Partidarios del expresidente Jair Bolsonaro mientras allanan el Congreso Nacional en Brasilia, Brasil, 08 de enero de 2023. (JOEDSON ALVES/GETTY)

La turba deja su huella en Brasil

La mejor esperanza (y la más realista) para la estabilidad en Brasil no es esperar que los partidarios de Bolsonaro más pragmáticos abandonen sus creencias, sino restablecer la credibilidad del gobierno federal mediante una gestión transparente, limpia y eficaz. Mientras tanto, el gobierno de Lula deberá encontrar la manera de convencer al bolsonarismo de que abandone las calles y trabaje dentro del sistema.
Crisis Group
 |  12 de enero de 2023

El 8 de enero, una turba de ultraderechistas partidarios del expresidente Jair Bolsonaro irrumpió en las principales instituciones del Estado brasileño, poniendo de manifiesto de manera abrupta las divisiones políticas del país. Hace más de dos meses de las elecciones que Bolsonaro perdió frente al actual presidente, Luiz Inácio Lula da Silva. Desde entonces, ha habido militantes acampados frente al cuartel general del ejército en Brasilia pidiendo un golpe militar para reinstalar a su ídolo. Desde allí, el 8 de enero iniciaron una caminata de ocho kilómetros que terminó con el saqueo del Congreso Federal, el Tribunal Supremo y el Palacio Presidencial. La policía ha detenido a unos 1.500 sospechosos y el campamento ha sido desmantelado. Pero la posibilidad de futuras movilizaciones sigue ahí, con protestas aisladas que han provocado bloqueos de carreteras en São Paulo y otros tres Estados. Igualmente importante es el hecho de que, mientras Bolsonaro se encuentra en Estados Unidos, sus aliados siguen ocupando posiciones de gran poder en todo el país: Estados grandes y poblados, en el Congreso –donde su Partido Liberal tiene la mayoría de los escaños en ambas cámaras– y dentro de las fuerzas armadas. Las autoridades deben tener como prioridad procesar a las personas implicadas en el asalto del 8 de enero. Pero el gobierno de Lula también tendrá que encontrar la manera de cooperar con las fuerzas políticas formales que representan al bolsonarismo, al tiempo que trata de calmar el descontento entre sus numerosos partidarios en el ejército y en la población en general.

Evocando deliberadamente lo ocurrido en el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, el ataque premeditado contra el sistema democrático de Brasil fue chocante, pero no sorprendente. A lo largo de la campaña de 2022, Bolsonaro, un populista de extrema derecha que llegó al poder en 2018 prometiendo acabar con la corrupción y restaurar los valores sociales conservadores, había tratado de desacreditar el sistema de votación y a las autoridades electorales. Muchos interpretaron sus ataques en el sentido de que, si su oponente se imponía, podría conspirar para bloquear el traspaso de poder. Después de perder por un estrecho margen frente a Lula, Bolsonaro se mantuvo aparentemente al margen de cualquier complot y, en gran medida, se retiró de la vida pública. Pero no reconoció su derrota y se negó a asistir a la toma de posesión de Lula el 1 de enero. Mientras tanto, sus principales partidarios, impulsados por la retórica y el aparato de redes sociales de su líder, y empujados aún más a la derecha por la defensa de la (muy mala) gestión de la pandemia de Covid-19 por parte del gobierno de Bolsonaro, asumieron la idea del fraude electoral. En repetidas ocasiones, han pedido que se anule el resultado de las elecciones y que las fuerzas armadas tomen el poder. Sus protestas se han manifestado con diversos grados de violencia real e implícita: bloqueos de carreteras, marchas, un atentado frustrado en el aeropuerto de Brasilia y lo que parecían ser saludos nazis masivos en una reunión que tuvo lugar en una próspera región agrícola.

 

«Al igual que tras el asalto al Capitolio, los imperativos inmediatos de las fuerzas del orden se solapan con la tarea más delicada de identificar los papeles desempeñados por figuras políticas y militares afines a Bolsonaro»

 

Los diversos movimientos que culminaron en el asalto del 8 de enero parecen haber requerido organización. Los investigadores policiales y judiciales centrarán ahora su atención en la red de logística, de comunicación y de financiación que lo hizo posible. Pero al igual que tras el asalto al Capitolio, los imperativos inmediatos de las fuerzas del orden se solapan con la tarea más delicada de identificar los papeles desempeñados por figuras políticas y militares afines a Bolsonaro.

