El otro 23f

 |  18 de octubre de 2013

Por Jorge Tamames, politólogo.

El 3 de julio de 2013, el ejército egipcio dio un golpe de Estado. Siguiendo órdenes del ministro de Defensa Abdel Fatá al Sisi, las fuerzas armadas depusieron y arrestaron a Mohamed Morsi, presidente de Egipto desde junio de 2012 y el primer mandatario democráticamente electo en la historia del país. Estados Unidos y Europa aceptaron pasivamente el golpe de Estado, al que se refirieron con eufemismos. El porqué: la desconfianza que inspira el islamismo de Morsi y su Hermandad Musulmana, el partido más votado por los egipcios en 2012. Su coartada: que tras la caída de Hosni Mubarak y la victoria de Morsi, el empeño del presidente en ampliar sus poderes y el celo de la Hermandad acaparando las instituciones egipcias a marchas forzadas labraron su futuro descalabro. Ante una enorme polarización social y contando con el apoyo de liberales influyentes como Mohamed el Baradei, las fuerzas armadas actuaron para poner freno a una situación insostenible. En resumen, un mal menor.

La interpretación oficial de los hechos es inadecuada. El golpe ha inaugurado un periodo de violencia sin precedentes en Egipto. Lejos de reconducir la situación, el ejército ha retomado la persecución de los Hermandad, principal oposición a la dictadura de Mubarak. Cientos de egipcios han muerto desde julio en enfrentamientos con el ejército, 638 en la jornada negra del 14 de agosto. La muerte dos meses después de dos periodistas en un tiroteo no es sino la última entrega de esta triste historia, algo más difundida que muchas anteriores por ser uno de ellos occidental.

La transición egipcia ha descarrilado. Y ante este hecho cabe preguntarse cuál es la responsabilidad de los gobiernos que no condenaron el golpe. En el caso de España, las declaraciones banales de Mariano Rajoy no son dignas de un país que vivió un golpe de Estado hace tres décadas. Hubiese bastado con un repaso a la historia reciente de España para saber cómo actuar, en vista de que el golpe que Alfonso Armada planificó y fracasó el 23 de febrero de 1981 guarda similitudes importantes con el acontecido en Egipto.

Los hechos del 23-F son de sobra conocidos. Menos lo es el clima político previo a la intentona golpista, que Javier Cercas recrea magistralmente en Anatomía de un instante. Adolfo Suárez permanece enemistado con el arco parlamentario entero, desde la Alianza Popular de Manuel Fraga al PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra, pasando por su propia Unión del Centro Democrático (UCD), dividida ya en facciones irreconciliables. El primer ministro se recluye tras los muros de La Moncloa mientras solo en 1980 ETA asesina a 93 personas (en un momento de máximo autismo, el primer ministro ni siquiera asiste al entierro de un militante de UCD). La inflación y el paro aumentan; Washington y el Vaticano enfrían su relación con Madrid. Ante esta situación, se comienza a hablar de la necesidad de un “golpe de timón” (la expresión la pronuncia por primera vez Josep Tarradellas): una llamada al orden que, a ser posible sin forzar los límites de la recién inaugurada Constitución, fulmine a Suárez y lo reemplace con un gobierno de unidad.

Esta es la idea de Alfonso Armada. Y a lo largo de 1980 la sugiere veladamente a dirigentes políticos de uno y otro color, de forma que el fantasma del golpe se presiente antes de que tenga lugar. Pero una vez planificado, ni siquiera la dimisión de Suárez es suficiente para detener a los golpistas, muchos de los cuales, como Antonio Tejero y Jaime Miláns del Bosch, pertenecen al «búnker» franquista y desean dar marcha atrás a la transición. Durante la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, unidades de la guardia civil invaden el Congreso de los Diputados blandiendo y disparando sus armas.

El resto es historia. Y en su versión oficial esta es la de una Corona que condena el golpe, una clase política que reniega de sus perpetradores, y un país que avanza triunfalmente hacia la democracia tras el último coletazo de cuatro franquistas recalcitrantes. En la versión alternativa cabría destacar la ambigüedad mantenida por el rey Juan Carlos I durante los meses previos al golpe, las veleidades de una clase política que difícilmente podía ignorar su planificación, y la paradoja de que fuese Tejero –por rechazar el gobierno de unidad que le propone Armada– el improbable salvador de la democracia en nuestro país. Al fin y al cabo, Armada no era un franquista acérrimo y su golpe se planteaba como una operación temporal para «encauzar» el proceso de democratización, limitando su alcance.

Es aquí donde empiezan las similitudes con Al Sisi. Y es que si la conspiración palaciega de Armada pronto devino en un tiroteo en el Congreso y el grotesco intento de vapulear a Manuel Gutiérrez Mellado, la consecuencia lógica del golpe de Al Sisi eran cientos de egipcios muertos y millares reprimidos. Al igual que el ejército de Francisco Franco en su día, las fuerzas armadas egipcias constituyen la columna vertebral del autoritarismo en Egipto desde los tiempos de Gamal Abdel Nasser. A su influencia política se añade el control de un vasto imperio económico que abarca desde empresas de defensa, construcción, y minería, a la gestión de ganaderías y guarderías. Los generales permanecen aferrados a sus privilegios. Asumir que el ejército egipcio puede emplearse como una herramienta capaz de contribuir a la transición denota una falta de comprensión descomunal.

O bien nuestros gobernantes son incompetentes y actúan desde una absoluta ignorancia, o bien su fobia al islamismo, ese fantasma que recorre Oriente Próximo, les permite dejar de lado las sensibilidades democráticas. Estos son los dos posibles motivos de su conducta, y no tienen por qué ser mutuamente excluyentes.

La situación de Egipto previo al golpe de Estado era crítica. Es indudable que los Hermanos Musulmanes abusaron de su mandato electoral, demostrando su ignorancia de las reglas básicas de una democracia parlamentaria. Y sin embargo la misma crítica es pertinente al gobierno de Rajoy, sin que nadie dentro o fuera de España exija un “golpe de timón”. La razón es evidente: cuando se trata de golpes de Estado no caben inconsistencias. Rechazar a Morsi corresponde a la sociedad egipcia en las urnas y las calles, no a una camarilla de generales dispuestos a vaciar de contenido la transición egipcia. La tibieza de EE UU y Europa pasará a a la historia como otro aldabonazo al supuesto compromiso occidental con la democracia y los derechos humanos.

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *