Ceci n'est pas une République, ni tampoco un contubernio ruso. GETTY

El atolladero, en España y Estados Unidos

Jorge Tamames
 |  15 de noviembre de 2017

Desde hace siete años vivo a caballo entre el noreste de Estados Unidos y Madrid. Este ir y venir constante obliga a tomar perspectiva, contrastando los vicios y virtudes de cada país. La experiencia me ha servido, entre otras cosas, para valorar España. Contra los panegíricos de tantos admiradores patrios, que ven en EEUU una Arcadia feliz del emprendimiento, la americana resulta, en líneas generales, una sociedad más fragmentada y enajenada que la española.

Por eso me desagrada constatar lo mucho que, en los últimos meses, ambos países recortan distancias en el terreno de sus defectos. La crispación y polarización generadas por la elección de Donald Trump en EEUU y el mal llamado “desafío catalán” en España guardan similitudes inquietantes. Dos países absortos en una dinámica estéril de acción y reacción, que se expresa principalmente en redes sociales y medios de comunicación pero causa un sufrimiento tangible.

En España ambas partes son responsables de esta confrontación. Guillem Martínez, el cronista más lúcido del procés, ha mostrado hasta qué punto los últimos cinco años de vida política catalana se reducen a un bucle frenético de tacticismo pre-electoral. El talento comunicativo de lo que Martínez llama las “asociaciones peronistas” –ANC y Òmnium Cultural– ha dotado al independentismo de una plasticidad asombrosa, que le permite adaptar, vez tras vez, un relato épico a los bandazos incoherentes del procés.

Para reconciliar la fidelidad electoral con el oportunismo de sus dirigentes ha sido necesario un proceso de simplificación dramático. “España” ha devenido un monolito autoritario; los observadores escépticos ante el independentismo –incluidos aquellos que más critican al gobierno español– se convierten en nacionalistas irredentos. No es país para equidistantes. “Lo de aquí es trumpismo con un barniz progresista”, resumía hace poco un residente de Barcelona, simpatizante de la izquierda y buen conocedor tanto de Cataluña como de EEUU. No porque ambos proyectos compartan hoja de ruta (en este aspecto, hay que recordarlo, los paralelismos son nulos), sino por su demostrada capacidad para bloquear la realidad cuando resulta inconveniente.

Esta deriva no es nueva, pero en los últimos meses se ha magnificado. Tras la segunda Declaración Unilateral de Independencia (DUI) ficticia alcanzó niveles apoteósicos. Sirvan como ejemplos la avalancha de reconocimientos internacionales al nuevo país, que se produjo exclusivamente en la imaginación de quienes los anunciaban, o la posterior reivindicación de la república catalana como una construcción mental en el cerebro de sus ciudadanos.

 

 

(Digresión y flashback. Contra el sector de la prensa española que ve el episodio como un gesto totalitario, esta DUI fake me retrotrajo a lugares más amables. Boston, septiembre de 2015: entonces vivía cerca de un parque frecuentado por aficionados al cosplay, que los fines de semana se disfrazaban de Gandalf y Faramir para defender Minas Tirith.)

Parecerá ingenuo no atribuir esta performance al cinismo más descarnado. Mi impresión, sin embargo, es que obedece a impulsos más simples. Tanto Trump como sus seguidores tienden a creerse la mayor parte de sus ocurrencias. Sospecho que las élites catalanas, ya sea en los despachos de la Generalitat o las facultades de la Ivy League, tampoco son inmunes al poder de la autosugestión. Como señala Enric Juliana, parte de la derecha independentista se convenció de que EEUU, por intercesión israelí, apoyaría a una Cataluña independiente. Un ejercicio de imaginación que solo un verdadero creyente se encuentra en condiciones de realizar.

 

Desde Rusia con horror

Cabe recordar que la elección de Trump es inimagiable sin el descrédito en el que los grandes medios de comunicación estadounidenses cayeron en los años previos a su campaña. Un descrédito promovido por acción –por ejemplo, al inventar la existencia de armas de destrucción masiva en Irak– y omisión, cuando trataron a los seguidores de Trump como paletos desinformados.

