Construcción del nuevo palacio de gobierno, la Casa grande del Pueblo, ubicada en el centro de La Paz, Bolivia, el 24 de julio de 2017. GETTY

Bolivia: la politización de la estética

Franz Flores Castro
 |  10 de julio de 2018

Últimamente una tormenta de críticas se ha abatido sobre el nuevo palacio de gobierno (denominado la Casa grande del Pueblo) ubicado en la plaza Murillo, en pleno centro de la ciudad de La Paz: engendro, grotesco, feo, desubicado, son solo algunos de los adjetivos que se han proferido en contra de este edificio, reflejando con ello que la batalla política no solo se libra en las calles ni en la Asamblea Legislativa Plurinacional, sino en el mundo de la estética. Este es un dato interesante puesto que, por primera vez, las construcciones de Evo Morales son juzgadas desde esa perspectiva. En general han sido criticadas por su carencia de licitación, por su mala ejecución, por su falta de factibilidad o por sus indicios de corrupción, pero nunca por ser feas. Ni siquiera el museo del presidente ha sido criticado desde la estética, sino porque su erección se hizo en medio de la pobreza del pueblo natal de Morales o porque alimenta el ego de Evo. Por eso, la Casa grande del pueblo es un asunto interesante de reflexión, porque expresa algo poco analizado en torno al proceso político que vive Bolivia: la politización de la estética.

La cuestión estética no es un asunto banal ni menor; con Pierre Bourdieu sabemos que la estética que el Estado sanciona como legítima es el resultado de una lucha política y de una imposición que corona y expresa la dominación; que aquello que el Estado considera válido, reproducible, expresión de lo bello, es el resultado de una forma de ver el mundo que se ha impuesto sobre otras posibles. Como señala Boaventura de Souza Santos, lo que señala el Estado como bello, bonito, elegante, digno de mostrarse al público se convierten en los únicos criterios de verdad o de cualidad estética, ante los cuales las otras estéticas posibles solo son anacrónicas y feas.

La propia historia de la república de Bolivia es una muestra clara del ocultamiento o negación de una estética indígena. En 1925, un álbum de Centenario no contenía fotos de indígenas, solo cuando se trataba de mostrar el pasado de Bolivia. En 1909 un álbum de Centenario del primer grito libertario de Sucre inauguraba luces en la torre Eiffel y el Arco del triunfo y sus impulsores ratificaban que la independencia de España era política pero no de sangre. En 1952 se había mostrado la música y el folklor boliviano como una muestra de cómo la cultura oficial era capaz de incluir a la estética indígena, pero negándole toda validez en sí misma.

La estética sancionada por el Estado tiene mucho que ver con la noción de lugar. El Estado establece varios espacios físicos donde emplaza edificios, monumentos y lugares de recreación que son mostrados como íconos de la identidad estatal y nacional. Son lugares donde a la nación, más allá de su contenido imaginario, se la puede ver y tocar, donde uno puede recrear las epopeyas o acontecimientos que la historia oficial ha considerado como memorables. Aunque, en general, son una suerte de reliquias, de objetos del pasado, no por ello no dejan de ser actuales, en tanto ratifican una identidad nacional y por tanto se reactualizan permanentemente. Su carga simbólica acumulada durante décadas es lo que le da esa característica.

Uno de esos lugares es sin duda la plaza Murillo de la ciudad de La Paz, cuyo nombre evoca la vida pasión y muerte de Pedro Domingo Murillo, un ícono de la nación boliviana en tanto su gesta y su trágico final permite el nacimiento de la nación boliviana. También es el lugar donde desde 1899 se han dado las luchas políticas definiendo las líneas maestras del Estado boliviano; la plaza Murillo es el centro político nacional, el espacio desde el cual el Estado se expande hacia los demás territorios, el lugar de inicio de su proceso de dominación territorial. En otras palabras: donde lo bello se ensambla con el poder, con el Estado y la nación.

Por ello, no es casual que Morales haya escogido, precisamente, la plaza Murillo para desplegar su transgresión al poder simbólico del Estado republicano erigiendo en este lugar la Casa grande del Pueblo. No podía ser de otra manera, ya que lo que se busca es justamente dañar el corazón mismo de la simbología estatal republicana. Se ha construido un edificio de 36 millones de dólares, con 28 pisos, en un área de 1.800 metros cuadrados, provocando que el palacio de gobierno conocido como Palacio Quemado –cuya construcción fue inspirada en el neoclasicismo y academicismo francés– quede chico ante su imponente presencia, como en proceso de deterioro y obsolescencia. Cuando Morales construye su propio palacio, lo que hace es transgredir la estética sancionada como válida por el Estado republicano puesto que la desafía en el lugar con mayor densidad simbólica como es la plaza Murillo. Por ello, las críticas al edificio han sido dadas en torno a lo estético, porque para muchos el edificio es una suerte de mancha en un libro de historia nacional, la muestra de que el poder masista no guarda respeto por los íconos nacionales.

 

Estética disfuncional, pero carente de continuidad

Ahora cabe reflexionar si efectivamente el nuevo edificio es el punto de partida de una nueva estética estatal alternativa a la existente, si a partir de la Casa grande del Pueblo se construye una nueva narrativa estatal plurinacional. Este asunto es central porque a todo lo largo del proceso previo a la llegada de Morales al poder, se ha hablado, desde espacios afines al proceso de cambio, de la necesidad de superar el mestizaje como identidad nacional, de la urgencia de pasar a una lógica que valore lo indígena.

Empero, más allá de estas intenciones, creo que el gobierno no ha avanzado sobre la erección de una estética indígena. Más allá de poner en tensión la legitimidad del discurso estético y cultural del Estado republicano, con edificios o con relojes al revés, no hay una nueva estética sino una que se suma inevitablemente a la cultura mestiza. Morales desde el poder ha tratado de cambiar la estética, pero no ha sido capaz de avanzar en la aparición de una alternativa a la del denostado pasado, sino que se ha adscrito a la estética mestiza dominante que en muchos casos oculta o minimiza la estética de raíces indígenas hecha en las comunidades indígenas o en los sectores migrantes que hacen música chicha.

¿Cuáles son los factores detrás de este fracaso en la descolonización estatal? En primer lugar, para erigir una nueva estética plurinacional hace falta una visión de largo plazo, puesto que se tienen que poner en acción dispositivos que para ser efectivos tienen que desplegarse en un tiempo siempre mayor al de una gestión estatal. Morales, pese al gran respaldo disfrutado siempre, ha actuado, paradójicamente, como si su estancia el poder solo fuera a durar cuatro años. Con la estética del Estado plurinacional pasó lo mismo que con otras áreas del Estado como la economía y la política: el gobierno del MAS en vez de desarrollar políticas de industrialización y de diversificación productiva se ha limitado a establecer costosas empresas pero desarticuladas de una visión productiva; a cambio de profundizar en la democracia intercultural se ha limitado al repartir del poder y el dinero entre las organizaciones sindicales afines a su partido, y en vez tratar de erigir una nueva estética basada en lo indígena, se ha limitado a construir palacios de gobierno sin que ella esté enmarcada en una política de largo plazo.

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