POLÍTICA EXTERIOR nº 192 - Noviembre/diciembre 2019
Replantear el papel de los bancos centrales
El mundo que convirtió a los bancos centrales en órganos de gobierno desaparece. Hoy sus máximos responsables tratan de ganar tiempo, a la espera del regreso de la política fiscal.
Cuando quedó claro que Christine Lagarde sucedería a Mario Draghi como directora del Banco Central Europeo (BCE) se hicieron muchas especulaciones al respecto. Algunos recordaron cómo la Reserva Federal estadounidense se alejó de los economistas académicos al encumbrar a Jay Powell, e interpretaron que lo mismo ocurriría en el BCE con Lagarde, abogada de carrera. A partir de ahí, había solo un paso para argumentar que la era del activismo monetario no convencional había terminado (salvo, quizá, para los académicos).
Draghi lanzó una noticia bomba en septiembre, poco antes de finalizar su mandato: inauguraba una nueva ronda de compra de bonos, recortaba aún más los tipos de interés –hasta alcanzar el rojo–, instauraba tipos escalonados –dependiendo de los depósitos y préstamos, para que el crédito dirigido pueda impulsar el crecimiento– y ordenaba aplicar con generosidad diversas medidas de menor vuelo. El compromiso flexible de compra de bonos hace pensar que Draghi quiere marcar el rumbo de las políticas del BCE, anticipándose a la potencial reversión de Lagarde.
Los analistas tienen mucho sobre lo que reflexionar. ¿Puede Lagarde volver a cambiar el rumbo? ¿Funcionarán estos tipos de interés “duales”? ¿Cuánto tiempo puede permanecer en negativo el interés sobre los depósitos del BCE? ¿Hasta cuándo aguantarán los ciudadanos alemanes lo que llaman “tipos de penalización”? En mi opinión, las preguntas más útiles que podemos hacernos son las siguientes: ¿cómo se convirtió el máximo responsable del BCE en principal responsable de la política económica de Europa? Y ¿por qué las decisiones del BCE acaparan titulares en todo el mundo?
Una revolución intelectual en retrospectiva
Las cosas no siempre han sido así. Durante la mayor parte de su historia, los gobernadores de los bancos centrales no eran conocidos ni relevantes. Durante la posguerra eran prácticamente invisibles y las instituciones que dirigían dependían en gran medida del gobierno. Su ascenso en las estructuras de poder estuvo motivado por el colapso del modelo de crecimiento de posguerra, tras la crisis inflacionaria de la década de 1970. Estalló en ese momento una revolución intelectual en el amplio campo de la macroeconomía donde se enmarca el debate sobre política monetaria, la cual terminaría modificando el hado de los bancos centrales y sus dirigentes. Fue una revolución en tres pasos.
El primero fue la crítica monetarista a la interacción compensatoria que supuestamente se da entre desempleo e inflación. Según esta crítica, tratar de resolver el desempleo a base de gasto público solo produce más inflación. Podría deducirse que los gobiernos deben acabar con el activismo fiscal y limitarse a establecer objetivos de crecimiento para la oferta monetaria, lo que repercutiría de manera clara en la inflación. Con el pretexto de cumplir objetivos monetarios, los bancos centrales de Estados Unidos y Reino Unido elevaron los tipos de interés a principios de la década de 1980, lo que provocó una caída de la inflación y un aumento del desempleo, tal como predijo el keynesianismo.
Sin embargo, en lugar de reafirmar estas viejas ideas, la revolución intelectual trajo consigo un segundo rechazo de la teoría keynesiana y, lo que es más importante, de sus modelos macroeconómicos. La teoría macroeconómica se alejó del análisis de agregados de John Maynard Keynes, como la demanda y el consumo, escorándose hacia el estudio de los comportamientos microeconómicos. Conceptos como “equivalencia ricardiana” y “expectativas racionales” situaron en el foco del estudio sobre las respuestas de los actores individuales a los choques macro, mientras que los novedosos métodos que apuntalaban estas ideas –especialmente las técnicas de modelización teórica de los llamados ciclos económicos reales– desplazaron a los modelos estructurales keynesianos aplicados por bancos centrales y tesorerías públicas. Este segundo paso, en última instancia, supuso la aplicación de un innovador conjunto de técnicas conocidas como modelización de Equilibrio General Dinámico Estocástico (DSGE, por sus siglas en inglés).
