Colombia: la hora de la verdad

Guillermo Pérez Flórez
 |  29 de septiembre de 2016

Los ojos del mundo se posarán sobre Colombia este domingo. Los ciudadanos acudirán a las urnas para decir si apoyan o no los acuerdos entre el gobierno y las FARC-EP para terminar el conflicto armado y construir una paz estable y duradera. Según los sondeos, la mayoría de los votos se depositarán por el Sí, empero, la posibilidad de un resultado tipo Brexit, por irracional que parezca, genera una temerosa expectativa.

La bandera del No la agita el expresidente y senador Álvaro Uribe, quien se opone al acuerdo desde antes de que la negociación fuese pública. Lleva cuatro años martillando, y cada vez que le derrotan un argumento saca otro de la chistera. Así, ha ido saltando de piedra en piedra. Que las FARC no entregarían las armas. Que las negociaciones desmoralizaban a los militares. Cuando la guerrilla aceptó entregarlas y los militares dieron su apoyo, dijo que el proceso era un afrenta a las víctimas, pese a que estas también respaldan la negociación. Junto al expresidente Andrés Pastrana, Uribe argumenta que las FARC eran solo un cártel de narcotraficantes, con tan mala fortuna que Washington reconoció que había un conflicto de naturaleza política y aceptó que el narcotráfico ejercido por ellas tenía conexión con la rebelión.

Uribe, sin embargo, no da su brazo a torcer. Persiste en un argumento simple y taquillero: los responsables de crímenes de lesa humanidad deben pagar con la cárcel y quedar inhabilitados para hacer política. Eso es algo inaplicable a una guerrilla golpeada pero no vencida. Pero a las mayorías urbanas, que no han padecido en carne propia la guerra, les suena lógico.

Colombia, a diferencia de muchos países latinoamericanos, es una nación de ciudades. El 75% es urbano, y en ese universo, de esta guerra saben casi nada, a pesar de las más de 230.000 víctimas mortales, de los 50.000 desaparecidos y de los siete millones de desplazados forzados. Durante sus ocho años de gobierno, Uribe logró vender la tesis de que el conflicto armado no existía, que había una amenaza narcoterrorista, siguiendo la doctrina de George W. Bush y su cruzada global contra el terrorismo.

Además, entre 2002 y 2010, Uribe y Juan Manuel Santos, como ministro de Defensa y luego como presidente, llevaron a cabo una fortísima campaña contrainsurgente, la cual combinó elementos militares, diplomáticos y propagandísticos. La satanización de las FARC fue demoledora, tanto o más que los bombardeos. El descrédito político, interno y externo, fue absoluto. Estados Unidos y la Unión Europea los incluyeron en sus listados de grupos terroristas. Y la guerrilla, extremadamente rural y sin noción de los ritmos y dinámicas comunicacionales de la globalización, refinó sus métodos de crueldad, despreció la opinión pública y se comportó de forma soberbia. De esta forma, es lógico que una parte de la población se mueva con coordenadas emocionales, más que analíticas.

Vista la situación desde un ángulo moral, darle representación en el Senado y la Cámara de Representantes (cinco escaños en cada cuerpo) a una banda de narcotraficantes y de secuestradores es un imposible ético, igual que subsidiar su regreso a la vida civil y el tránsito a la actividad política legal. Es premiar a quienes se han comido el Código Penal entero. Pero la realidad es mucho más compleja.

En casi todos los países latinoamericanos se organizaron movimientos revolucionarios armados, en el marco de la guerra fría. En Cuba y Nicaragua, triunfaron. En El Salvador y Guatemala, negociaron. En Argentina (los Montoneros), en Uruguay (Tupamaros) y en Perú (Sendero Luminoso y el MRTA), fueron derrotados. Colombia, en cambio, llegó a contabilizar ocho o nueve grupos guerrilleros y un centenar de bandas paramilitares, con quienes ha combatido y negociado. Así lleva 60 años. Volvió a la guerra casi inmediatamente después de sellar la paz entre liberales y conservadores en 1957. Guerra que hizo metástasis en los años ochenta y noventa gracias al narcotráfico. Sus cárteles amamantaron hordas de asesinos anticomunistas para “limpiar” el territorio a punta de metralletas y motosierras, al tiempo que las guerrillas se descomponían entrando en ese podrido negocio.

En los grandes centros urbanos esta historia es marginal. Algunos son muy viejos y ya la olvidaron. Otros muy jóvenes y nunca la conocieron. Pero el odio inoculado contra las FARC se mantiene casi intacto. Estas comienzan a entenderlo. De ahí la trascendencia de que su jefe, Timoleón Jiménez, durante el acto de firma del Acuerdo Final en Cartagena el 26 de septiembre, haya pedido perdón “por todo el dolor que hayamos podido causar”, en presencia de 17 jefes de Estado y de gobierno, y de una docena de cancilleres y cabezas de organismos multilaterales.

Colombia es visitada por centenares de periodistas extranjeros y líderes políticos. Algunos han tomado partido abierto, como John Carlin, quien ha declarado que votar No es una estupidez. Y que si votar Sí es traicionar a los muertos, como sostienen algunas personas, el No es traicionar a los vivos y a los que están por llegar. José Mujica, expresidente de Uruguay, por su parte, ha dicho que de ganar el No se comprobaría que Colombia es un “pueblo esquizofrénico”. El expresidente de gobierno español, Felipe González, quien tiene ciudadanía colombiana, también ha salido en defensa del acuerdo: “Los acuerdos de paz son posibles o imposibles, pero nunca perfectos”.

¿Hay plan B en caso de triunfar el No? No. No lo hay. Significaría echar a la basura seis años y hacer el ridículo ante la comunidad internacional, literalmente volcada a respaldar el proceso de paz. Desde la tropical Cuba y la gélida Noruega, pasando por EEUU, la UE, el Consejo de Seguridad de la ONU y su secretario general, hasta la Comunidad Económica de América Latina y el Caribe (Celac), la Unión de Naciones de América del Sur (Unasur), El Vaticano y el Comité Internacional de la Cruz Roja.

Humberto de la Calle, jefe del equipo negociador del gobierno, ha dicho que la renegociación que vende Uribe (su última estrategia) es una ilusión. Y tiene razón. Más aún. El acuerdo ha sido suscrito como un acuerdo especial, autorizado por el artículo 3º común de los Convenios de Ginebra de 1949 (ratificados por Colombia en 1960) que, de conformidad con la Constitución colombiana, “prevalecen en el orden interno”. Vale decir, tienen carácter supraconstitucional. Si el pueblo dijese No, Santos no podría utilizar las herramientas otorgadas por el Congreso de la República para implementar los acuerdos, pues se supeditó su vigencia a la refrendación popular del pacto.

La Corte Constitucional ha dicho que “el presidente tendría que inhibirse” de aplicarlo. Para Santos el plebiscito es vinculante. No obstante, lo anterior, el Acuerdo Especial, que está depositado ante el Consejo Federal Suizo, quedaría vigente. Un limbo jurídico. Sería una auténtica patata caliente para el gobierno y la comunidad internacional, en especial para el Consejo de Seguridad de la ONU, que avala el proceso, lo monitoriza y vigila. Ha llegado la hora de la verdad. Hay que confiar en que los pueblos no se suicidan.

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