El expresidente solo hizo un leve reproche de los disturbios, comparándolos con anteriores protestas de sus oponentes políticos, incluidas las manifestaciones de 2013 contra los malos servicios públicos y la corrupción, así como una huelga general cuatro años después. “Las manifestaciones pacíficas, dentro de la ley, forman parte de la democracia. Sin embargo, el vandalismo y la invasión de edificios públicos, como los actos de hoy, y como los practicados por la izquierda en 2013 y 2017, son una excepción a la regla”, escribió en Twitter. Pero negó haber desempeñado un papel en los disturbios, insistiendo en que siempre ha actuado dentro de la legalidad. No obstante, varios legisladores estadounidenses han pedido su extradición, algo que las autoridades brasileñas tendrían que solicitar formalmente tras presentar cargos penales contra él. Sin embargo, las pruebas de la implicación directa de Bolsonaro en los disturbios pueden ser difíciles de obtener, y cualquier medida para capturarlo probablemente generaría una gran tensión política. Mientras tanto, el departamento de Estado de EEUU confirmó el 9 de enero que cualquier persona que entre en el país con un visado diplomático, pero cuyas funciones oficiales expiren durante su estancia –como es el caso de Bolsonaro–, está obligada a abandonar el país o a obtener un nuevo visado en los 30 días siguientes a su llegada.

La respuesta de los aliados de Bolsonaro en posiciones de poder ha sido dispar. El gobernador de Brasilia, el bolsonarista Ibaneis Rocha, despidió a su jefe de seguridad, Anderson Torres, el mismo 8 de enero, después de que comenzaran los disturbios. En ese momento, Torres estaba de vacaciones con su familia en EEUU; donde permanece; al parecer, el jefe de seguridad en funciones durante la marcha contra los edificios federales dijo a Rocha que los participantes eran “totalmente pacíficos”. El propio Rocha ha sido suspendido a su vez por el Tribunal Supremo durante 90 días por no haber contenido la violencia. Otros miembros de la coalición bolsonarista, incluido el líder del Partido Liberal, Valdemar Costa Neto, se han distanciado de la violencia, calificándola de “vergonzosa” y diciendo que “no representa al partido”. El partido y sus aliados nacionales, así como poderosas figuras regionales como el gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas, seguirán siendo cruciales para la capacidad de Lula de controlar la agitación de extrema derecha. Al mismo tiempo, es probable que no quieran alienar a sus seguidores y militantes más entregados. Freitas y Romeu Zema, el gobernador bolsonarista de Mina Gerais, asistieron el 9 de enero a una reunión de emergencia convocada por Lula para debatir los disturbios, y el primero declaró que “la pacificación requiere gestos de todos: el poder legislativo, el ejecutivo, el judicial y los Estados”.

Las autoridades también tendrán que investigar si miembros de las fuerzas de seguridad no lograron frenar los disturbios o si, directamente, fueron cómplices. En su reunión del 9 de enero con los gobernadores de los Estados, Lula expresó su frustración con la cúpula militar y declaró que “parece que a los generales les gusta que la gente pida un golpe”. Fuentes gubernamentales han declarado a los medios de comunicación que muchos de los que se encontraban en el campamento de Brasilia eran militares retirados o familiares de militares en activo. Los vídeos difundidos en las redes sociales muestran a la policía militar comprando refrescos para los alborotadores, mientras que los soldados del Palacio Presidencial al parecer no hicieron nada para evitar los daños que la turba causó en su interior.

 

«Los sucesos de Brasilia han reforzado la preocupación generalizada en América Latina ante los peligros que acechan a la democracia»

 

Los sucesos de Brasilia han reforzado la preocupación generalizada en América Latina ante los peligros que acechan a la democracia. En toda la región, gran parte de la cual está dirigida ahora por gobiernos de izquierda próximos al de Lula, los líderes expresaron su consternación por los sucesos, y presidentes como el colombiano Gustavo Petro y el argentino Alberto Fernández la calificaron de obra de derechistas empeñados en frustrar un gobierno progresista. Una perspectiva menos partidista apuntaría en cambio a una creciente ola de violencia política en los últimos años, incluyendo intentos de asesinato de figuras políticas tanto de la derecha (como el propio Bolsonaro en 2018) como de la izquierda, así como estallidos de protestas legítimas que en ocasiones han terminado en batallas campales con personal de seguridad utilizando munición real, por ejemplo en Colombia, Nicaragua, Venezuela, Chile y Perú. Los gobiernos que se presentan como de izquierdas también han protagonizado represiones autoritarias: las autoridades venezolanas han detenido a cientos de presos políticos, lo que ha provocado una investigación de la Corte Penal Internacional sobre posibles crímenes contra la humanidad, mientras que la policía y los tribunales nicaragüenses han encarcelado en masa a la oposición.

