir la acritud del debate ante la televisión. Unos y otros hablaban tanto para sus interlocutores como para sus respectivas opiniones públicas. No sabemos qué se dijo a puerta cerrada, pero es de suponer que, de acuerdo con los comunicados de prensa, el tono fue más mesurado y constructivo. La firmeza que exhibe Joe Biden frente a China le pone al abrigo de acusaciones de rendición ante el gran enemigo, que el trumpismo ya anticipó durante la campaña presidencial. Prisionero del ciclo electoral bianual, dada la importancia de las elecciones de medio mandato de 2022, y en vista de la centralidad que China ocupa ahora en la opinión pública estadounidense, Biden no está dispuesto a ceder un solo voto por presunta debilidad ante la “amenaza china”. Las consideraciones de política interna condicionan la política exterior o, como reza el viejo paradigma, la política exterior es una continuación de la interior.
Un reciente sondeo de opinión de Gallup ha confirmado que un 63% de los estadounidenses “ve el poder económico de China como una amenaza crítica” (el 81% de los republicanos, el 59% de los independientes y el 56% de los demócratas). La respuesta toca el fondo de la cuestión: no es la ideología, sino el poder económico y sus derivadas tecnológicas, militares y, en definitiva, geopolíticas, lo que convierten a China en “amenaza crítica”. Sin ese poder detrás, la ideología sería irrelevante. Y con el poder que ya tiene y, sobre todo, con el que las proyecciones…

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