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Operación de la policía y el ejército surafricanos en Alexandra, un suburbio a las afueras de Johannesburgo, para recuperar bienes supuestamente saqueados durante los disturbios en la provincia de Gauteng. ALET PRETORIUS/GALLO/GETTY

Corrupción, desigualdad y luchas intestinas en Suráfrica

Tras los disturbios más importantes desde el fin del ‘apartheid’, el Congreso Nacional Africano continúa perdiendo legitimidad, lastrado por la corrupción, las luchas internas y la mala gestión.
Antoni Castel
 |  4 de agosto de 2021

Los disturbios registrados en Suráfrica, los más importantes desde el fin del apartheid en 1994, han puesto en evidencia la fragilidad del Congreso Nacional Africano (CNA), que va perdiendo su legitimidad a causa de la corrupción, las luchas internas y la mala gestión. Al mismo tiempo, las protestas, originadas por el encarcelamiento del expresidente Jacob Zuma, han confirmado la buena salud de las instituciones democráticas, una excepción en África, y han fortalecido, al menos de momento, al presidente, Cyril Ramaphosa.

Zuma, presidente durante nueve años (2009-2018), fue condenado a 15 meses de cárcel por el Tribunal Constitucional por haberse negado a testificar en la denominada Comisión Zondo, que toma el nombre del juez Raymond Zondo, quien desde 2018 investiga la corrupción y el fraude en el sector público y en organismos del Estado surafricano. Al ingresar en la cárcel, a principios de julio, se desatan las protestas, concentradas en dos de las nueve provincias, Kwazulu Natal, el feudo de Zuma, y Gauteng, la más industrializada, donde se encuentra Johannesburgo.

Para Ramaphosa, muy crítico con Zuma, de quien fue vicepresidente durante cuatro años (2014-18), las protestas tenían la intención de “provocar una insurrección popular”, que podría desestabilizar un gobierno enfrentado a numerosos problemas: la gestión de la pandemia (70.000 muertes), las profundas desigualdades sociales, el desempleo, la violencia y la propia corrupción. Había otro peligro en las protestas: la etnificación de la política, puesto que los seguidores de Zuma lo consideraron un ataque a la nación zulú, etnia a la que pertenece el expresidente. No había consignas políticas entre los manifestantes, sino referencias a los zulúes, y saqueos de centros comerciales en los suburbios de Durban y Johannesburgo, sin que las protestas se extendieran a otras grandes ciudades, como Ciudad del Cabo.

Aplacada la revuelta, tras la intervención del ejército y la muerte de más de 300 personas, Ramaphosa ha superado el desafío lanzado por Zuma, que tiene detrás a un amplio sector del CNA, el más populista, cuya otra figura es Ace Magashule, suspendido de su cargo de secretario general del partido por las acusaciones de fraude en un concurso público cuando era primer ministro de la provincia de Estado Libre. Magashule encabeza la facción conocida como Transformación Radical de la Economía (RET), que critica la política económica de Ramaphosa, al que califica de blando ante el poder financiero blanco.

 

«Si bien el CNA se define como socialista, Mandela, de cuyo carisma carecen tanto Ramaphosa como Zuma, apostó por una política económica neoliberal, compensada con programas sociales»

 

Las dos corrientes, la pragmática y la populista, han estado presentes en el CNA desde que alcanzara el poder en las primeras elecciones plurales, en mayo de 1994, una vez abrogadas las leyes de la segregación racial dictadas por la minoría blanca a partir de 1948. Si bien el CNA se define como socialista en la Carta de la Libertad, de 1955, el presidente Nelson Mandela, de cuyo carisma carecen tanto Ramaphosa como Zuma, apostó por una política económica neoliberal, con privatizaciones del vasto sector público, herencia del nacionalismo afrikáner, y austeridad presupuestaria. Unas medidas compensadas con programas sociales, de construcción de vivienda, electrificación de las zonas rurales, promoción de las personas negras en las empresas y una sanidad universal. A su sucesor, Thabo Mbeki, hijo de un histórico del CNA encarcelado con Mandela, Govan Mbeki, educado en Europa, le llovieron las críticas, en especial de los sindicatos, controlados por el propio CNA, y de otro histórico del movimiento antiapartheid, el arzobispo Desmond Tutu, por mantener dicha política económica durante su presidencia (1999-2008).

