#ISPE: 'Nueva normalidad' climática

 |  19 de noviembre de 2012

 

Durante la campaña electoral en Estados Unidos, Barack Obama y Mitt Romney parecieron empeñados en ignorar el asunto del cambio climático. Según DailyClimate.org, el número de artículos dedicados al tema en la prensa cayó un 41% entre 2009 y 2011. Pero los hechos son testarudos. La irrupción del huracán Sandy, que devastó la costa noroeste y dejó 50 muertos en el tramo final de la campaña, ha vuelto a situar la “verdad incómoda” del calentamiento global entre las principales preocupaciones de los norteamericanos.

Un huracán, una sequía o una ola de calor como casos aislados no pueden ser atribuidos al cambio climático. La meteorología es tan compleja que ni siquiera los superordenadores pueden replicar todas las interacciones y variables que convergen en los fenómenos atmosféricos. Sin embargo, todos los indicios confirman que las emisiones de gases de carbono –cuyas concentraciones en la atmósfera han aumentado un 40% desde el inicio de la revolución industrial­–, están haciendo cada vez más extremos sus efectos. Hay varios datos estadísticos incontrovertibles. El carbón representa hoy el 30% de la energía que se consume en el mundo frente al 25% de 1995.

Siete de los veranos más calientes registrados en EE UU han ocurrido en los últimos 10 años. Los huracanes se forman cuando la superficie del mar está caliente, por lo que son más comunes en los trópicos. Las aguas del Atlántico occidental alcanzaron sus mayores temperaturas el pasado verano. Hoy tienen un 1ºC más de media que hace un siglo.

Según el US Global Change Research Program, probablemente los huracanes no serán más frecuentes, pero sí más violentos. Un reciente informe del Banco Asiático de Desarrollo, por su parte, sostiene que el crecimiento económico, una urbanización caótica y la deforestación han aumentado exponencialmente los riesgos de inundaciones, corrimientos de tierras, tormentas y otros desastres naturales en algunas de las zonas más pobladas del mundo.

Los países asiáticos tienen cuatro veces más probabilidades de verse afectados por desastres naturales que los africanos y 25 veces más que los europeos o América del Norte. En 2011, por ejemplo, vastas zonas de Tailandia se vieron paralizadas por inundaciones. Solo en 2010, China perdió 18.000 millones de dólares por causas similares.

Dado que el nivel del mar podría subir 30 centímetros hasta 2100, las zonas más amenazadas son las costas. La mitad de la población de EE UU vive a menos de 70 kilómetros del mar. En Brasil, casi el 80% de la población lo hace a menos de 200 kilómetros de la costa. Los daños causados por el huracán Katrina en la costa del golfo de México ascendieron a 100.000 millones de dólares y los del huracán Sandy, en realidad un ciclón tropical que ganó en virulencia a medida que avanzó hacia el Atlántico Norte (probablemente como consecuencia del deshielo del Ártico), podrían superar los 40.000 millones.

La primera batalla contra el cambio climático tendrá que ganarse en las altas esferas políticas. El presidente republicano de la Cámara de Representantes, John Boehner, ha declarado que no cree que el cambio climático de la última década sea distinto del registrado en el último siglo. El verano pasado, mientras Tejas sufría su peor sequía en varias décadas, su gobernador, Rick Perry, negaba las evidencias científicas sobre el calentamiento global y convocaba una jornada de oración para rezar por la lluvia.

 

Metas más alcanzables

Un esfuerzo global es imprescindible. Si China no impone límites a sus emisiones o no grava su consumo energético, mientras Europa o EE UU sí lo hacen, equivaldría a un subsidio a sus exportaciones. Lo que se requiere son cambios tangibles para que la comunidad internacional recupere su confianza en la viabilidad del proyecto. Una forma de lograrlo sería plantearse objetivos menos ambiciosos pero más alcanzables, como la reducción de contaminantes como el metano o las partículas de hollín, muy presentes en actividades industriales en países en desarrollo por la actividad de plantas eléctricas obsoletas o generadores que funcionan con diésel.

En los años setenta se descubrió que una molécula de gases CFC, usados en aerosoles, tenía un efecto climático equivalente a 10.000 moléculas de dióxido de carbono y, sobre todo, efectos sumamente perjudiciales para la capa de ozono, que bloquea los rayos ultravioletas solares. Esos riesgos inspiraron el Protocolo de Montreal de 1987, que se concentró en los CFC y otros contaminantes con escaso impacto en la competitividad de las economías mundiales.

Ese acuerdo ha sido el tratado medioambiental internacional más exitoso de la historia, al haber casi acabado con la fabricación de los CFC, restablecido los niveles normales del ozono en la atmósfera y reducido más el calentamiento global que todos los tratados centrados en el dióxido de carbono.

 

Para más información:

Michael Renner, «Economía verde al servicio de las personas». Política Exterior 148, juli-agosto 2012.

Lara Lázaro, «Después del mal arranque de Copenhague». Política Exterior 138, noviembre-diciembre 2010.

Vicente López-Ibor Mayor, «La geoenergía en el Ártico». Política Exterior 134, marzo-abril 2010.

Política Exterior, «Cambio Climático, Comercio de Emisiones y otros desafíos del siglo XXI». Monográfico, invierno 2011.

Blake Clayton, «The Biggest Energy Problem That Rarely Makes Headlines». Council on Foreign Relations, noviembre 2012.

Greenpeace, «Hurricane Sandy Aftermath». Diapositivas, noviembre 2012.

 

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