De Ruslana a Jamala: Música y política en Eurovisión

Joel Cava Barrocal
 |  18 de agosto de 2016

El desgarrador llanto de Jamala se alzaba finalmente con la victoria en una noche donde todo parecía inclinarse a favor de la australiana Dami Im. Europa aligeraba de esta manera parte de su cargo de conciencia tras la anexión rusa de Crimea. Doce años después de su primer triunfo, Ucrania se llevaba el festival por segunda vez a casa ante la mirada atónita del Kremlin. Rusia, favorita en todas las casas de apuestas, no consiguió ganar, pese a contar con la mejor canción o la puesta en escena más llamativa.

Jamala aterrizaba en Estocolmo envuelta en la polémica. La cantante salía airosa de la descalificación semanas antes tras el visto bueno de la Unión Europea de Radiodifusión (UER) a la letra de su tema 1944. No obstante, la gran madre Rusia seguía haciendo campaña contra la balada ucraniana, aludiendo a que era contraria a las reglas del festival por su contenido político. Nada impidió al final que la intérprete pusiera el grito en el cielo con la deportación masiva del pueblo tártaro ordenada por el régimen estalinista en los años cuarenta, rindiendo así homenaje a sus paisanos de Crimea y a su bisabuela, la misma que le contó esta fatídica historia. La artista tártara pidió paz y amor al recoger el trofeo. Jamala era consciente de que esta edición sería recordada como la más política de todas. La tirantez habitual entre Ucrania y Rusia había acabado convirtiendo el escenario en un campo de batalla seguido por 204 millones de espectadores, incluida la audiencia de China y, por primera vez en directo, la de Estados Unidos.

 

 

Torpedear los acuerdos de Minsk

En las últimas semanas el conflicto ucraniano se ha agudizado. Ucrania y Rusia han aumentado su presencia militar en el sur, lado a lado del istmo de Perekop y el estrecho de Chonhar, y en la parte oriental en el linde del Donbass. Esta nueva línea de fuego pone en riesgo los acuerdos de Minsk, alcanzados en febrero de 2015 con la mediación franco-alemana para dar fin a la guerra en el este de Ucrania. Sin embargo, las negociaciones de paz llevan meses en punto muerto. Las mutuas acusaciones, amenazas y ofensas no hacen más que alimentar la sombra de un nuevo conflicto armado en la zona. El proceso de pacificación prevé un alto el fuego inmediato auspiciado por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y una serie de medidas políticas, económicas y sociales para reactivar el territorio en disputa. Este arbitraje incluye la celebración de elecciones locales en la zona y un nuevo estatus jurídico para Donetsk y Lugansk dentro de la Ley ucraniana y la integridad territorial del país. No obstante, la OSCE ha denunciado el enroque de las partes implicadas. La última guinda la ha puesto el presidente ruso Vladimir Putin, acusando a Kiev de preparar una campaña de atentados terroristas contra las instituciones de la península de Crimea y del Donbass. El presidente ucraniano Petro Poroshenko ha condenado el cinismo del Kremlin y ha exhortado a Occidente a frenar la estrategia rusa de torpedear los acuerdos de Minsk. Francia y Alemania, miembros del llamado cuarteto de Normandía, han expresado su intención de involucrar a los Estados Unidos en el conflicto.

 

De Ruslana a Jamala

Ucrania ha intentado sin éxito salvaguardar su posición entre Occidente y Rusia, pero su gran dependencia económica y energética de la Federación ha acabado perpetuando una relación tóxica con Moscú, de la que insiste en escapar desde hace años. Los ucranianos habían luchado por la democracia y un futuro en la Unión Europea una década atrás. En 2003, el gobierno prorruso de turno, con el interés de apaciguar el sentimiento pro-occidental del país y renovar su imagen de cara a las siguientes elecciones, autorizó el debut de Ucrania en Eurovisión. Nadie imaginaba que en 2004, un año después, el país conseguiría su primera victoria en el concurso. Ruslana Lyzhychko, la ganadora de aquel año, se convirtió en un símbolo para el país. Ese mismo otoño, la cantante de los Cárpatos Orientales se convertía en una de las protagonistas de la Revolución Naranja, una oleada de protestas contra el fraude electoral que daba la victoria a Víctor Yanukóvich y a la política continuista con Moscú. La primavera ucraniana exigía para el país un avance democrático, mayores libertades y agarrar de una vez por todas la mano de Europa. Los comicios se repitieron en 2005 y Víctor Yuschenko, el político pro-occidental apoyado por la cantante, acabó convirtiéndose en el presidente del país y ella en diputada de la Rada Suprema.

