alcibíades
Vincent, François-André (1776). 'Alcibíades siendo enseñado por Sócrates'.

Alcibíades y el arte de la supervivencia política

Para triunfar en la jungla de la política hay que estar hecho de una pasta especial. Repasamos la vida de un maestro de maestros, Alcibíades, superviviente por antonomasia.
Pablo Colomer
 |  14 de junio de 2021

En el supuesto adiós de Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel que más años ha ocupado el cargo, las alabanzas han de abrirse paso entre una maleza de improperios. Imagino que algo similar sucederá este otoño en el auf Wiedersehen de Angela Merkel, pero a la inversa: entre la alfombra de elogios, irán brotando las críticas como setillas venenosas. Al compararlos, los sustantivos para abrillantar al primero se confunden con los utilizados para deslustrar a la segunda: prudencia, pragmatismo, oportunismo… La característica que más los emparenta, sin embargo, es otra, quizá la más destacada de ambos: su habilidad para mantenerse en el poder contra viento y marea. Su instinto de supervivencia los eleva por encima de sus homólogos, convirtiéndolos en dos de los mejores políticos de nuestro tiempo, nada menos.

Y nada más. Gracias a su capacidad para adaptarse y sobrevivir, Netanyahu y Merkel superan, pero no se diferencian de otros colegas. ¿Oportunistas, supervivientes consumados? Lo mismo puede decirse de los presidentes chino, francés, español, ruso o brasileño hoy en el cargo. O de los primeros ministros inglés, indio, italiano o japonés. En uno de los retratos más vívidos de la política contemporánea, Fuego y cenizas, Michael Ignatieff la pinta como un circo donde mandan la imagen y los mensajes simplistas, una inmensa carpa a cuya sombra proliferan alianzas quebradizas y fidelidades oportunistas, donde la causa última es mantener el poder. “La idea que tienen los ciudadanos de que la política es un deporte sangriento, cruel y caprichoso que tiene lugar en una escondida guarida de osos puede ser imposible de contrarrestar, porque eso es exactamente lo que la política parece”, escribe Ignatieff, un intelectual que apostó por convertirse en primer ministro de Canadá y acabó abrasado en el intento. Y en política, “cuando estás acabado estás realmente acabado”, dice Ignatieff.

¿Seguro? Los políticos de pura cepa se encargan de demostrar una y otra vez la relatividad del axioma. Netanyahu regresó al cargo de primer ministro una década después de haber sido derrotado en las urnas de manera estrepitosa. Hoy sus obituarios políticos están plagados de advertencias sobre lo relativo de su adiós, porque con gente como Netanyahu, Donald Trump, Cristina Fernández, Boris Johnson o Aung San Suu Kyi nunca se sabe. Mientras esperamos acontecimientos –Netanyahu ha prometido “derribar” el nuevo gobierno de Naftali Bennett y hay que tomárselo en serio–, propongo un viaje al pasado en busca de un maestro de maestros, al que dieron por acabado más de una vez. Uno de los políticos, sin duda, más fascinantes de todos los tiempos: Alcibíades, el superviviente por antonomasia.

 

Alma-Tadema, Lawrence (1868). Fidias y el Friso del Partenón. Alcibíades, siempre presente. Mientras Fidias exhibe el recién concluido friso de las Panateneas del Partenón a Pericles y su amante, Aspasia, podemos ver a Alcibíades y Sócrates a la izquierda del cuadro, la mano del primero en el hombro del segundo.

 

Vidas paralelas

Aventuro una hipótesis arriesgada: todos nuestros grandes políticos contemporáneos, de Jair Bolsonaro a Jacinda Ardern, si no lo han leído, al menos han soñado con él. Con ser como él. Alcibíades tenía todas las cualidades del kalós kaiagathós, el ideal griego que aunaba belleza y moral: buena cuna, hermosura, talla, conexiones familiares, fortuna, inteligencia, coraje… Por tener, tenía hasta trauma, uno de los motores habituales de la ambición, presente en los arquetipos clásicos (Edipo, Temístocles) y modernos (Suu Kyi, Barack Obama).

El padre de Alcibíades murió cuando este era niño y Pericles, que era su tío, además de “primer ciudadano” de Atenas, se convierte en su tutor. El joven crece rodeado de las mentes más preclaras de la época, entre ellas la de Sócrates, quien trata de apartarlo de la política y atraerlo a la filosofía. Fracasa. Su amistad, sin embargo, es profunda y duradera. Ambos participan como hoplitas en la batalla de Potidea, donde Alcibíades cae herido y es salvado por el maestro. Ocho años después, el pupilo le devolverá el favor en la batalla de Delio, ya en plena guerra del Peloponeso.