La violencia parece más probable en los países donde las divisiones ideológicas son más marcadas, y los protagonistas se tachan mutuamente de amenazas para la coexistencia pacífica. La retórica tóxica se ha convertido en una característica de muchas democracias latinoamericanas, alimentada tanto por políticos que buscan partidarios entre el público descontento como por la demanda popular de un liderazgo fuerte. Los partidarios de Bolsonaro se niegan a tolerar lo que consideran un gobierno criminal e inmoral que toma el poder sobre la base de unas elecciones espurias, una afirmación para la que (al igual que sus homólogos estadounidenses en enero de 2021) no tienen pruebas. En Perú, mientras tanto, el perdedor de derechas en las elecciones de 2021 se negó a aceptar la derrota durante semanas; a su vez, el vencedor final, el izquierdista Pedro Castillo, provocó su propio encarcelamiento y semanas de turbulencias en diciembre de 2022 al tratar de disolver el Congreso y gobernar por decreto.

Sin embargo, el alboroto en Brasil tiene características propias de la extrema derecha. Los círculos de la extrema derecha brasileña, incluidos los miembros de la familia de Bolsonaro, se han inspirado claramente en los últimos días de la administración presidida por Donald Trump, en los que el entonces presidente en funciones agitó a las masas para alterar el resultado de las elecciones de 2020. La incursión en el Congreso de activistas despreocupados por ocultar su identidad o su participación en actos de destrucción ostentosa guardan paralelismos con los acontecimientos de principios de 2021 en Washington, con la notable diferencia de que el Congreso brasileño estaba vacío en el momento del ataque. Los investigadores judiciales bien podrían explorar si el parecido entre los movimientos de derechas de EEUU, Brasil y otros lugares se debe a una coordinación más profunda que la simple influencia.

 

«El nuevo gobierno de Lula tendrá que trazar un camino entre perseguir a los fanáticos de Bolsonaro y negociar con sus discípulos políticos y partidarios más moderados»

 

La descarada violación de la ley el 8 de enero no significa, sin embargo, que Brasil haya sucumbido a una toma del poder por la extrema derecha. A lo largo de los años de gobierno de Bolsonaro, y a pesar de su retórica incendiaria, sus decisiones equivocadas y su nostalgia por el régimen militar, Brasil mantuvo intacto su orden institucional y constitucional. Sentencias judiciales firmes y bien formuladas, una sociedad civil vibrante y una amplia coalición popular –reforzada por el fuerte respaldo internacional a la democracia brasileña– permitieron a Lula no solo ganar el poder, sino mantener a raya la amenaza de un golpe de Estado. La condena del asalto por parte de un frente unido de instituciones federales y estatales el 9 de enero, junto con las manifestaciones en apoyo de la democracia, deberían reforzar el papel de Lula y del poder judicial a la hora de llevar a cabo investigaciones justas y transparentes sobre los sectores más fanáticos en torno a Bolsonaro, así como sobre el propio expresidente, si surgen pruebas de su participación. Mientras las fuerzas armadas no tomen la decisión precipitada de intervenir en política, estas mismas condiciones deberían garantizar que su gobierno funcione con normalidad.

Pero con un año por delante que promete poco alivio económico, y con la fractura ideológica de la sociedad brasileña grabada a fuego en las instituciones del Estado, el nuevo gobierno tendrá que lograr un equilibrio entre perseguir a los fanáticos de Bolsonaro y negociar con sus discípulos políticos y partidarios más moderados, así como apaciguar y controlar a las fuerzas armadas. Le guste o no, el nuevo gobierno no puede ignorar el amplio apoyo público al conservadurismo del expresidente y su desconfianza hacia las élites políticas. La mejor esperanza (y la más realista) para la estabilidad en Brasil no es esperar que los partidarios de Bolsonaro más pragmáticos abandonen sus creencias, sino restablecer la credibilidad del liderazgo político federal mediante un gobierno transparente, limpio y eficaz. Mientras tanto, el gobierno de Lula deberá encontrar la manera de convencer al movimiento que Bolsonaro ha creado de que abandone las calles y trabaje dentro del sistema. Bolsonaro y sus ultras pueden desaprobarlo, pero cuanto más aislados estén, menor poder destructivo tendrán.

Artículo originalmente publicado en inglés aquí, en la web de Crisis Group.

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