Policía militar boliviana toma posiciones ante una manifestación de seguidores de Evo Morales en Cochabamba el 18 de noviembre/RONALDO SCHEMIDT/GETTY

Humpty Dumpty en Bolivia y Cataluña

Jorge Tamames
 |  20 de noviembre de 2019

En A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, Lewis Carroll presenta un diálogo revelador entre la protagonista y Humpty Dumpty, el famoso huevo que se cae desde lo alto de un muro en una rima infantil inglesa.

-Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty– quiere decir lo que yo quiero que diga: ni más ni menos.

-La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

-La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién manda… eso es todo.

El principio de Humpty Dumpy, según el cual las palabras cambian de significado en función de quién mande, entró en vigor el 11 de noviembre, cuando el presidente boliviano, Evo Morales, renunció a su cargo bajo presión de las fuerzas armadas. Acto seguido, un relevo de poder violento: la autoproclamación de una senadora como presidenta, agresiones a políticos del gobernante Movimiento al Socialismo (MAS), intentos de laminar su mayoría parlamentaria deteniendo a diputados y perdones oficiales a los militares que disparen para reprimir protestas (según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el número de muertos desde el inicio de la crisis asciende a 23). En Bolivia ha tenido lugar un golpe de Estado.

Los principales medios de comunicación occidentales han optado por dar rodeos semánticos. The Economist, ajeno a los sucesos de la última semana, explica que las fuerzas armadas depusieron a Morales para proteger a la población. The New York Times elucubra en los jardines de la lingüística, desgranando las “zonas grises” entre golpes y protestas. En un ejercicio de ambigüedad calculada, tanto Bruselas como las cancillerías europeas han mirado para otro lado y deseado una pronta restitución de la democracia.

¿Cómo se explica esta reticencia a emplear el lenguaje con precisión? Por lo general, centrando el análisis en cómo Morales abordó las elecciones. Tras perder en 2016 un referéndum sobre la posibilidad de renovar su mandato, Morales denostó la Constitución boliviana que el propio MAS aprobó en 2009 y trasladó su propuesta al Tribunal Supremo, que falló en su favor. La caída del sistema de escrutinio (22 horas de apagón informativo, durante las cuales Morales obtuvo las décimas que le faltaban para coronarse vencedor y evitar una segunda vuelta), fue la gota que colmó el vaso. Las protestas responderían al hartazgo popular frente a estos abusos.

Este debate sobre manipulación electoral –el apagón no deja al MAS en buen lugar, pero un estudio del Centre for Economic and Policy Research niega que manipulase los resultados– es pertinente. Las críticas a la legitimidad de Morales están más que fundamentadas. Pero nada de ello altera lo esencial. Que la oposición acumule escándalos que destrozan su legitimidad –una presidenta abiertamente racista, que entró al Parlamento blandiendo una Biblia; un ministro de gobierno que promueve la “cacería” de sus rivales y pidió a quienes abortan que se suiciden– no resta gravedad a la forma en que Morales afrontó las elecciones. Del mismo modo, la conducta de Morales no cambia el hecho de que fuese derrocado en un golpe de Estado.

Existía, además, una hoja de ruta para reencauzar la crisis de Bolivia. Un día antes de que se produjese el golpe Morales aceptó las exigencias de la Organización de Estados Americanos y se comprometió a repetir las elecciones. Una llamada a las urnas que la oposición podía ganar –en la primera ronda, sus candidatos sumaron un 53% del voto– pero optó por ignorar. Es por eso que personas poco sospechosas de simpatizar con el proyecto bolivariano han señalado el proceso como lo que es.

 

 

Golpes posmodernos

¿Qué características reúne entonces un golpe de Estado? Los curiosos pueden consultar el manual de instrucciones que escribió Edward Luttwak en plena guerra fría. La clave es una participación activa de las fuerzas armadas y servicios de seguridad para derrocar al gobierno, independientemente de lo democrático que sea. Así se distingue lo sucedido en Bolivia de casos como el de Brasil (una operación contra el Partido de los Trabajadores apoyada por el aparato judicial del Estado, pero no una intervención directa del ejército) o el pronunciamiento de Juan Guaidó en Venezuela (seguido de un intento de golpe que fracasó sonoramente). Otros ejemplos recientes en una región perennemente sometida a estas crisis son los de Paraguay (2012) y Honduras (2009). Resultan más ambiguos que el de un Augusto Pinochet entrando a sangre y fuego en La Moneda: podríamos llamarlos golpes posmodernos, en contraste con los tradicionales. El caso de Bolivia estaría a medio camino: menos salvaje que el chileno, más explícito que los de Brasil o Paraguay.

La sociedad española debería ser capaz de entender la situación de Bolivia sin demasiado esfuerzo. A una historia repleta de golpes de Estado –el último con posibilidades de triunfar tuvo lugar hace 38 años– se une la cercanía cultural con América Latina. En España incluso se ha publicado una anatomía del “golpe posmoderno”, escrita por el periodista Daniel Gascón. Existe, sin embargo, una confusión deliberada en torno al uso de este término, ya sea en su versión clásica o nueva. Los principales medios de comunicación españoles han optado entre pasar de puntillas por encima del caso boliviano, emprender reflexiones inconclusas o justificar lo sucedido. El gobierno ha “condenado tajantemente” la represión de la pasada semana, pero no el evento que la detonó. Y el libro de Gascón se centra en Cataluña, una región en apariencia poco dada al fenómeno que busca definir.

El origen de esta confusión, no obstante, hay que buscarlo allí. Desde octubre de 2017, el debate público español gravita en torno a un supuesto golpe de Estado perpetrado por la Generalitat en su búsqueda de la independencia unilateral. Al margen de la irresponsabilidad del gobierno catalán y su deriva iliberal, ambas graves, esta lectura de los hechos difícilmente encajaría en ningún estudio comparado de golpes de Estado. El propio Tribunal Supremo la ha rechazado al desestimar el delito de rebelión en su sentencia sobre los hechos de octubre. Pero este discurso, adoptado con especial énfasis por el Partido Popular, Ciudadanos y después Vox, ha calado en el imaginario popular. Así, en España una crisis constitucional se presenta como un golpe (posmoderno en las lecturas matizadas, absoluto en las radicales), en tanto que en Bolivia un golpe de Estado se interpreta como crisis constitucional.

El principio de Humpty Dumpty conduce a callejones sin salida. Frivolizar con el lenguaje ha servido para abordar la crisis catalana desde un legalismo exacerbado, impropio de una democracia madura. En Bolivia, por otra parte, los herederos de Morales –el líder más exitoso en la historia contemporánea del país– volverán al poder tarde o temprano. ¿Qué harán entonces los servicios diplomáticos europeos? Entretanto, ¿qué beneficio obtienen aupando a un gobierno reaccionario, agasajado por socios tan dudosos como Donald Trump, Boris Johnson, Vladímir Putin y Jair Bolsonaro? Callar frente al golpe en Bolivia es un desastre en el plano ético, pero también resulta absurdo ante las exigencias severas de la realpolitik. Mal asunto para la profesión periodística y la reputación de Europa, ambas tan dependientes de la imagen que se arrogan como baluartes contra la tiranía.

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