Los claroscuros de Benjamín Netanyahu

Julio de la Guardia
 |  14 de julio de 2016

Benjamín Netanyahu va camino de convertirse en el primer ministro más longevo políticamente del Estado de Israel, superando al padre de la patria, David Ben Gurión. En estos momentos no se otea en el horizonte nada que pueda impedirlo, incluso la actual investigación por supuesta corrupción y uso fraudulento de donaciones extranjeras no declaradas para la campaña electoral de 2009, que le permitió retornar a primera línea de la política después de haber dirigido el ejecutivo entre 1996 y 1999. Son ya siete años consecutivos al frente del gobierno israelí, en una gestión que ha tenido sus luces (como la reciente gira africana y la cumbre contraterrorista celebrada el 4 de julio en la ciudad ugandesa de Entebbe junto a siete jefes de Estado africanos) y sus sombras (como el fiasco militar y político del abordaje del Mavi Mármara en 2010, que provocó la ruptura de relaciones con un socio estratégico como Turquía, que se acaban de restablecer).

Igualmente, la personalidad de Bibi –tal como se le conoce popularmente en Israel por su apodo de infancia, que sus asesores intentaron difuminar durante su primer mandato, pero que luego han cultivado– presenta numerosos claroscuros. En primer lugar, la notable influencia que sobre él han tenido tres personas de su entorno familiar: su padre, el catedrático Benzion Netanyahu, especializado en la Inquisición española, a quien como hijo pequeño nunca logró satisfacer en vida y rememora nostálgicamente desde su muerte; su hermano mayor Yonatan, el único militar que falleció en la exitosa operación de rescate de rehenes que tuvo lugar en Entebbe, de la que se acaba de cumplir el 40 aniversario; y su segunda mujer, Sara, cuya influencia en la Oficina del Primer Ministro es tal que muchos la comparan con Maria Antonieta.

Quizá los principales calificativos que definirían a Netanyahu como dirigente serían los de pragmático, oportunista y superviviente nato. Bibi tiene la virtud de saber interpretar a la perfección las corrientes políticas subyacentes y de adaptarse a éstas sobre la marcha. Así quedó demostrado el pasado mes de marzo, cuando tras el asesinato a sangre fría por parte del sargento Elior Azaria de un joven palestino que acababa de intentar apuñalar a un soldado israelí, Netanyahu inicialmente se alineó con el jefe del Estado Mayor, Gadi Eisenkot, y con el entonces ministro de Defensa Moshe Ya’alon en la condena pública del acto por violar las reglas de enfrentamiento. Pocos días después, sin embargo, el primer ministro llamaba por teléfono al padre del sargento para mostrar su solidaridad, vulnerando el principio de neutralidad, una vez que las encuestas mostraran que la mayoría de sus votantes y simpatizantes lo aprobaban moralmente.

Este relativismo axiológico se ha podido apreciar varias veces en su gestión de la cuestión palestina. Si durante su primer trienio llegó a firmar el Protocolo de Retirada de Hebrón (1997) y los Acuerdos de Wye Plantation (1998), bajo el patrocinio de la administración de Bill Clinton y en el marco del Proceso de Oslo, cuando volvió al poder en 2009 pronunció la llamada “Declaración de Bar Ilán”. En ésta, que tuvo lugar un par de semanas después de que el presidente Barack Obama pronunciara su ya célebre discurso de El Cairo, Netanyahu reconoció el derecho de los palestinos a tener un Estado propio, siempre y cuando la seguridad de Israel no quedara comprometida. Siete años después se ha olvidado completamente de la solución de los dos Estados y lo único que desea es seguir haciendo gestión de crisis y aplicando la tradicional política de hechos consumados: anexión unilateral de territorio, apropiación de sus recursos naturales, construcción de nuevos asentamientos y de las infraestructuras que los interconectan, para así reducir Palestina a la mínima potencia territorial. Para él, la cuestión palestina es un juego de suma cero. Siempre lo ha sido –incluso durante lo que para él fue el espejismo de Oslo– y así seguirá.

