El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, conversa con el de Venezuela, Nicolás Maduro, durante la cumbre de ALBA celebrada en Caracas, Venezuela, el 5 de marzo de 2018. GETTY

La debilidad de la comunidad internacional

Luis Pásara
 |  13 de septiembre de 2018

El existente andamiaje judicial de nivel internacional, encargado de sancionar violaciones de los derechos humanos, está enfocado en juzgar hechos consumados. La capacidad de la comunidad internacional para intervenir cuando un gobierno se sale de la ley y atenta contra sus propios ciudadanos es mínima: buenos oficios, exhortaciones y, en el extremo, sanciones económicas que en definitiva afectan, sobre todo, a esos mismos ciudadanos. Esta incapacidad para frenar atropellos mayúsculos es lo que permite a los gobiernos de Venezuela y Nicaragua mantenerse en el poder.

Se reconoce a los juristas Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin los primeros trabajos que, antes de que ocurrieran los crímenes del nazismo, trabajaron las nociones de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”, delitos en los que el agente a cargo de su persecución no podía ser el Estado –precisamente responsable de ellos– sino la comunidad internacional. Los juicios de Núremberg –en los que se juzgó entre 1945 y 1946 a los principales criminales nazis– se apoyaron en esas nociones que hoy día son centrales en la temática de derechos humanos. En particular, en los procesos de Núremberg se precisó que quienes juzgaban no lo hacían en representación de sus gobiernos sino en nombre de la humanidad.

Con Núremberg se inauguró así una nueva etapa civilizatoria que se proclamaba capaz de sancionar las atrocidades cometidas por un gobierno dado. Desde entonces, guiados por ese criterio se han establecido y funcionado diversos tribunales internacionales; algunos han sido constituidos para juzgar casos concretos –la ex Yugoeslavia y Ruanda–, y otros tienen carácter permanente: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Penal Internacional. En estos últimos casos, es preciso que el Estado respectivo haya aceptado la competencia y jurisdicción del tribunal.

En pocos casos la comunidad internacional ha podido evitar la comisión de atrocidades en curso. Uno de sus mayores fracasos ocurrió en Ruanda, cuando en 1994 la etnia hutu, en el gobierno, exterminó a tres cuartas partes de la población tutsi. Hubo numerosas advertencias y alertas tempranas que no movilizaron a la comunidad internacional para evitar la matanza. Un caso distinto fue el de Kosovo, donde en 1999 una intervención aérea de las potencias occidentales bajo bandera de la OTAN detuvo a los serbios en su afán de impedir la independencia de los kosovares, finalmente proclamada en 2008.

 

Venezuela, espiral descendente sin fin

En el caso de Venezuela, se han producido una diversidad de informes, además de reportajes periodísticos, sobre la gravedad de la situación que incluye no solo diversos mecanismos represivos contra la oposición, sino una escasez generalizada de alimentos y medicinas. Nicolás Maduro ha recurrido a todo tipo de artimañas para impedir la actuación de los opositores y no ha vacilado en recurrir a disparar a quienes protestan. Debe notarse que la ONU verificó que “entre julio de 2015 y marzo de 2017, las fuerzas de seguridad mataron a 505 personas”; 24 de ellas eran niños. En junio de 2018, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos publicó un nuevo informe sobre Venezuela que tituló: “Una espiral descendente que no parece tener fin”.

El Grupo de Lima se creó en agosto de 2017, por iniciativa del gobierno peruano, para dar seguimiento y buscar una salida a la situación venezolana. Dieciocho países han suscrito la posición del Grupo, que califica de “ruptura democrática” la convocatoria de Maduro a una Asamblea Nacional Constituyente; respalda a la Asamblea Nacional de Venezuela, democráticamente electa; condena la violación sistemática de los derechos humanos y las libertades fundamentales, la violencia, la represión y la persecución política, la existencia de presos políticos y la falta de elecciones libres bajo observación internacional independiente; y expresa su seria preocupación por la crisis humanitaria que enfrenta el país y su condena al gobierno por no permitir el ingreso de alimentos y medicinas en apoyo al pueblo venezolano.

El secretario general de la Organización de Estados Americanos, el uruguayo Luis Almagro, ha sido una de las voces más duras contra el gobierno venezolano, al que a fines de julio calificó de “criminal” y denunció por sus vínculos con el narcotráfico. Pero gestiones y condenas no han evitado que el gobierno se mantenga y que, a la fecha, 2.300.000 venezolanos hayan dejado el país, lo que ha creado una situación complicada –y tensa, en cierta medida– en Colombia, Ecuador, Brasil, Chile y Perú.

 

Nicaragua, a la sombra de Venezuela

En Nicaragua, a partir de abril de este año, se han producido alrededor de 400 muertes como consecuencia de la represión gubernamental de las protestas sociales. Después de meses de informaciones periodísticas sobre las confrontaciones, se envió una misión técnica de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos. El informe, entregado a fines de agosto, exige al gobierno de Daniel Ortega “poner fin inmediato al acoso, intimidación, estigmatización, criminalización (incluido a través del uso de legislación anti-terrorista) y cualquier otro tipo de represalias en relación con la participación en las protestas, incluidas contra los manifestantes, personas defensoras de los derechos humanos, opositores políticos, periodistas y otros”.

El gobierno nicaragüense respondió al texto dando por terminada la invitación para que la misión de la ONU visitara el país. Es probable que la impunidad de la que goza Maduro aliente a Ortega a no variar de políticas. También lo habrá animado que el caso de Nicaragua se haya discutido este mes en el Consejo de Seguridad de la ONU, a pedido de Estados Unidos, y haya encontrado la firme oposición del representante ruso a lo que interpreta como una “interferencia en los asuntos internos” del país. Este mismo argumento fue usado por el representante nicaragüense y respaldado en el Consejo por China y Bolivia. La embajadora de Donald Trump ante la ONU, Nikki Haley, ha advertido de que Nicaragua producirá un éxodo masivo comparable al de Venezuela.

El funcionamiento del Consejo de Seguridad expresa las limitaciones de la organización, que debe ser considerada como un pilar de la comunidad internacional. El Consejo de Seguridad ve muchos asuntos pero, por razones políticas y el derecho a veto de sus cinco miembros permanentes, en pocas ocasiones logra tomar acuerdos significativos. El caso de esterilidad más flagrante corresponde a la imposibilidad del Consejo de condenar las múltiples y repetidas acciones de Israel en contra de los palestinos.

Dado que la intervención militar unilateral no es aceptada hoy en día –pese a que ahora sabemos que Trump la consideró en el caso venezolano– y que la intervención multilateral bajo bandera de Naciones Unidas es muy difícil de lograr, gobiernos como el de Maduro y el de Ortega seguirán a cargo hasta que una fuerza interna los derribe. Entre tanto, la llamada comunidad internacional será un testigo impotente de abusos y excesos cometidos por agentes del Estado contra sus propios ciudadanos.

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