Dados estos dos pasos, los economistas, en el seno de los bancos centrales o fuera de ellos, se dispusieron a repensar la macroeconomía y a dar con la mejor forma de gobernarla. El interés por generar una demanda agregada adecuada dio paso a un enfoque más interesado en la oferta, que el activismo fiscal puede estimular a corto plazo.
A largo plazo, no obstante, estas políticas no logran nada. Es más, pueden ser desestabilizadoras. Mientras la oferta y la demanda hicieran su trabajo, la única tarea que merecía la pena realizar –por parte no de los políticos, sino de los bancos centrales– era alcanzar el llamado “tipo de interés de equilibrio”, que traería consigo un balance general capaz de producir el “mejor de los mundos posibles” del doctor Pangloss. El crecimiento no vendría dado por el gasto y la redistribución, sino por las dotes naturales, las habilidades y las reformas de la oferta, especialmente el mercado laboral.
En este nuevo mundo se reimaginó el papel de los bancos centrales. El DSGE les permitió evitar preguntas sobre demanda adecuada y distribución del consumo, tratando la economía como si fuera un ente individual y sintético: sin edad, sexo ni tendencia política, que evoluciona siguiendo una cronología ahistórica, auto-optimizándose de forma inconsciente según las restricciones que se le imponen. Los choques fiscales o monetarios aleatorios podían modelizarse exógenamente y predecirse. En un mundo así, el papel de los bancos centrales se limitaría a reducir al mínimo las perturbaciones. Y eso fue lo que trató de hacer el BCE, a través del control operativo de los tipos de interés, con el propósito principal de acotar la inflación.
Para llegar hasta ese punto no bastaba con delegar poderes. A fin de garantizar que los bancos centrales pudieran dirigir la economía y el gobierno quedase al margen, las políticas fiscales tuvieron que hacer hueco a las monetarias, llamadas a erigirse en las únicas importantes, lo que se tradujo en la independencia formal de los bancos centrales. Con esta maniobra se completaba el último de los tres pasos. Marcó su apogeo el proyecto del euro, que culminó con el lanzamiento del BCE en 1999.
Este nuevo mundo marcado por la credibilidad y la independencia, donde reinaban los directores de los bancos centrales y los políticos electos se mantenían al margen, pareció funcionar bien durante casi una década. A mediados de 2004, el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, afirmó que estas políticas habían dado pie a un periodo de “gran moderación” y crecimiento económico. Otros macroeconomistas como Robert Lucas, célebre por su modelo de “expectativas racionales”, opinaban que gracias a la aplicación de estas ideas “se había resuelto el problema de la prevención de la depresión”. Para que no los adelantaran por la derecha, los políticos que buscaban asociarse a esas mentes portentosas, como el premier británico Gordon Brown, decretaron el fin del ciclo económico. Dos años después, el mundo implosionó.
Draghi, en su lugar
A pesar de que estas ideas y políticas dominaban los bancos centrales y tesorerías del mundo occidental, resultó irónico que, como señaló Robert Skidelsky, la primera respuesta de éxito a la crisis fuera keynesiana. Los bancos centrales recortaron los tipos para estar seguros, pero el estímulo fiscal estaba a la orden del día: desde el paquete de 787.000 millones de dólares en EEUU y los consiguientes rescates bancarios, hasta las masivas medidas desplegadas por China, responsable de casi el 60% del crecimiento mundial entre 2009 y 2010.
