El otro Tiananmen

 |  3 de junio de 2014

En su 25 aniversario, la masacre de la plaza de Tiananmen se ha convertido en un tabú que el régimen chino evita conmemorar. No se sabe con exactitud cuántos manifestantes murieron el 4 de junio de 1989. Los cálculos conservadores hablan de cientos. La cifra podría contarse incluso en miles. Igual que se desconoce el número exacto de víctimas, el significado de la protesta continúa siendo objeto de debate.

La interpretación más extendida es que los manifestantes que tomaron la plaza en aquella primavera china reclamaban la apertura democrática del sistema. Pero también había nostálgicos de los ideales del comunismo y malestar por los crecientes casos de corrupción que salían a la luz asociados a la reforma económica sin libertades políticas.

En febrero de ese mismo, Francis Fukuyama había anunciado un “fin de la historia” en el que capitalismo y democracia se convertirían en las dos caras de una moneda común al mundo entero. Pero en Tiananmen las tesis de Fukuyama resultaron tan indulgentes como incorrectas. Capitalismo y democracia chocaron en vez de confluir. Deng Xiaoping pretendía liberalizar la economía china; los manifestantes exigían supervisar democráticamente el proceso. El gobierno de Li Peng negó esta posibilidad decretando la ley marcial el 20 de mayo y deteniendo al secretario general del Partido Comunista de China (PCCh), Zhao Ziyang, el dirigente reformista más avanzado. Para Eugenio Bregolat, embajador de España en China en 1987-91, 1999-2003 y 2011-13, “las cosas habrían sido muy distintas sin Zhao hubiese sucedido a Deng Xiaoping en lugar de Jiang Zeming. En especial, en lo que se refiere a la reforma política”.

Para entender las protestas que la precedieron hace falta remontarse a la muerte de Mao Zedong en septiembre de 1976. Después de sobrevivir a una guerra interina en el seno del PCCh, Xiaoping consiguió imponerse sobre la Banda de los Cuatro. Que pusiese fin a la Revolución Cultural e imprimiese un cambio de rumbo al Estado chino era tan inevitable como necesario. El maoísmo hundió a China: tras el Gran Salto Adelante, entre veinte y cuarenta millones de chinos murieron en la hambruna de 1959-1961. Ese mismo año, empleando una analogía de la que más tarde se apropiaría Felipe González, Xiaoping había hecho una primera apuesta por el pragmatismo y la apertura económica.

El programa, inicialmente bien recibido, no tardó en generar oposición. Como documenta Naomi Klein en La doctrina del shock, en 1988 PCCh se había visto obligado a ralentizar el proceso de liberalización debido a su impopularidad. Por entonces las reformas se habían convertido en sinónimo de despidos e incrementos en los precios de bienes básicos, mientras que el PCCh permanecía blindado ante cualquier iniciativa reformista. Intelectuales chinos como Wang Hui, críticos con el proceso de liberalización, señalan que las reformas, unidas a la corrupción y el inmovilismo del PCCh, generaron una demanda creciente de supervisión democrática. A mediados de 1989, esa presión popular encontró su válvula de escape en Tianamen.

No es casualidad que muchos de los líderes estudiantiles perteneciesen a familias del régimen. Tampoco lo es que el ejército chino mostrase reparos a la hora de reprimirlos (ante la reticencia de las tropas locales, el PCCh desplegó soldados de Manchuria en Pekín). En su libro sobre la China de Xiaoping, Maurice Meisner señala que la ola de represión que tuvo lugar tras la masacre estuvo dirigida principalmente contra trabajadores. Dicho de otra forma: el régimen no aplastó a sus enemigos ideológicos –capitalistas y demócratas–, sino a su principal fuente de apoyo. Según Orville Schell, especialista en China y testigo de las protestas, Xiaoping empleó la masacre para enviar un mensaje claro: que la liberalización económica seguiría su curso, pero las reformas políticas no.

Su éxito convirtió a China en lo que actualmente es: una economía de mercado, gobernada de forma autoritaria. Se da la paradoja de que el PCCh ha implantado un capitalismo más eficaz que el de los gobiernos occidentales. Y no lo ha hecho otorgando democracia, sino reprimiendo protestas e ignorando derechos laborales.

25 años después, el régimen ha impuesto una amnesia colectiva que muestra tanto su fortaleza como su fragilidad. Pero limitar la conmemoración de Tiananmen a una crítica del comunismo en China es autocomplaciente. La masacre de 1989 también es un recordatorio de que la libertad de los mercados y la de las personas no siempre van de la mano. En ocasiones ni siquiera son compatibles. Eduardo Galeano observó que las juntas militares del Cono Sur metían a la gente en la cárcel para que los precios fueran libres. En una Europa en la que la voz de los mercados lleva décadas ganando peso, el aniversario de Tiananmen exige reflexionar sobre esta tensión.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *