Autor: Michael Ignatieff
Editorial: Taurus
Fecha: 2014
Páginas: 256
Lugar: Madrid

La política no es para aficionados… ¿ni para intelectuales?

Áurea Moltó
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Asumir un fracaso siempre es difícil. Lo es más cuando uno posee un alto –y justificado– concepto de sí mismo, como es el caso de Michael Ignatieff, profesor en la Universidad Harvard, escritor, periodista y pensador internacionalmente reconocido. El fracaso de Ignatieff viene precedido de una quema a fuego lento, alimentada por traiciones, propaganda sucia y el desconcertante tacticismo que exige la política. Su serena aceptación del fracaso dice mucho en su favor. En Fuego y cenizas no solo lo reconoce, sino que explica las razones que lo ocasionaron: entre ellas, la primera, volver al país de origen después de 30 años fuera y pensar que eres la persona adecuada para dirigirlo.

El libro podría definirse como una mezcla de tratado de política práctica y biografía. Si todas sus páginas, llenas de sentencias tan agudas como definitorias, pudieran resumirse en una frase sería: la política no es para aficionados.

Para que su recorrido resulte comprensible por un lector ajeno a los vericuetos de la política real, incluso ajenos al propio protagonista, Ignatieff repasa primero su vida y circunstancias personales. Procede de una familia ilustre de origen ruso que ejerció cargos de responsabilidad en el gobierno del zar Nicolás II. Emigraron a Francia y luego a Canadá cuando los bolcheviques llegaron al poder. Su padre fue diplomático y el propio Ignatieff ha recorrido el mundo desde su infancia. Este origen y trayectoria vital es fundamental para entender en parte los motivos que llevaron al autor a entrar en política, entre los que apenas menciona la vanidad, pero sí la necesidad de mantener el orgullo de ser liberal –en la acepción norteamericana, próxima a la socialdemocracia, tan diferente a la española– y defender el Estado del bienestar, frente a la brutal presión del insaciable mercado.

Una vez situado en sus claves biográficas, el autor-protagonista procede a un análisis, bastante centrado aunque irremediablemente subjetivo, de su viaje de ida y vuelta al liderazgo político. Un viaje dirigido a lo más alto, pues Ignatieff llegó a presentarse como candidato a primer ministro de Canadá en las elecciones de 2011. Estas páginas son las más interesantes y tienen una certera lectura como un manual de política práctica. Está lleno de agudas reflexiones sobre la crudeza de la lucha política (y sobre su necesidad) y sobre las dificultades que encontró en su afán inextinguible –que unas veces parece ingenuo y otras excesivo, cuando no soberbio– de buscar la unidad y el bien común de todos los canadienses.

Ignatieff asume y desgrana sin pudor sus errores, que considera sobre todo de debilidad y de falta de adaptación al contexto salvaje de la política moderna. Parece encontrar alivio, aunque no justificación– refugiándose en otros pensadores políticos que también fracasaron, desde Max Weber a Alexis de Tocqueville. Incluso en el propio Maquiavelo, cuya mención en El Príncipe a la diosa fortuna como verdadera agitadora de la política es uno de los motivos que aparecen y reaparecen a lo largo de Fuego y cenizas.

En ningún momento Ignatieff desprecia al electorado que no le eligió, más bien justifica su alejamiento de los matices que construyen toda verdad como algo inevitable: no puede cargarse al electorado con esa comprensión, ya que el auténtico gobernante debe atender, al mismo tiempo, a las misteriosas razones de los votantes y a su auténtico bien, aunque no vaya a ser tenido en cuenta en las urnas.

Su mirada sobre los políticos no es complaciente. Muestra su ingreso en un inmenso circo, donde impera la imagen pública frente a los votantes y mandan la televisión y las redes sociales, con la simplificación del mensaje que ello implica. Un circo de alianzas quebradizas y fidelidades oportunistas, donde la causa última es el mantenimiento en el poder. No hay sitio para una ambiguedad o un matiz que puedan ser aprovechados por el rival: lo importante no es lo que se quiere decir, sino lo que la gente entiende. Solo quienes interiorizan ese código como si fuera parte de su ADN triunfan en política.

Ignatieff llega a la conclusión de que, además ese código, esa habilidad, tiene mucho de instinto natural y se puede aprender solo hasta cierto punto: quienes mejor lo practican lo controlan desde el nacimiento. En este sentido, resulta revelador el encuentro de Ignatieff con Bill Clinton, cuando contempla cómo mira con verdadero interés a todos los ciudadanos que se le aproximan, cómo recuerda los nombres… Es el arte de aprovechar las oportunidades, de unir voluntad y destino, y eso requiere una intuición y una rapidez de respuesta verdaderamente extraordinaria.

Su paso por la “alta política” le lleva a sentenciar: “Calificamos a la política de juego, pero en realidad no lo es. No existen los árbitros, y los equipos reescriben las normas sobre la marcha (…) La idea que tienen los ciudadanos de que la política es un deporte sangriento, cruel y caprichoso que tiene lugar en una escondida guarida de osos puede ser imposible de contrarrestar, porque eso es exactamente lo que la política parece”.

Para Ignatieff en política es fundamental ganarse el derecho a ser escuchado. Quien no lo posea, aunque sus méritos y sus logros sean indiscutibles, no logrará el poder democrático. Ese derecho no lo otorgan todos los títulos universitarios del mundo, ni el dinero, ni el éxito mediático; lo concede el electorado y sus criterios para concederlo tienen que ver con la identificación. “Para decidir en quién confiar, los votantes se centran en la cuestión de si el candidato es como ellos o no”. Aquí reside una de las explicaciones sobre el truncado destino político de Ignatieff: nunca supo desprenderse de su condición de intelectual. Tal vez fuera imposible.

En su libre condición de intelectual, había expresado sus ideas mucho antes de su salto a política. Por ejemplo, aunque posteriormente aseguró que se había equivocado, defendió,  con matices, la invasión de Irak por parte de Estados Unidos y, también con matices, incluso el uso de la tortura. Los canadienses no olvidaron ninguna de las dos cosas. El lector se queda con una sensación de ambigua comprensión de las razones que Ignatieff alega tanto para su posición incial como para el cambio de opinión. Los golpes le hicieron aprender que debía renunciar a la espontaneidad y a la franqueza, que debía tener un discurso meticulosamente preparado y que, como hacen los políticos de medio mundo, debía “evitar la tentación de la franqueza” en ruedas de prensa y entrevistas.

No fueron sus únicos errores. Además del desconocimiento del código de la contienda política, destacó su inoperancia frente a la propaganda electoral fuera de campaña, que en el caso de Ignatieff se centró en su carácter de expatriado en EE UU (“No vino a casa por ti” fue el eslogan utilizado incansablemente por los conservadores para desacreditarle). También destaca el desacierto que supuso la convocatoria de unas elecciones a destiempo, así como la falta de acuerdo con un rival más escorado a la izquierda que aprovechó hasta el límite su condición de superviviente al cáncer. Y, sobre todo, por haber apoyado al gobierno en la salida de la crisis, un gobierno que devoró ese acuerdo e hizo suyo su éxito. Porque en política, como en la ficción, no importa tanto la verdad como la verosimilitud: “Describir la realidad de forma que los votantes crean tu historia es una habilidad imprescindible del político de éxito”. Y eso lo aprendió demasiado tarde: “en política cuando estás acabado estás realmente acabado”, sentencia.

El fracaso de Ignatieff no es discutible. En las elecciones generales de 2011, el Partido Liberal tuvo una derrota sin precedentes: perdió la mitad de sus diputados en el Parlamento, incluyendo el de Ignatieff.

El autor reconoce que se metió en un campo minado y desconocido para el que no estaba preparado. Asegura que trató a sus rivales como adversarios, en vez de enemigos, y que, pese a sus diferencias, intentó que buscaran el indiscutible fin del beneficio del electorado. Y pagó por ello. Sobre todo, por el juego de su principal rival, el hoy primer ministro conservador Stephen Harper, un auténtico animal político, que utilizó todas las debilidades de Ignatieff, reales o ficticias.

Canadá se muestra, pese a las inevitables cuchilladas de su clase política, como un país próximo a la ejemplaridad, con una notable separación de poderes y una peculiar dependencia de la Commonwealth. Ignatieff, en una postura de la que deberían aprender los políticos españoles, primó siempre la búsqueda de la unidad: “Los políticos deben descubrir formas de articular lo que nos es común y después impregnar con esa vida común el tejido de sus instituciones”. Solamente esta frase, ya revela el pensador y profesor que lleva dentro. Se entiende también su dificultad para la lucha política en primera línea. En Canadá destaca también el asombroso vigor de las listas abiertas, que consiguen responsabilizar a cada parlamentario del cumplimiento de las promesas que hizo a su electorado, y cómo esas promesas a veces se contradicen con el interés general.

“Una de las grandes virtudes de la política es que te pone en contacto con tu país”. Ese contacto, esa necesidad de dar un futuro mejor a los jóvenes y mantener vivo el auténtico pensamiento liberal, concretado en ese tous ensamble que Ignatieff proclama, es una de las causas que justifican su breve y fallido paso por la política. Pese al fracaso y la lógica amargura de la experiencia, Ignatieff reconoce que no hay alternativa a la política, aunque la política deba cuidarse de quienes utilizan su debilidad, su condición de espacio abierto, con la única intención de mantenerse en el poder, aunque socaven su verdad: “La política no es la guerra, sino nuestra única alternativa viable a la misma. La democracia no puede funcionar en ausencia de una cultura de respeto a tu antagonista”.

Fuego y cenizas es, como el propio Ignatieff, un libro elegante en sus ideas. Al final de la lectura surge inevitablemente la constatación de que una vida dedicada con éxito a pensar en la política puede no servir para la política real. De hecho, puede ser el peor camino para hacer política tal como se entiende en la actualidad. El libro de Ignatieff es un generoso compendio de las lecciones aprendidas.

Áurea Moltó, subdirectora de Política Exterior y directora de politicaexterior.com. @aureamolto