El presidente del gobierno de España, Pedro Sánchez, durante su intervención en la sesión de control en el Congreso de los Diputados, el 20 de junio de 2018. LA MONCLOA

Cuando cambiar el presidente puede serlo todo o nada

Luis Pásara
 |  9 de julio de 2018

La sentencia en primera instancia del caso Gurtel –probablemente el mayor escándalo de corrupción en los cuarenta años de edad que tiene la democracia en España– fue conocida el 25 de mayo. Y allí cambió todo. Al día siguiente, el líder del Partido Socialista (PSOE), Pedro Sánchez –a quien hasta entonces se le tenía como un cadáver político– presentó una moción de censura al presidente del gobierno, Mariano Rajoy, que derrumbó a este y encumbró al líder opositor.

El cambio en la cúspide no contaba con viento a favor para impulsar al nuevo gobierno. Pero Podemos, con una considerable representación parlamentaria situada a la izquierda del PSOE, dejó súbita y sorprendentemente la actitud obstinada que dos años antes había impedido un acuerdo entre ambos partidos para gobernar. Apoyó la censura haciendo explícito esta vez que no pondría condición alguna a cambio. Pablo Iglesias y su gente, finalmente, entendieron que la estrategia de socavar al PSOE para reclutar a los socialistas desafectos favorecía el mantenimiento de la derecha en el poder. Esa perspicacia le faltó al otro partido emergente, Ciudadanos, cuyo líder intentó aprovechar la demoledora sentencia judicial para exigir elecciones inmediatas, cegado porque las encuestas le auguraban un crecimiento importante en la intención de voto. Albert Rivera se opuso en seguida a la moción de censura que resultó ganadora y quedó situado ante el electorado como el sostén fallido del Partido Popular; esto es, en fuera de juego.

Hasta allí la recomposición de fuerzas políticas. Pero durante el primer mes transcurrido desde entonces, el cambio es mucho más que el de rostros y discursos. Se ha producido un cambio de clima –sería algo cursi decir que coincide con la llegada de la primavera a España– por el que la intolerancia y la cerrazón de rasgos impositivos que caracterizaron al gobierno de Rajoy se esfumaron, literalmente de la noche a la mañana. España tiene un gobierno que no se empeña en negar lo que otros proponen, encerrado en las estrechas razones de la ley, que fue lo que este país padeció durante los más de siete años que duró el Partido Popular en el control del ejecutivo.

Cada día el gobierno da buenas noticias. Se ensaya –algo muy difícil en la cultura política española– la búsqueda de consenso entre varias fuerzas políticas antes de lanzar una política determinada. Saldrán adelante una veintena de leyes que el congreso de los diputados aprobó –entre ellas la derogación de la “ley mordaza”, bajo la cual se ha perseguido y condenado una diversidad de gestos de disidencia ciudadana– y el gobierno de Rajoy trabó con malas artes. Se restablece el acceso a la sanidad pública a todos los habitantes, sin diferenciar entre legales e ilegales. Se abrió puerto a esas más de seiscientas personas a las que Italia –gobernada ahora por la extrema derecha– les negaba entrada para que dejaran de dar vueltas en el mar, y varias comunidades autónomas se ofrecen a acogerlos para que inicien en ellas una nueva vida. Se trasladará en julio los restos del dictador Francisco Franco desde privilegiado sarcófago donde ha permanecido hasta una tumba familiar. Se busca activamente “desinflamar” la relación con Cataluña y, por de pronto, los líderes políticos que jueces carentes de independencia han encerrado en prisión provisional son trasladados a cárceles catalanas. Cada noche uno/a o más ministros/as comparecen para explicar o intentar persuadir, no para imponerse mediante la descalificación del adversario.

Después de 14 años de vivir en España, confieso que es como si hubiera cambiado de país. No sé cuánto durará este clima y cuánto podrá avanzarse en lo que se propone el nuevo gobierno –asuntos como el de Cataluña no tienen solución sencilla–, pero es un enorme alivio respirar en la nueva atmósfera.

 

El mal ejemplo de Perú: un cambio para que nada cambie

En Perú también ocurrió recientemente la sustitución del presidente sin pasar por una nueva elección, pero el clima político no parece muy distinto del que se tuvo hasta fines de marzo, cuando el vicepresidente Martín Vizcarra reemplazó según lo previsto en la Constitución al renunciante Pedro Pablo Kuczynzki (PPK), después de que este quedara envuelto en la ola de escándalos generados en buena parte de América Latina por las coimas pagadas por la empresa brasileña Odebrecht. Al comienzo de los tres meses que Vizcarra lleva en el cargo, se creyó que se abría un nuevo capítulo pero los hechos han ido mostrando que se trata de un cambio para que nada cambie.