 

El recuerdo de la Shoá

Influido por las teorías de su padre Benzion, la Weltaschauung histórica de Bibi tiene como motor la persecución que ha sufrido secularmente el pueblo judío y, sobre todo, el paroxismo de la Shoá (Holocausto). A partir de ahí, la creencia de que tiene que hacer todo lo que esté en su mano para prevenir y neutralizar cualquier posibilidad, por mínima que sea, de que se vuelva a repetir. Por este motivo, Netanyahu llegó a adoptar una actitud tan beligerante respecto de la militarización del programa nuclear iraní –hasta el punto de desafiar a Obama compareciendo ante el Congreso de Estados Unidos invitado por los republicanos– para solicitar su destrucción. Otra cosa es que, en aras de ese posibilismo y pragmatismo que le caracteriza, desde que el G5+1 firmara el acuerdo con la República Islámica Netanyahu haya rebajado el asunto iraní dentro de su agenda de política internacional.

De esta forma el Tsahal (fuerzas armadas de Israel) se convierte en el instrumento imprescindible para la defensa del Estado y del pueblo judío en la diáspora. Para el primer ministro, como para la mayoría de los israelíes, en Tsahal adquiere un carácter casi sagrado y providencial, en el que el mayor honor consiste en morir en acto de servicio. Tal como hizo su hermano mayor hace 40 años en el transcurso de la Operación Yonatan, que permitió rescatar y devolver a Israel a los secuestrados, matando a todos los secuestradores y con solo cuatro muertos entre los rehenes. Todo un ejemplo a seguir a partir de una mitificación del personaje a la que han contribuido el patriarca de los Netanyahu y el hermano intermedio, Iddó, radiólogo de profesión, que tiene tres libros sobre el heroísmo del añorado Yoni.

En el ámbito ideológico podría decirse que a pesar de estar rodeado en el gobierno por miembros de la extrema derecha, como los ministros de Defensa y Educación, Avigdor Lieberman y Naftali Bennet, respectivamente, y en el Likud por ultranacionalistas como los diputados Moshe Feiglin y Yehuda Glick, Netanyahu representa el centro ideológico (dentro de una escala que ha basculado claramente a la derecha tras la segunda Intifada). Bibi prefiere trascender el debate entre Yamina (derecha) y Shmola (izquierda) para dedicarse a gobernar en función de lo que le marca la demoscopia. Su correcta interpretación y pulsión de la opinión pública le permitió superar ampliamente al candidato de la Unión Sionista, Isaac Herzog, en las últimas elecciones generales de marzo de 2015, a pesar de que el segundo llegó a liderar las encuestas. La permanencia de Herzog al frente del Laborismo, a pesar de sus malos resultados y peores pronósticos de futuro, le ha permitido a Bibi menoscabar y fragmentar más si cabe a una Shmola que no levanta cabeza desde que Ehud Barak le hiciera el hara-kiri, primero desde dentro del Avodá (Partido Laborista) y luego desde su escisión HaAtzmaut (Partido de la Independencia).

Por último, otra de las características del pensamiento político de Netanyahu es su aversión a correr riesgos. Lo demostró en 2012, cuando dio órdenes al Tsahal para preparar un plan de ataque contra el programa nuclear iraní, pero que luego no ejecutó al comprobar las reticencias estadounidenses. También en las dos operaciones militares –Pilar Defensivo, en 2012, y Margen Protector, en 2014– llevadas a cabo contra el movimiento islamista radical Hamás en la Franja de Gaza. En ambos casos se trató de guerras de elección por parte de Netanyahu –con intención de minimizar las capacidades ofensivas del enemigo– pero que no llevó hasta sus últimas consecuencias. Igualmente en la guerra civil de la vecina siria, en la que no ha querido intervenir pero sí ha lanzado ataques aéreos puntuales contra la guerrilla de Hezbolá y contra los Guardianes de la Revolución iraníes, pero dejando estar al régimen de Bachar el Asad, en aplicación del axioma de que más vale malo conocido que bueno por conocer.

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