En España nos encontramos con una situación similar. Ocurre que las élites catalanas no está solas en el intento de infantilizar a sus ciudadanos. “Los medios españoles tratan a los independentistas como si fuesen niños pequeños”, me advertía hace poco un historiador griego, residente en Madrid y poco afín al procés. Tiene razón. Cuánto nos hubiésemos ahorrado sin ese desdén infinito, en el que se mezcla el todo con la parte y se omite la inmensa responsabilidad del gobierno español, incapaz de hacer política o moverse fuera del binomio indiferencia-represión. Más preocupante si cabe resulta la cobertura del españolismo ultraderechista, ahora en alza pero convenientemente ignorado, o la apasionada indiferencia ante un uso punitivo del sistema judicial.

El ninguneo y estigmatización del independentismo, como la llamada “resistencia” a Trump en EEUU, ha encontrado su espantajo predilecto en el régimen de Vladímir Putin. De nuevo la perfidia rusa, aupando a Trump al poder o dando alas al gobierno catalán. Nos encontramos con los sospechosos habituales: Julian Assange, el FSB, «hackers” que más bien son trolls, un todopoderoso Kremlin y –este último es un aderezo ibérico– ¡Venezuela!, todos a una alimentando a la bestia de la Antiespaña.

 

 

Se trata, casi siempre, de lecturas esencialistas de la geopolítica actual. En las que se confunden las intenciones rusas –desestabilizar a un Occidente que considera responsable del clima hostil en su vecindario– con las capacidades reales (es decir, bastante exiguas) de un petro-Estado en la periferia europea, con una población menguante y un PIB del tamaño del italiano. No importa: es la longa manu de Moscú la que, en última instancia, tiene la culpa de que aquí las cosas no salgan como nos gusta.

En otro paralelismo revelador, quienes critican las actuaciones dudosas del gobierno español desde fuera son descartados como cenizos. Ya sea por el anti-americanismo del que el mundo inexplicablemente es presa, o por la leyenda negra que aún envenena la imagen exterior de España, no se puede esperar ecuanimidad de los comentaristas extranjeros, ese nido de serpientes. Mejor cerrar filas en torno a los nuestros.

(Otro flashback. Este es en Washington, D.C., el día de la inauguración de Trump. Un periodista estadounidense rasgándose las vestiduras, explicándome el sacrilegio que suponía aquello. ¡Inconcebible en América, tierra de la libertad! Le respondí que Trump era el resultado predecible –si bien inesperado, por repentino– de un país atravesado por la desigualdad y el racismo, que de excepcional tiene poco; resumiendo, que no cabía presentar al presidente como un cataclismo incomprensible. El tipo me contestó, herido por mi condescendencia hispana, con una batería de clichés negativos sobre España.)

Lo que late bajo la rusofobia y estos aspavientos, en EEUU y España, es una pulsión muy humana: la de echar balones fuera, desmarcarnos ante una situación nefasta con la que no nos sentimos cómodos. Pero nuestros problemas son de cultivo propio. Culpar de ellos a terceros resulta chapucero y triste.

¿Cómo se rompe esta dinámica? En EEUU son legión los tertulianos que exigen “salir de nuestra burbuja”. Abandonar el bucle comunicativo que a todos nos vuelve más idiotas e intolerantes. Los urbanitas a Nebraska y los niños catalanes de intercambio en Madrid. Todo eso está muy bien, pero sospecho que nuestros problemas tienen un origen más profundo que la falta de empatía, a saber: el fracaso de la política no ya para resolver, sino simplemente para plantear con honestidad los problemas que afligen a nuestras sociedades. Y la pasividad con que los votantes nos resignamos a aceptar esta dejadez de funciones.

Queda mucho para salir del atolladero, tanto en España como en EEUU.

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