 

 

Los aires de la revolución se apagaron pronto. El cisma entre el presidente Yuschenko y la primera ministra Yulia Timoshenko, la alargada sombra de la corrupción, la presión de las oligarquías y la interferencia rusa en el abastecimiento de gas al país acabaron condicionando el éxito del movimiento democratizador y toda la acción política durante la legislatura europeísta. No obstante, esta nueva política había conseguido un acercamiento a Bruselas y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), lo que enfureció a Rusia, que observaba cómo Ucrania se alejaba cada vez más de su órbita de influencia. Tanto es así que el número de votos que se otorgaron ambos países en el concurso decreció en tan solo seis años hasta un 50%, de 2003 hasta 2009, confirmándose, además del distanciamiento, una rivalidad creciente entre las dos naciones por ganar el festival.

Esta carrera musical estuvo muy presente en las ediciones de 2007 y 2008, lucha que ha ido repitiéndose hasta la gala de este año. El transformista ucraniano Verka Serduchka consiguió en 2007 captar la atención de los espectadores con Lasha Tumbai, por la que acabó llevándose la medalla de plata, pero no sin antes recibir duras críticas de los rusos, que veían en la canción un juego fonético deleznable con el que gritar Russia goodbye. La Federación estaba obsesionada por ganar su primer festival desde que lo consiguiera Ucrania en 2004, por lo que envió en dos ocasiones consecutivas a su amuleto pop Dima Bilan. El cantante ruso y su canción Believe acabaron imponiéndose por muy poco en 2008 por delante de los ucranianos, llevándose al fin el festival a casa. Ani Lorak, la candidata ucraniana de ese año, desapareció de la escena musical al no mojarse en las cuestiones políticas de su país.

Yuschenko también se esfumó tras la fragilidad de su mandato proeuropeo, batiéndose Yanukóvich y Timoshenko en las elecciones de 2010. La voz de Ruslana no había sido suficiente en la campaña, por lo que Yanukóvich acabó haciéndose con la presidencia. La cantante había apoyado en esa ocasión a la exministra, a la que consideraba la única garante en la culminación del proceso de asociación del país con la Unión Europea (UE). Sin embargo, Timoshenko acabó siendo encarcelada, acusada de abuso de poder. Con la oposición en prisión, Yanukóvich, jugando a dos bandas, avanzó en el acuerdo con Bruselas, pero en el último momento rehusó la firma del pacto y volvió a las faldas de Rusia. Este doble juego acabó trayendo consigo nefastas consecuencias para Ucrania. Las actuaciones de Rusia en el festival fueron desde entonces un continuo de pitadas y abucheos, principalmente por la intromisión rusa en el gobierno ucraniano y, sobre todo, por las políticas de Putin contra los homosexuales.

La firma del tratado comercial con la UE hubiera acercado Ucrania al mercado europeo. La no suscripción al acuerdo constituía un alejamiento de Europa y, de nuevo, una inclinación hacia la esfera rusa. Los ucranianos del norte, centro y oeste del país tomaron el Maidán de Kiev en noviembre de 2013, la plaza donde Ruslana concentró toda su energía durante tres meses. El movimiento del Euromaidán, sin embargo, acabó degenerando en violencia y, finalmente, una oposición radicalizada tomó el poder mientras Yanukóvich huía en helicóptero a Rusia. Zlata Ognevich, la cantante que había logrado para el país una tercera posición en el festival de 2013, saltaba meses más tarde a la palestra política por el Partido Radical, con el compromiso de reconstruir Ucrania por la senda europeísta. La artista renunciaría a su escaño más adelante, denunciando la inutilidad de su cargo en un país donde la cultura está secuestrada por el poder político.

Paralelamente, una ola prorrusa se extendía aquel 2014 por todo el sureste del país. La península de Crimea, que había sido cedida a Ucrania en 1954 por el primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética Nikita Kruschev, se alzaba con el deseo de reintegrarse a la gran madre Rusia setenta años después. La región de Donbass también acabó levantándose y, apelando a la histórica Novorrusia, proclamó su independencia. La integridad territorial de Ucrania hacía agua, haciéndose muy palpable en la edición del certamen de ese año. Mientras Rusia y las gemelas Tolmachevy eran abucheadas, la ucraniana Mariya Yaremchuk, que interpretaba una aparente historia de amor, fue ovacionada por el público. Yaremchuk le canta a su amigo Crimea, que corre sin descanso atrapado en una jaula de hámster. La intérprete advierte que no piensa renunciar a su compañero y que comprará más tiempo para evitar que la relación entre ellos se acabe rompiendo. Tras la actuación, Ucrania decidía descansar un año de luces y lentejuelas para afrontar la grave crisis del país. El gobierno interino cedía el poder en junio de 2014 al magnate del chocolate Petro Poroshenko, comprometido a culminar la integración del país con la UE, resolver el conflicto del sureste, atender a la minoría tártara, reformar la administración y el poder judicial, dar carpetazo a la corrupción política y recuperar las relaciones económicas con Rusia. El oligarca había encontrado al talismán con el que convencer a Europa del nuevo rumbo de Ucrania: Jamala era la heroína que necesitaba el país.

