El legado de la OTAN en Libia: inestabilidad, división y violencia

 |  12 de febrero de 2014

Hace tres años, Muamar el Gadafi cometió el mayor error político de su vida. Ante la erupción de la Primavera Árabe en Libia, el dictador respondió ordenando abrir fuego contra los manifestantes. Peor aún: el 22 de febrero de 2011, Gadafi amenazó con purgar el país “casa por casa” y aplastar a las “cucarachas” que se le opusieran. Semejante lenguaje, con claros ecos del genocidio de Ruanda, causó alarma entre la comunidad internacional y selló el futuro del dictador. El 17 de marzo , el Consejo de Seguridad de la ONU autorizaba la creación de una zona de exclusión aérea sobre el país, establecida inmediatamente  por la OTAN.

El resto es la historia de un éxito. La operación en Libia, abanderando la novedosa doctrina de la Responsabilidad de Proteger, apoyada por la ONU, la OTAN, y la Liga Árabe, y finalizada con la toma de Trípoli y la muerte de Gadafi en octubre de 2011, concluyó como un ejemplo modélico de intervención militar. La destrucción del arsenal químico de Gadafi, confirmada el 5 de febrero por el ministro de Exteriores libio, Mohamed Abdelaziz, supone un éxito añadido. El futuro se presenta esperanzador, y liberalizado: ya hay franquicias de Marks & Spencer y Mango en Trípoli, y el equipo de fútbol nacional ha ganado el Campeonato Africano de Naciones de 2014.

La realidad, por desgracia, no termina de encajar en este marco. Más que en una democracia liberal, Libia se ha convertido en un Estado fallido. Los tres puertos libios con capacidad para exportar petróleo –el país produce 600.000 barriles de crudo al día– permanecen bloqueados por Ibrahim Al-Jathram, antiguo comandante rebelde que se niega a colaborar con el gobierno de Trípoli. En octubre de 2013,  el Primer Ministro, Ali Zeidan, fue secuestrado durante 8 horas. Su número dos, Seddik Abdelkarim, escapó el 29 de enero de un intento de asesinato. No tuvo la misma suerte el ex fiscal general, Abdelaziz al Hassadi, que murió tiroteado en Derna el 8 de febrero. La ciudad oriental de Bengazi continúa siendo un foco de insurrección: 12 niños fueron heridos al lanzarse un explosivo en un colegio el 5 de febrero, y tres miembros de las fuerzas especiales han muerto en enfrentamientos a lo largo de la semana pasada. Incluso la franquicia de Marks & Spencer ha sufrido, acusada por el gobierno de ser una “entidad sionista”.

La inestabilidad de Libia obedece a dos dinámicas fundamentales. La primera es la tensión entre Trípoli y Bengazi. La rivalidad entre las provincias de Tripolitana y Cirenaica  data de tiempos del Imperio romano. El golpe de Estado de Gadafi, que depuso al rey Idris I, supuso un transferencia de poder político del este al oeste del país. Es por eso que en 2011 Bengazi se convirtió en el foco principal de rebelión. Ahora Trípoli no controla el este del país, y Al-Jathram, autoproclamado protector de la región, exige la descentralización del Estado libio y un reparto más equitativo de los beneficios del petróleo como condición para poner fin al bloqueo de los puertos exportadores.

El segundo factor a tener en cuenta es la estructura tribal del país. Dividida en 140 tribus diferentes, Libia no puede convertirse de la noche a la mañana en la democracia liberal y centralizada que pretendían establecer las potencias occidentales. La incapacidad de hacer frente a la balcanización y el sectarismo no es novedad tras las experiencias de Estados Unidos en Afganistán e Irak. No se trata de defender el orden mantenido por Gadafi, sino de constatar que Occidente nunca contó con la capacidad de rellenar el vacío de poder que generaría su ausencia. Si algo sorprende a estas alturas es la ingenuidad de suponer lo contrario.

No es el único problema que presentó la intervención militar. Durante la propia operación, las potencias occidentales forzaron los límites de su mandato armando a la oposición. La decisión, que indignó a Rusia, China, e incluso Brasil, ha cimentado la posterior oposición de estos países a una intervención en Siria. Incluso el éxito del desarme es relativo: Gadafi abandonó su programa nuclear  hace diez años, entendiéndose que de esta forma normalizaría sus relaciones con Europa y EE UU. No ha sido así. Y esto presenta una lección evidente para dictaduras como la norcoreana: que el desarme es imprudente, porque Occidente no se atiene a sus promesas. Es de esperar que ésta no sea la interpretación de Irán, y que las negociaciones sobre su programa nuclear progresen. De lo contrario el legado de la intervención en Libia, mal que le pese a los halcones liberales, será claramente negativo.

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