Desde muy joven, Alcibíades fascina y escandaliza a todos por su audacia, arrogancia y ambición. “Presuntuoso y provocativo, se paseaba por el ágora con una túnica púrpura que llegaba hasta el suelo –nos cuenta Jacqueline de Romilly en su estupendo tratado sobre el personaje–. Era la vedette, el niño mimado de Atenas, al que todo se le permite y se le ríen todas las gracias”. En el año 420, con apenas 30 años, consigue ser elegido estratego, la más alta magistratura ateniense. En los Juegos Olímpicos del año 416, Alcibíades participa con sus caballos en la carrera de cuadrigas, en calidad de entrenador. Lo normal era participar con una sola cuadriga, pero Alcibíades lanza siete carros en la carrera de Olimpia, algo insólito, alzándose con el primer y el segundo puesto. Grecia enloquece con la gesta. Hoy no costaría imaginar a Alcibíades con su propio programa de televisión, qué digo, su propia cadena, haciendo realidad los sueños más húmedos de Trump.

 

«Al igual que Netanyahu con los Acuerdos de Oslo, Alcibíades explota la fragilidad y las ambigüedades de la paz de Nicias, abogando siempre por nuevas conquistas»

 

Apuntalada la fama terrenal, llega el momento de asaltar los cielos, es decir, de gobernar. Y para un polemista nato como él, lo mejor es hacerlo a la contra. Si el gran político del momento, Nicias, había forjado en el año 421 una paz con los espartanos después de una década de enfrentamientos, Alcibíades apuesta por la guerra, llegando a acusar a Nicias de favorecer los intereses del enemigo. Al igual que Netanyahu con los Acuerdos de Oslo, Alcibíades explota la fragilidad y las ambigüedades de la paz. Durante toda su carrera política, el protégé de Pericles se identifica con el imperialismo ateniense, reclamando siempre nuevas conquistas con que alimentar a la bestia. Sicilia, dominada por Siracusa, presenta una excelente oportunidad de expandir las fronteras del imperio. Y hacia allá se embarcan los atenienses, comandados por un flamante Alcibíades, en un ambiente festivo. Es la primera gran aventura de nuestro héroe.

Su idea es conquistar no solo la isla, sino Italia entera, a la que seguiría Cartago, para después volver al Peloponeso y acabar con los espartanos, haciéndose con toda Grecia. En la mente del joven estratego, con un poco de suerte el Mediterráneo acabará siendo un mar ateniense, es decir, de Alcibíades. La expedición, sin embargo, se topa con la realidad: las ciudades sicilianas no terminan de ponerse de parte de los atenienses, algunos aliados no cumplen, el tiempo pasa… Aprovechando su ausencia, sus enemigos en Atenas, numerosos después de años de provocaciones y escándalos, levantan una causa contra él por sacrilegio, a cuenta de unas estatuillas del dios Hermes cuyos genitales han sido mutilados (al parecer, en esta ocasión Alcibíades no tuvo nada que ver, pero ya sabemos que los caminos de la justicia son inescrutables). La ciudad envía una embarcación a Sicilia que lo conduce de vuelta a Atenas para ser enjuiciado, pero a mitad de camino Alcibíades huye y se pasa a Esparta.

Es su primer gran salto mortal. No será el último. Para ganarse el favor de los espartanos, Alcibíades revela los planes de la expedición a Sicilia y les ayuda a forjar una alianza con los siracusanos. Enterados de la traición, en Atenas lo condenan a muerte y confiscan sus posesiones. En Esparta, mientras tanto, Alcibíades continúa con su vida disoluta y desafiante, creándose enemigos poderosos. Entre ellos, el propio rey, Agis II, a cuya esposa Alcibíades seduce y embaraza, aprovechando que el soberano está en campaña. Según las crónicas de la época, Alcibíades se enorgullece de la gesta, asegurando que así sus descendientes reinarán en Esparta algún día. El escándalo que siempre lo acompaña no le desagrada: halaga su vanidad, según Romilly, y además le sirve de cortina de humo para disimular las pruebas de su ambición y de su mala conducta. El problema es que no tiene límites. Algunos dirigentes espartanos planean su asesinato. Enterado de ello, Alcibíades huye a Persia.