 

 

Eurovision Song Contest 2017

Ucrania es una potencia eurovisiva. El país es sinónimo de calidad, buenos resultados y cuenta con un palmarés envidiable porque, tras sus trece participaciones en Eurovisión, ha conseguido dos victorias, dos segundos puestos y cinco canciones dentro de las diez mejores. Ucrania ya ha puesto en marcha toda la maquinaria para la próxima cita eurovisiva. El presupuesto asciende por ahora a 15 millones de euros. Las fuentes de financiación están compartidas entre el Estado, la futura ciudad sede, la UER y los patrocinadores publicitarios del festival. El mismo gobierno ucraniano pondrá a disposición del ente europeo otros 15 millones de las arcas públicas como colchón para prever posibles contratiempos en la organización del evento.

La duda recae ahora en elegir qué ciudad acogerá el festival. Seis localidades se han postulado ya como la futura sede pero solo tres cumplen, por lo visto, con los requisitos: Kiev, la ciudad sureña de Odesa y Dnipro, al este del país y próxima a la región de Donbass. La decisión, a cargo del Comité organizador, la UER y la televisión nacional de Ucrania (NTU) podría alargarse hasta el final del verano tras descubrirse problemas infraestructurales y de carácter financiero en las tres aspirantes.

 

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La elección de la sede no está exenta de la polémica. Cada una de las candidatas ha presentado un proyecto atractivo para albergar el festival. Sin embargo, ninguna cuenta con una capacidad hotelera y unas conexiones aeroportuarias suficientes. Kiev tiene experiencia en este tipo de eventos, ya que ya ha acogido la edición de 2005 de Eurovisión y las de 2009 y 2013 de la versión Junior. La ciudad espera poder organizar la siguiente cita musical para lanzar una imagen potente y seductora a Europa y al mundo, una nueva postal de Kiev para deshacerse, por fin, de la mala prensa que, en los últimos años, se ha dedicado a hablar exclusivamente de la inestabilidad política, económica y social. Por otro lado, la ciudad turística de Odesa, considerada la perla del Mar Negro, cuenta con el favor de Jamala, un voto de confianza que ha catapultado la localidad sureña como la rival más fuerte de Kiev. De la misma manera, la ex primera ministra Yulia Timoshenko y el diputado Mustafá Nayem del Bloque Poroshenko han sugerido celebrar la próxima edición en una localidad del sur del país, cerca de Crimea, o incluso en la misma península, con el fin de hacer justicia al pueblo tártaro y blindar la integridad territorial de Ucrania.

 

 

La colíder de la Revolución Naranja ha renunciado a promocionar su ciudad de origen, Dnipro, la tercera aspirante a albergar el certamen el próximo año. La cercanía de esta localidad al foco insurrecto de Donbass aleja a la ciudad del este toda posibilidad de ser escogida como sede. Por su parte, la ganadora Ruslana ha reaparecido para dar todo su apoyo a la ciudad de Lviv, la opción favorita de los ucranianos, y no es casual. Esta ciudad del noroeste, cercana a Polonia y marcada por el cruce de culturas, representa la Ucrania más europea. Sin embargo, Lviv no ha pasado la primera criba y ha caído de la terna.

Aunque suenan las alarmas de un posible boicot de Rusia al próximo certamen, otras voces claman por el retorno del representante ruso de este año, Sergey Lazarev. El cantante no descarta seguir la estela de su predecesor Dima Bilan, optar por el doblete, repetir en la superproducción europea y ganar, esta vez, en territorio enemigo. Pero en caso de una derrota, la Federación se llevaría un revés aún más doloroso que el vivido en 2016. Con el orgullo herido, su continuidad en el concurso podría pender de un hilo.

Pero todavía es pronto para adelantar acontecimientos de la futura 62ª edición del festival. Las fechas para celebrar el concurso siguen bailando. De momento, la semana inicialmente prevista por la UER (del 15 al 21 de mayo) ha caído del calendario por orden ministerial, porque en el país ex soviético se conmemoran unas jornadas en recuerdo a las víctimas del genocidio tártaro. La segunda semana de mayo también podría caer de la agenda eurovisiva al coincidir con los partidos de Champions y la Europa League, motivo suficiente en la UER para aplazar la celebración del certamen y mantener a los más de doscientos millones de espectadores frente la pantalla.

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