Iván Duque durante la Asamblea General de la ONU, el 25 de septiembre de 2019. NACIONES UNIDAS

Colombia: de la violencia interna al dilema regional

Fabio Sánchez
 |  24 de septiembre de 2019

El 29 de agosto Iván Márquez, negociador de las FARC en La Habana y uno de los líderes históricos de la guerrilla de Colombia, anunció en un vídeo, junto a otros exmiembros de la organización, que se alzaba en armas de nuevo. La noticia sacudió a una sociedad colombiana históricamente dividida por el conflicto interno. El mensaje de Márquez daba parte de razón a los escépticos con el proceso de paz llevado a cabo en La Habana entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, pero también evidenciaba las dificultades propias de un postconflicto marcado por diversas dificultades: muerte de líderes sociales, aquiescencia del régimen de Nicolás Maduro con disidencias de las FARC, y un contexto político que desvela la división de los colombianos ante la agenda socio-política del país. Previo a esto, en enero de 2019 el Ejército de Liberación Nacional (ELN) organizaba un atentado terrorista en contra un centro de formación policial, con un saldo de 21 muertos y 60 heridos. El atentado detuvo el diálogo con el grupo en La Habana.

Todo lo anterior reubica a Colombia en los asuntos de la agenda doméstica, al tiempo que debilita la posibilidad de fortalecer su perfil de actor pacificado en la arena internacional.

 

Raíces del conflicto

La política exterior colombiana se caracteriza por cuatro vectores establecidos: bajo perfil (desde la pérdida de Panamá en 1903); apego al Derecho Internacional; alineamiento con Estados Unidos, y necesidad de mitigar, o controlar, los efectos del conflicto interno. Los tres primeros se han mantenido estables, pero el conflicto interno escapó de las fronteras a raíz de la globalización de la violencia: tráfico de armas, de personas y lucha por el control de las rutas de las drogas, las cuales han sido objeto de disputa entre guerrillas y otros grupos armados al margen de la ley desde finales de los años setenta. Tal vez el apego al concierto multilateral y el buen comportamiento del país ante la ONU, la OEA y el FMI ayudó a consolidar la imagen de “buen vecino” democrático y ajeno a dictaduras, cuando América Latina era escenario de guerras subsidiarias, autoritarismo y tiranos favorecidos por Washington. Sin embargo, el país vivía un complejo escenario político que habría de agudizarse y prolongarse durante la segunda mitad del siglo XX.

Así, al mismo tiempo que el país gozaba de prestigio internacional –con Alberto Lleras Camargo como primer secretario de la OEA (1947-1954) y la participación del Batallón Colombia en la guerra de Corea, bajo mando de EEUU y la ONU– se desataban los horrores del período conocido como La Violencia (1948-1958). Este comenzó con la muerte del líder político liberal Jorge Eliécer Gaitán, en el conocido Bogotazo del 9 de abril de 1948, en la misma ciudad donde, de forma simultánea, se firmaba el nacimiento de la OEA. El enfrentamiento político entre liberales y conservadores ocasionó unas 200.000 víctimas y marcó la ruta de la violencia en el país, cuyo origen se encuentra en la concentración de la tierra y una débil presencia del Estado en vastas zonas rurales con pobre infraestructura, salud y educación.

En el marco de la guerra fría, la crisis política generó la creación de grupos guerrilleros, que en parte se inspiraron en la Revolución Cubana. Las FARC y el ELN iniciaron una lucha insurgente, que para finales de los setenta se mezcló con el narcotráfico. La violencia rural generó grandes migraciones, que dieron lugar a cordones de miseria en las principales ciudades: Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla. En aquel momento, la “diplomacia del café” y el liderazgo del presidente Belisario Betancur en el Grupo de Contadora fueron factores positivos que se oponían al surgimiento de los cárteles de Medellín y Cali, el primero liderado por Pablo Escobar, personaje siniestro que permeó a la política, el deporte y otros sectores de la sociedad, y quien además inició una oleada de terror en contra de la justicia, el Estado y los medios de comunicación.

A finales de los ochenta, Colombia tenía una agenda marcada por el tráfico de drogas, guerrillas poderosas, grupos paramilitares y un Estado parcialmente cooptado por estos actores violentos. Durante el gobierno de Ernesto Samper, el país sufrió un colapso político: el presidente perdió la visa estadounidense, involucrado en una investigación por nexos del narcotráfico en su campaña, conocido como Proceso 8.000. Posteriormente, durante el gobierno de Andrés Pastrana se iniciaron diálogos con las FARC en la denominada “zona de despeje” (1998-2002), una región de 42.000 kilómetros cuadrados en el suroeste del país. La iniciativa fracasó, las FARC intentaron legislar para extorsionar y desafiaron al gobierno. El cierre del fiasco estuvo marcado por el secuestro de Ingrid Betancur y Clara Rojas. Estos hechos marcaron una profunda depresión en la imagen del país, un momento crítico en el que Pastrana y su equipo diseñaron la propuesta del Plan Colombia: un paquete de ayuda económica (con componente militar y social) para la lucha contra las drogas y la insurgencia.