Si se pone de lado el asunto de la corrupción –en el que el desempeño de Vizcarra cuando estuvo al frente de un ministerio durante el gobierno de PPK no está libre de cargos–, los dos grandes asuntos de preocupación ciudadana, según indican las encuestas, son la inseguridad y el escaso avance de las obras de reconstrucción programadas después de los enormes destrozos ocasionados en el norte del país en 2017 por el fenómeno de El Niño Costero, cuyo valor se estima en casi dos puntos del PBI. La impotencia del gobierno de PPK para enfrentar estos desafíos erosionó la confianza ciudadana, lo que hizo viable que el Congreso se aprestara a declarar la “incapacidad moral permanente” del entonces presidente, quien entonces se adelantó a renunciar.

Con Vizcarra las cosas no parecen haber cambiado. Luego de un periodo de relativa calma en las relaciones entre el poder ejecutivo y el legislativo –que al parecer fue posible porque Vizcarra aceptó determinadas condiciones impuestas por el fujimorismo desde el Congreso–, ciertos asuntos críticos han devuelto al país a la crispación y el enfrentamiento políticos que acompañaron los 19 meses de PPK en la presidencia. A fines de junio, el motivo principal de disputa era una ley aprobada por la mayoría opositora que impide utilizar dinero público en publicidad oficial en los medios de comunicación.

Sobre asuntos más significativos se han producido acuerdos explícitos o tácitos. Así, cuando un congresista opositor –un general en retiro que está siendo procesado por la venta de combustible adquirido para uso oficial– se disfrazó para tender una trampa a una funcionaria del Lugar de la Memoria –museo que el fujimorismo impugna debido a que ofrece una versión que no les conviene acerca de lo ocurrido durante la guerra interna contra la subversión–, el gobierno de Vizcarra respondió con sanciones a los funcionarios del museo, para complacencia del fujimorismo.

En menos de tres meses, tres ministros han debido renunciar al cargo en razón de incidentes que muestran a un gobierno poco cohesionado y sin rumbo claro. El caso más llamativo ocurrió en el ministerio de Economía, cuyo titular anunció en junio ciertos cambios en materia tributaria que al día siguiente fueron desmentidos por el primer ministro. Como en el gobierno anterior –y en todos los que un peruano de treinta años pueda recordar–, el de Vizcarra es un caso en el que sobran las ambiciones y faltan las ideas.

Como resultado de esa percepción, el nivel de aprobación de la gestión del nuevo gobierno, que en abril era mayoritario (57%), en junio había caído a algo más de un tercio (37%) y la desaprobación se empinaba hasta casi la mitad de los encuestados (48%). Ni la excesiva esperanza popular puesta en el desempeño peruano en el Mundial de Rusia distrajo al electorado de su insatisfacción con el nuevo gobierno.

Entre tanto, el Congreso sigue siendo objeto de denuncias periodísticas que oscilan entre el escándalo y el ridículo. Un día se conoce el monto del gasto oficial en flores importadas para decorar oficinas y al siguiente se hace público un caso más de un congresista vinculado a empresarios del narcotráfico o de otro que falsificó certificados de estudios básicos que no hizo. El nivel de aprobación del Congreso andaba en junio en 14%, mientras el desprestigio de la política y los políticos proseguía rodando cuesta abajo.

En Perú el hartazgo ciudadano y la desafección de la política llevan casi 30 años: fueron la clave para que Alberto Fujimori derrotara a Mario Vargas Llosa en las elecciones de 1990. Revertir ese proceso parece asunto de titanes, que no se encuentran en el elenco de la dirigencia política peruana. Por el contrario, esta pasa por uno de sus momentos menos presentables.

En España esos fenómenos son recientes y dieron paso al surgimiento de los nuevos partidos que han hecho posible cancelar el bipartidismo protagonizado durante décadas por el Partido Popular y el PSOE. ¿Un nuevo jefe de gobierno puede combatir la desafección y el escepticismo que han aparecido últimamente en escena? Iniciado el segundo mes del nuevo gobierno ya aparecen asuntos difíciles de resolver por consenso en una coalición parlamentaria extremadamente diversa y por consiguiente frágil, como la que hace posible a Sánchez gobernar. Entre tanto, el Partido Popular y Ciudadanos ejercen ese tipo de oposición cainita que es habitual en España, con miras a beneficiarse de alguna manera, no importa a qué precio. Las semanas y los meses que siguen nos permitirán saber si el cambio de presidente logró ser algo en este caso.

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