A pesar de su discurso populista, Zuma tampoco cambió dichas directrices económicas cuando llegó al poder, en 2009. Tan contenido se mostraba que se consolidó a la izquierda del CNA una facción, encabezada por el dirigente juvenil Julius Malema, quien reclamaba en sus mítines la expropiación de las tierras en poder los agricultores blancos. Expulsado del CNA, Malema fundó en el 2013 el partido Luchadores por la Libertad Económica (EFF, por sus siglas en inglés), que consiguió representación en el Parlamento federal y en las cámaras municipales de Johannesburgo y Ciudad del Cabo.

Si el continuismo tranquilizó al capital financiero, los escándalos de Zuma (acusaciones de violación, corrupción) irritaron a gran parte del Congreso Nacional Africano y le dieron trabajo a los jueces. Ramaphosa estima que la red de corrupción que se tejió durante el mandato de Zuma causó un perjuicio de 34.000 millones de dólares a las arcas públicas.

En otro caso, de la época en que era vicepresidente de Mbeki, Zuma está acusado de recibir una comisión de cuatro millones de rands (unos 235.000 euros) por adjudicar a la empresa francesa Thales un contrato de venta de armas de 2.800 millones de euros. Tanto Zuma como Thales niegan las acusaciones, que deben ser juzgadas por un tribunal de Pietermaritzburg a principios de agosto.

 

 

Uno de los países más desiguales del mundo

Capeado el temporal, Ramaphosa se enfrenta a unos desafíos mayúsculos, que se han puesto en evidencia durante las protestas. El desempleo alcanza el 26,7%, según los datos oficiales, y supera el 60% entre unos jóvenes que no han conocido el apartheid. No les valen, por tanto, los pretextos porque viven en los mismos barrios miserables (townships) en los que fueron forzados a vivir sus padres, mano de obra barata para las ciudades, reservadas a los blancos. Aunque ahora pueden instalarse donde quieran, no pueden dejar unos townships a dos horas de sus trabajos, en los que reina la violencia de los gangs, porque la promoción social es mínima y los negros de los suburbios que consiguen pasar a la clase media son una excepción.

Casi 30 años después del fin del apartheid, sin leyes que limiten los derechos políticos y sociales de las personas no blancas, Suráfrica es uno de los países más desiguales del mundo, según el coeficiente de Gini. Desigual pero atractivo para los empobrecidos vecinos (Zimbabue, Mozambique), cuyos habitantes sueñan con emigrar a una Suráfrica que es la potencia regional y la segunda economía del continente después de Nigeria, que la cuadriplica en población.

 

«Magashule recuerda que el poder financiero sigue en manos de blancos, una minoría en el país del arco iris que aún controla los grandes consorcios»

 

La frustración generada por el desempleo y la precariedad en los servicios, a pesar de la construcción de unos cuatro millones de viviendas sociales y las inversiones en salud y educación, son munición utilizada por el sector populista, en el pasado Winnie Mandela, después Malema y ahora Magashule, que ataca la política económica y recuerda que el poder financiero sigue en manos de blancos. En efecto, los blancos, una minoría en el país del arco iris, controlan los grandes consorcios, aunque se debe reconocer el acceso de personas negras en la dirección de grandes empresas y en la categoría de empresarios de éxito, entre ellos el propio Ramaphosa.

Con la vista puesta en las elecciones municipales, previstas en octubre pero que pueden ser aplazadas por la pandemia, Ramaphosa apuesta por un ingreso mínimo vital, que sería concedido a las personas desempleadas. La medida, discutida en el seno del gobierno, es un gesto hacia los sindicatos, que reclaman acciones sociales para aliviar los efectos de la crisis, y un parche para los desempleados y sus familias, votantes en gran parte de un CNA lastrado por la corrupción. A un año vista, Ramaphosa confía en la Conferencia Nacional del partido, que debe elegir el candidato a las elecciones del 2024. Pero puede ser tan reñida como la celebrada en diciembre de 2017, cuando Ramaphosa ganó por los pelos (2.440 votos frente a 2.261) a Nkosazana Dlamini Zuma, ministra en varias ocasiones y exesposa de Jacob.

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