 

«Según Tucídides, Alcibíades nunca actúa sin que entre en juego su interés personal, siempre lo acompaña la sospecha de que su fin último es particular, no colectivo»

 

Encadenado a sus instintos políticos, Alcibíades no para de maquinar. Primero intenta convencer al sátrapa de Lidia y Caria, Tisafernes, de que se alíe con los atenientes para contener el poder de Esparta. Ante las dudas del sátrapa, Alcibíades prueba con los atenienses, ofreciéndoles el apoyo persa a cambio de que revoquen la sentencia que lo condenó al exilio. Sus compatriotas aceptan: hay demasiado en juego y la ayuda de Persia, que a partir de entonces se convertirá en árbitro de las cuitas griegas, es inestimable.

Antes de regresar al hogar, Alcibíades tiene tiempo de ofrecer varias victorias a los atenienses en señal de arrepentimiento, como las capturas de Cícico, Calcedonia y Bizancio. Cuando por fin pone un pie en Atenas, en el año 407, la ciudad lo recibe como un salvador, entre honores y homenajes. No tardan en ponerlo al frente de una nueva expedición, en este caso a Asia. Las dudas en torno a sus intenciones, sin embargo, continúan. Según Tucídides, Alcibíades nunca actúa sin que entre en juego su interés personal. Toma buenas decisiones, sobre todo en relación a la guerra, pero siempre lo acompaña la sospecha de que su fin último es particular, no colectivo.

Como en Sicilia, la expedición sale mal y es derrotada en Notium. Los enemigos de Alcibíades vuelven a la carga y formulan una nueva acusación contra él, destituyéndolo del mando. Alcibíades vuelve a huir, refugiándose en una aldea de la Alta Frigia, de nuevo bajo la protección de los persas.

A la guerra le queda poco y los atenienses van a perderlo todo –flota e imperio–, como Alcibíades la vida. El año 404, el de la derrota de Atenas, nuestro héroe muere asesinado: unas fuentes dicen que los atenienses, en colaboración con los espartanos, compraron su muerte; otras, que la causa fue un lío de faldas. En cualquier caso, Alcibíades se va, cosido a flechazos, dejando una huella profunda en el imaginario colectivo de los griegos. No dejó nada escrito, ocupado como estaba en vivir, pero no lo necesitaba, todos escribieron por él: Tucídides, Eurípides, Jenofonte, Plutarco… Su aparición en El banquete de Platón es inolvidable. “Allí estaba, en el umbral de la sala, llevaba una guirnalda de violetas y hiedra con numerosas cintas”.

 

Réattu, Jacques (alrededor de 1796). La muerte de Alcibíades. El cuadro está a medias, como las carreras de los grandes políticos, siempre insatisfechos con su final. “Toda carrera política termina en fracaso”, reza el adagio. La de Alcibíades solo podía terminar en asesinato.

 

Extremófilos

“Alcibíades, figura de la ambición individualista en una democracia en crisis, ilumina con sus seducciones y sus escándalos nuestras propias crisis, a pesar de que pocos Alcibíades podemos distinguir entre los políticos modernos”, escribe Romilly. Y hay que estar de acuerdo con la gran helenista francesa en la primera parte de la afirmación, pero no con el añadido. Estamos rodeados de Alcibíades –más bajitos, menos seductores, menos audaces tal vez–, esto es, de oportunistas tenaces, de ambiciosos sin límites, de supervivientes natos.

Mirad si no al propio Netanyahu, a Trump, a Vladímir Putin: siempre huyendo hacia delante, sobreviviendo siempre. Del primero se dice hoy que ha sido el auténtico referente de los populistas contemporáneos, un maestro en convertir los resentimientos en poder político. No sé. La lista de candidatos alternativos a referente populista es larga. Si acaso, a Netanyahu hay que concederle el mérito de haber desempeñado su larga carrera en uno de los ecosistemas políticos más exigentes del mundo, el israelí, casi tan abrasivo como el ateniense durante la guerra del Peloponeso.

No es difícil imaginarse a Bibi, por cierto, sonriéndose al leer a Ignatieff hablar de las barbaridades de la política canadiense. ¡La asilvestrada Canadá! Netanyahu y Alcibíades son como esos organismos que encontramos vivos entre vapores de azufre, chorros de ácido submarino o espacios sin oxigeno. Supervivientes natos. Es decir, políticos.

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