La exploración espacial, una carrera colaborativa

 |  26 de noviembre de 2014

“Inspirador” es una de las primeras palabras que vienen a la cabeza al contemplar las imágenes del cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Y dejando de lado la belleza de las imágenes, el trabajo realizado por los científicos de la Agencia Espacial Europea (ESA) en la “misión Rosetta” durante más de dos décadas no le va a la zaga en capacidad de elevarnos, de impulsarnos hacia cotas más altas.

En primer lugar destaca la proeza técnica que se requiere para anclar una sonda espacial –la hermana menor de Rosetta, Philae– a un cuerpo con un núcleo de tan solo cuatro kilómetros, que se mueve a 135.000 km/hora y cuya composición y gravedad eran desconocidas. En palabras de la ESA, un aterrizaje de este tipo, el primero en la historia, requiere “maniobras espectaculares  y delicadas”.

En segundo lugar, el proyecto ha requerido un grado sorprendente de cooperación y coordinación. Veinte países (14 de ellos pertenecientes a la Unión Europea), 50 empresas contratistas y hasta 2.000 expertos han trabajado en él desde 1993. El reconocimiento a la labor dela ESA esta más que merecido, y es especialmente necesario en un momento en que los europeos dudan más que nunca de su proyecto común.

Fundada en 1975, la ESA ya contaba con logros importantes en su currículum. En 1986, la sonda espacial Giotto se aproximó a 600 kilómetros del núcleo del cometa Haley, por aquel entonces una gesta inédita. Pero la ESA permanecía a la sombra de la NASA: aunque los cohetes Ariane 5, ahora en proceso de sustitución por los Ariane 6, han tenido una longevidad envidiable, el Space Shuttle americano –más volátil, y recientemente abandonado– resultaba infinitamente más fotogénico. La contribución de la ESA al telescopio Hubble, operado por la NASA, pasó igualmente desapercibida. Como observa Martin Barstow, presidente de la Royal Astronomical Society, con el éxito de Rosetta queda constatada la “mayoría de edad” de la ESA.

Una de las razones por las que la NASA ya no hace sombra a la agencia europea, sino todo lo contrario, es el cambio de modelo en la agencia americana. A día de hoy compañías estadounidenses están desempeñando funciones que anteriormente monopolizaba el Estado. De la mano no solo de gigantes como Boeing y Lockheed Martin, sino de recién llegados como Orbital o XCOR Aerospace, el sector privado se ha convertido en el principal responsable del desarrollo de naves y equipos espaciales, con la NASA limitándose a supervisar y coordinar su funcionamiento. El Falcon Heavy ya es el vehículo de carga de referencia en Estados Unidos, y Elon Musk, director ejecutivo de Space X (la compañía que los produce), se presenta como el Tony Stark de la industria aeroespacial. Sus últimas propuestas incluyen una misión a Marte y el Hyperloop, sistema de transporte público capaz de atravesar Estados Unidos de costa a cosa en una hora.

La industria aeroespacial estadounidense también se ha diversificado, descubriendo en el turismo una nueva fuente de ingresos. XCOR Aerospace y Virgin Galactic ofrecen vuelos espaciales de entre una y dos horas de duración a un coste de 100.000 y 200.000 dólares, respectivamente.

Como señala Barstow, sin embargo, el mayor mérito de Rosetta no consiste en sobrepasar a la NASA –que ha colaborado en la misión–  sino en reunir a un equipo tan diverso de colaboradores. “La investigación sobre el espacio es uno de los mejores ejemplos de colaboración internacional pacífica y la habilidad de los humanos para hacer cosas maravillosas cuando trabajan juntos hacia un objetivo común”.

El siguiente recién llegado al sector es China, con sus cohetes Larga Marcha y su futura estación espacial. Ya está en marcha un proyecto de cooperación científica con la ESA.

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