Guatemala frente a su futuro

Íñigo Febrel Benlloch
 |  24 de septiembre de 2015

Una vez celebradas la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Guatemala, se percibe las ansias de cambio de gran parte de la población guatemalteca: el que un actor de profesión, novel en el escenario político, respaldado por un aparato de partido con una simbólica estructura en el interior del país, con una ideología política ambigua y un mensaje casi exclusivamente centrado en la lucha contra la corrupción haya conseguido el 25 % de los votos, demuestra el hartazgo de la población guatemalteca frente a los políticos tradicionales.

Por su parte, Manuel Baldizón, virtual ganador de las elecciones hace apenas unos meses según todas las encuestas, ha ido perdiendo apoyo castigado por el electorado más urbano al personificar todos los vicios del actual sistema político.

Sin embargo, tal y como ha sucedido en otras sociedades con experiencias similares, los complejos problemas que han empujado a la clase media capitalina a manifestarse están mucho más intrincados de lo que pudiera parecer.

La historia de uno de los países más bellos del continente –cuna de la civilización maya y sede del poder colonial español en la región– ha estado caracterizada por una triste sucesión de feroces dictaduras, enormes desigualdades sociales, patente marginación de la población indígena, elevados niveles de corrupción, inseguridad alarmante y un Estado incapaz de atender las más mínimas demandas de la población.

Desde su configuración como Estado independiente, Guatemala ha sido tutelada por una poderosa e impermeable clase terrateniente-empresarial sumamente celosa de sus privilegios económicos. Bajo este patrocinio, la legislación guatemalteca mantiene una de las presiones fiscales más bajas del mundo (en torno al 10,8%), ampliamente respaldada por las clases medias y altas del país, que ven con desconfianza cualquier aportación a un Estado unánimemente considerado como ineficaz y corrupto.

La falta de recursos del Estado ha sido catastrófica para gran parte de la población guatemalteca; sin acceso a la justicia, educación y trabajo, la población indígena (que representa en torno al 60% de la población) ha sido completamente excluida del desarrollo político y, sobre todo, económico del resto del Estado.

A su estrechez presupuestaria, se suma la desarticulación de gran parte del aparato militar y policial tras la firma de los Acuerdos de Paz y un sistema judicial incapaz ante una impunidad que ha llegado a alcanzar al 98% de los delitos cometidos. Ello ha permitido la aparición de unos niveles de delincuencia que han hecho de la capital un clásico referente de las ciudades más peligrosas del mundo.

Por si fuera poco, Guatemala se ha convertido en el principal corredor de la droga consumida en Estados Unidos. Se cree que hasta el 90% de la cocaína que termina en el poderoso vecino del norte ha sido transportada por las grandes familias de narcotraficantes guatemaltecas, como los Mendoza o los Lorenzana, que actúan, a su vez, bajo el control de los principales grupos de narcotraficantes mexicanos. Nadie duda de que gran parte de los departamentos limítrofes con Honduras y México se encuentran bajo el control directo del crimen organizado.

Frente a semejantes retos, ni los últimos gobiernos guatemaltecos, caracterizados por amplios niveles de corrupción, enraizado nepotismo y baja ejecución presupuestaria, ni un Congreso compuesto en su mayor parte por partidos políticos que actúan sin una ideología clara y como mera plataformas electorales para un candidato presidencial, han sido capaces de romper con el esquema de pobreza y desigualdad.

No hay que olvidar que gran parte de los poderes fácticos que han manejado los hilos de poder en el país se han beneficiado del estado de situación actual y no parecen tan proclives a dotar al Estado de instrumentos creíbles de transformación social como de luchar contra la corrupción.

Por todo ello, y a pesar de lo esperanzador que pueda resultar este despertar de las hasta ahora impotentes clases medias, aún es pronto para asegurar que el país llamado de la “eterna primavera” por su tiempo benigno se dirija hacia una verdadera primavera democrática y social.

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