Sin embargo, el mero éxito de una política no asegura que la idea que la articula sea bien acogida. El estímulo pronto se convirtió en austeridad, especialmente en la zona euro. El entonces director del BCE, Jean-Claude Trichet, elevó los tipos de interés en 2011 para evitar la inflación, en mitad de una deflación histórica. En consecuencia, Europa entró en una espiral descendente. El contagio del mercado de bonos desde las economías más endeudadas amenazó a los principales bancos europeos, que habían prestado dinero a dichas economías precisamente a través del mercado de bonos. El crecimiento se detuvo en seco, el desempleo se disparó y la única respuesta fue negar cualquier tipo de protagonismo a la política fiscal. Como resultado, el endurecimiento de la normativa fiscal de la zona euro en 2012 –que tenía como objetivo incidir en la estabilidad– hizo al BCE cada vez más responsable de compensar el deterioro de la situación económica. Y entonces Draghi entró en escena.
Su famosa promesa –“Haré lo que sea necesario para salvar al euro”– salvó la moneda común. Draghi se comprometió implícitamente a hacer lo que Trichet descartó explícitamente: a saber, que el BCE actuase como prestamista y comprara bonos in extremis para la zona euro. Cumplida esa promesa, los tipos cayeron, lo que dio un balón de oxígeno a las maltrechas economías. En consecuencia, las nuevas líneas de crédito –y, en última instancia, un programa de expansión cuantitativa– salvaguardaron la solvencia del sistema. Por debajo de todo esto, sin embargo, ocurrió algo que marcó una época.
Las exportaciones y el problema de la deflación
Los alemanes no bromeaban cuando afirmaban que en la zona euro todo el mundo debería volverse un poco más alemán. Alemania no solo capeó la crisis sino que prosperó, pues su economía, orientada ya a la exportación, absorbió la demanda generada por los estímulos aplicados en el resto del mundo, sobre todo en China y EEUU. En las economías periféricas europeas, las importaciones caían en picado, pero las exportaciones aumentaban, y toda la zona euro comenzó a registrar un superávit frente al resto del planeta. Definitivamente, Europa estaba convirtiéndose en una gran Alemania.
En julio de 2015, la zona euro registraba un superávit de 30.000 millones de euros, el 80% originado por Alemania. Esta cifra, no obstante, ocultaba otra realidad: los países de Europa del Este se habían convertido en la cadena de suministro de las exportaciones alemanas. Ese mismo año, alrededor del 30% de la suma de las exportaciones de República Checa, Austria, Polonia, Hungría, Eslovenia, Eslovaquia y Rumania tuvieron como destino directo Alemania, desde donde alcanzaron luego el resto del mundo. Esta circunstancia persiste hoy y constituye el elemento clave del modelo de crecimiento de la zona euro después de la crisis. Este modelo puede entenderse como el efecto de una política monetaria acomodaticia e innovadora –al estilo Draghi– y un desmesurado aumento de las exportaciones, pero depende de la inhibición del consumo interno y la contención de los salarios. Se trata no de una falla, sino de una característica del modelo de exportación. Pero este encaja muy bien en un mundo donde la oferta determina todo y la única política que merece la pena aplicar es el mantenimiento de la competitividad.
«La inhibición del consumo interno y la contención de los salarios no es un fallo, sino una característica del modelo de exportación a la alemana»
Sin embargo, la aplicación de una política de este tipo a lo largo y ancho del continente implica un empobrecimiento del vecino, ya que “mi” reducción salarial hace que disminuya “tu” demanda. Además genera deflación, problema al que se enfrenta la zona euro desde la crisis. El BCE no ha alcanzado su magro objetivo de inflación del 2% en más de una década. Asimismo, las políticas del BCE no solo contraponen a “santos del norte” y “pecadores del sur” en la guerra entre acreedores y deudores de la zona euro, sino que confrontan el complejo exportador formado por Alemania y el resto de exportadores del norte, a los que se suman los países de la cadena de suministro de Europa del Este, con las grandes economías de consumo de España, Francia e Italia.
De hecho, el pacto fiscal de 2012 agudiza estas tensiones. Permite a efectos prácticos un superávit exportador ad infinitum, al tiempo que desatiende los déficit asociados a otros tramos del mismo sistema. Así, las reducciones salariales en el norte erosionan la demanda interna general, mientras que la normativa fiscal invalida las respuestas fiscales en los países del sur. Las medidas que mejorarían el reparto de la carga económica con miras a compensar esta contraproducente normativa, como el seguro de desempleo a escala europea, han quedado estancadas. Mientras, los populistas antieuropeos mejoran resultados electorales que, por desgracia, eran muy de esperar. Parecen haber llegado para quedarse.
Este es el mundo que Lagarde hereda: un modelo de crecimiento continental desequilibrado, falto de demanda y dependiente de las exportaciones, con el que hemos perdido una década de crecimiento y que adolece de un desempleo estructuralmente alto entre jóvenes y países del sur. ¿Dónde hemos de buscar la solución? ¿Hemos de comprar más bonos y aplicar tipos de interés duales o reflexionar sobre cómo el gobierno de “ella” puede diferir de “él”?
Los límites de los bancos centrales
Tal vez haya llegado el momento de repensar el proyecto de “los bancos centrales dirigiendo el show”. Draghi parece estar convencido de ello: aprovechó su última rueda de prensa para insistir en que, a pesar de lo que está haciendo, los Estados deben redescubrir las políticas fiscales. Sin embargo, en un mundo de hiperexportadores que dependen de la restricción de la demanda, una recomendación de este tipo probablemente caerá en saco roto.
Lagarde puede ampliar la última ronda de adquisición de bonos de Draghi, lo que hundiría los tipos de interés sobre los depósitos aún más, garantizando a la vez un rendimiento positivo del crédito dirigido. Sin embargo, como Keynes afirmó hace más de 80 años, estas maniobras equivalen a tratar de empujar con un trozo de cuerda. Los bancos centrales pueden “tirar” de este hilo del crecimiento a futuro, pero no pueden “empujarlo” en el presente. ¿Cómo podrá salir el BCE de esta posición insostenible, en la que es responsable de todo pero no tiene las herramientas para hacer lo que se le pide?
Una solución es agrandar la caja de herramientas. Hoy se plantea con seriedad la financiación monetaria directa (el también llamado “dinero de helicóptero”). Si bien es preferible esta política –que otorga libertad para diseñar estímulos fiscales– al despilfarro flagrante que traen consigo los programas de expansión cuantitativa, lo cierto es que deposita la responsabilidad fiscal sobre los hombros de una autoridad monetaria diseñada para no reaccionar ante la presión pública. Todo ello en una era de rechazo populista a la tecnocracia. Se trata de una frágil enmienda, en el mejor de los casos. ¿Necesitamos quizá reflexionar más profundamente?
En primer lugar, los bancos centrales modernos funcionan con la premisa de una doble panacea. Por un lado, el dominio de la oferta en la economía; por otro, la inflación entendida como peligro real e inminente. De este modo, la política monetaria triunfa sobre la fiscal, y el control de los tipos de interés basta, por definición, para gobernar la economía. Hemos de preguntarnos si estas soluciones milagrosas continúan siendo sostenibles. El perjuicio a largo plazo que la crisis del euro ha infligido a las perspectivas de crecimiento de múltiples economías y el fracaso de las políticas de austeridad han restado validez a la proclama de que la oferta debe dominar la economía. El hecho de que la máxima autoridad del BCE exija políticas fiscales así lo da a entender.
«La inflación de los años setenta, que revolucionó tanto el pensamiento económico, podría haber sido una anomalía»
En segundo lugar, la inflación de la década de los setenta, que revolucionó tanto el pensamiento económico como las políticas de los bancos centrales, podría haber sido una anomalía. Cuando se estudia la economía en largos periodos de tiempo, las inflaciones tienden a ser raras y aparecer como secuela de guerras, revoluciones o colapsos de estructuras estatales. Los tipos de interés a los que estábamos acostumbrados iniciaron su largo declive en la década de 1980, cuando eran anormalmente altos, hasta ser negativos hoy. En efecto, los tipos parecen tender a largo plazo a una reversión a la media, que se verifica desde hace siglos. En el mundo de hoy no es tanto la inflación como la deflación lo que más problemas plantea a los bancos centrales. De nuevo, ¿cómo ayudan la independencia o los objetivos de inflación en un mundo así? Urge meditar sobre esta pregunta.
En tercer lugar, el crecimiento de la zona euro posterior a la crisis se ha basado en el superávit de exportación frente al resto del mundo y, a efectos prácticos, la importación de la demanda desde otros lugares. Es posible que este modelo esté quedándose sin energía y también sin tiempo. El agotamiento se manifiesta en las consecuencias de la guerra comercial entre EEUU y China y los daños colaterales a terceros países exportadores, de los que la zona euro es el principal ejemplo. En este escenario, una política fiscal sólida compensaría los daños infligidos. Pero esta respuesta minaría al importantísimo sector exportador en lugar de salvarlo. En los países presuntamente ilustrados e igualitarios, resulta que aumentar los salarios –incluso cuando uno puede permitírselo– presenta inconvenientes.
El factor tiempo se revela en el hecho de que China dé la espalda a las exportaciones. La proporción entre exportaciones y PIB en el gigante asiático alcanzó su cénit en 2008 y desde entonces ha disminuido, pese al novedoso enfoque comercial de EEUU. Los macroeconomistas creerán quizá que los déficit comerciales bilaterales no tienen sentido, pues el meollo está en los patrones globales de ahorro e inversión, pero el gobierno de Donald Trump discrepa. Si vuelve a ganar, podemos confiar en que la guerra comercial con China arrecie y se abra un nuevo frente contra Europa. Los aranceles sobre el vino y las nuevas multas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) contra los europeos por las ayudas a Airbus son solo el principio. Luego les tocará a los coches y será entonces cuando China ejerza verdadera presión sobre el modelo de crecimiento europeo. La voluntad de Pekín para ascender en la cadena de valor antes de 2025 amenaza con hacer con el Mittelstand exportador alemán lo mismo que hizo la entrada china en la OMC a las manufacturas del Medio Oeste estadounidense en 2001.
En el mundo en que vivimos puede parecer extraño detenerse a hacerse preguntas sobre lo que Lagarde debe o no hacer, o sobre lo que representa. El BCE puede mantener los tipos de interés en negativo. Esto fastidiaría a los ahorradores alemanes, pero es bastante lógico. El mundo occidental saldó la deuda posterior a la Segunda Guerra Mundial mediante la represión financiera; es decir, acotando los pagos de los intereses generados por los bonos y alcanzando una tasa de inflación más elevada que la de su rentabilidad, con lo que la inflación devoraría la deuda.
En una realidad deflacionaria, ese truco ya no funciona, pero sí podría surtir efecto una variación del mismo. Será necesario seguir comprando bonos para que los tipos se mantengan en rojo, transfiriéndose así los ahorros financieros a los Estados endeudados para aliviar la carga del pago de intereses con el paso del tiempo. A continuación, habría que recurrir al crédito dirigido para impulsar el consumo si no crecen los salarios reales, en un intento de salvar a los exportadores del norte sin aplastar al sur. Es un buen truco, podría incluso funcionar, aunque no servirá para dar respuesta a las cuestiones estructurales a largo plazo expuestas anteriormente.
Quizá debamos plantearnos que tal vez esté desapareciendo el mundo que convirtió los bancos centrales en órganos de gobierno. Las condiciones de antaño han desaparecido. Hoy los máximos responsables de bancos centrales, como Lagarde, tratan de ganar tiempo para que la política fiscal haga acto de presencia. Los gobiernos aún no han plantado cara a ese desafío y no está claro que lo vayan a hacer. Si Lagarde quiere estar segura, tendrá que trabajar duro de aquí en adelante. El auténtico problema, sin embargo, es que se le pida hacer tanto y a lo largo de tanto tiempo. ●
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