 

Evolución reciente del conflicto

Durante la administración de Álvaro Uribe (2000-2010) convergen su propuesta de seguridad democrática y los recursos del Plan Colombia, que fortalecen la capacidad de acción de las fuerzas militares. El país recuperó la confianza y seguridad en corredores estratégicos para el comercio y la inversión nacional y extranjera. Uno de los vectores clásicos de la política exterior se destacó: el alineamiento con Washington fue intenso, a tal punto de apoyar la invasión estadounidense de Irak en 2003, lo cual generó el rechazo de un vecindario sumergido en un contexto político de nueva izquierda, liderada por Lula da Silva y Hugo Chávez. La presión interna desbordó del conflicto: el bombardeo del campamento de las FARC en Ecuador (Operación Fénix), en el cual murió Raúl Reyes, generó un impase diplomático en diversos foros multilaterales: el Grupo de Río, la OEA y la cumbre de Bariloche (en el marco de la Unasur), en donde se criticó la acción colombiana, calificada como violación de la soberanía de Ecuador. Esto propició la creación del Consejo de Defensa Suramericano (CDS), apéndice de la ahora agónica Unasur.

Estos hechos dan cuenta de la evolución del conflicto interno, que desbordó las fronteras en un momento en el que el uso de la fuerza y la ayuda militar y económica estadounidense parecían la única fórmula para conseguir la paz.

 

El proceso de paz y un nuevo papel internacional

La llegada de Santos está marcada por su acercamiento con Chávez y el inicio de un complejo proceso de paz con las FARC (2012-2016). Los diálogos del gobierno y la guerrilla en La Habana llamaron la atención de la comunidad internacional: garantes, donantes y observadores estuvieron atentos a la posibilidad de acabar con uno de los conflictos más antiguos y dañinos del orden internacional contemporáneo. En efecto, se firmó un primer acuerdo en Cartagena ante la comunidad internacional, representada por Ban Ki-moon y varios jefes de Estado. El acuerdo, sin embargo, fue rechazado en plebiscito. Con el acuerdo herido de muerte, Santos recibió el premio Nóbel de la Paz. La oposición liderada por Uribe buscó ajustes al acuerdo original. Tras la conciliación se firmó, por fin, el documento definitivo en el Teatro Colón de Bogotá en noviembre de 2016.

Colombia debió aprender a vivir en el posconflicto, marcado por una política exterior enfocada hacia la paz. Del perfil de país-problema se pasó al de país pacificado, miembro de la OCDE y socio de la OTAN, eximido del visado Schengen y bajo el mando de un Nobel de Paz. Sin embargo, el ambiente político interno se polarizó entre quienes apoyaban el acuerdo y los detractores liderados por Uribe. La contienda electoral de 2018 fue un reflejo de dicha división. Ganó Iván Duque, quien intentó objetar, sin éxito, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), un sistema de justicia para buscar la verdad, reparar a las víctimas y evitar que la historia se repita.

 

Dilemas de un actor pacificado

En el plano internacional, Duque ha liderado el cerco diplomático en contra del régimen de Maduro, en escenarios nuevos como el Grupo de Lima y en el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), donde contó con el apoyo de los presidentes Sebastián Piñera (Chile), Mauricio Macri (Argentina) y Jair Bolsonaro (Brasil), un eje de centroderecha que ha encontrado espacio en la agenda del presidente estadounidense, Donald Trump. Asimismo, ha sido enfático en el reconocimiento de Juan Guaidó como líder legítimo de Venezuela. Previo a esto, se retiró de la Unasur argumentando que se trataba de un régimen cómplice de la dictadura dirigida desde Caracas. Mientras tanto, desde Washington llueven críticas por la gestión de la lucha contra el narcotráfico: el número de hectáreas ha pasado de 68.000 en 2009 a 169.000 en 2018. Asimismo, hay señalamientos sobre las muertes de líderes sociales y la doctrina del ejército de “doblar los resultados”, lo cual suscitó enfrentamientos entre el gobierno y The New York Times. Vale la pena destacar que el gobierno mantiene el apoyo a los desmovilizados a través de Consejería Presidencial para la Estabilización y la Consolidación y la oficina del Comisionado de Paz, labor que ha sido reconocida por la Misión de Verificación de la ONU en el país.

Asimismo, Duque ha realizado diversos viajes en busca de inversión e impulso para los productos del país en mercados atractivos de Europa y Asia. Asimismo, el canciller colombiano, Carlos Holmes, ha brindado alternativas al elevado número de refugiados venezolanos que deambulan por el país, quienes están de paso hacia el Ecuador y otros destinos suramericanos, o simplemente buscan alimentos y protección en Colombia, un drama migratorio que nunca había vivido el país.

A modo de conclusión: la agenda doméstica, matizada por un posconflicto complejo –por las variables del conflicto interno–, condiciona el papel del país en la agenda internacional. Se trata de un actor pacificado parcialmente, cuya violencia continúa desbordando sus fronteras y que ahora, además, debe lidiar con los desafíos de una dictadura vecina relacionada con diversos actores al margen de la ley. Históricamente, el imaginario internacional levanta una Colombia con factores únicos que podrían facilitar su papel en el mundo: dos océanos, diversos pisos térmicos, valles fértiles, selvas y el segundo lugar en biodiversidad a nivel mundial, entre otros. Esto podría funcionar, pero primero hay que superar, de una vez por todas, las diferencias políticas internas, ampliar el bienestar social y, sobre estas bases, formular una estrategia de inserción externa rigurosa y adecuada.

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