Los Objetivos de Desarrollo del Milenio: nuevo número de Economía Exterior

 |  22 de diciembre de 2010

Distribución de la riqueza mundial.

En 2000 un grupo de 189 países adopta un compromiso de solidaridad universal. Son los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM): recortar a la mitad el número de personas que padecen hambre en el planeta, reducir la mortalidad infantil y materna y las desigualdades de género, prevenir el sida, la malaria y la tuberculosis, alcanzar la sostenibilidad del medio ambiente.

En el umbral del nuevo siglo, los países más ricos hacen examen de conciencia y deciden corregir las dramáticas desigualdades y mejorar las condiciones de vida de los más necesitados. Nunca hasta entonces la humanidad había dispuesto de tanta riqueza, de tantos medios –medicamentos, tecnología– para erradicar la miseria. Solo faltaba la voluntad política para que el hambre y las enfermedades fueran poco poco vencidas.

Cinco años, después en 2005 y en plena expansión de la economía de mercado capitalista, se renuevan los votos de solidaridad. La cumbre del G8, esa vez presidida por el primer ministro británico Tony Blair, propone acelerar la consecución de los objetivos de 2000. El combate contra el atraso económico y social, especialmente en el continente más rezagado, África, no podía demorarse.

La Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) seguirá en primera línea, pero ahora reforzada por la participación de iniciativas empresariales. Gobiernos y empresas hermanados. Se programan atajos, en primer lugar, la condonación de la deuda externa de los países más pobres, para facilitar que sus recursos sean destinados a la satisfacción de  sus propias necesidades. Paralelamente se acuerda ampliar la liberalización comercial para los productos agrarios y materias primas exportadas por el grupo de países más pobres. Se mantienen, no obstante, importantes contrapartidas para la concesión de las ayudas, la condicionalidad de  políticas económicas ortodoxas que implican el saneamiento de las finanzas públicas y la liberalización de los mercados. Subsisten, a la vez, las exigencias de un control de las actuaciones de los gobiernos beneficiarios para evitar, en lo posible la corrupción. La promoción de un modelo democrático sigue siendo una recomendación ineludible.

También se modifica la letra pequeña de la cooperación. Los  créditos blandos o las inversiones directas para la financiación o participación en grandes proyectos pasan a un segundo plano, mientras se da prioridad a iniciativas más modestas pero más cercanas a los ciudadanos. Las obras de infraestructura no han demostrado ser tan eficaces como inicialmente estaba previsto, a la vez que han sido motivos de corrupción y desviación de fondos hacia cuentas particulares. El énfasis se pone en combatir la desnutrición, aumentar la producción agraria local y mejorar la distribución de los alimentos, así como en la prevención de las enfermedades infecciosas, sida, malaria, tuberculosis, junto a una mayor atención a la escolarización y a la formación profesional. Una población desnutrida,  enferma o iletrada está incapacitada para el desarrollo económico.

El optimismo era moneda común del mundo desarrollado a mediados de la década. “Nunca las cosas fueron tan bien”. El reto de la miseria y del subdesarrollo estaba al alcance de la mano. El paradigma de un régimen democrático y de una economía de mercado era la receta apropiada. De hecho, el mundo del subdesarrollo empezaba a caminar con paso firme y solvencia financiera. Había recursos para instrumentar las ayudas y un paradigma de funcionamiento. Sin embargo, aquel optimismo iba a ser zarandeado por una crisis financiera de proporciones desconocidas. El profetizado fin de la historia se caía de su pedestal arrastrado por el fracaso de los mercados financieros mientras se extendía el paro en proporciones políticamente alarmantes. Las cosas tampoco pintaban bien para la hegemonía política y militar de Occidente. La guerra de Afganistán se alargaba y aumentaban las bajas.

En ese nuevo entramado hacen acto de presencia una serie de países de rentas medias, China, en especial, que no solo dominan la tecnología avanzada y consiguen tasas de crecimiento espectaculares, sino que exigen su presencia en las organizaciones internacionales y en la dirección de sus cometidos. La alteración de la realidad y el cambio en las hegemonías políticas abría el debate sobre las contrapartidas exigibles a los países pobres. El desarrollo económico, cueste lo que cueste, por encima de las contrapartidas sobre el buen gobierno y los equilibrios presupuestarios. Sostenibilidad del medio ambiente sí, pero siempre y cuando no constituya un freno al crecimiento.

Los nuevos países emergentes llegaban con ideas para la promoción de los objetivos del milenio, como se puso de manifiesto en la cumbre del G-20 del pasado otoño. China y Corea, entre otros, confirmaban sus necesidades crecientes de productos energéticos y materias primas a la vez que desbrozaban el acceso a los países productores para sus mercancías. La industrialización primaría sobre las cautelas, la soberanía nacional sobre los controles y las verificaciones multilaterales. Se ofrecían créditos a largo plazo sin contrapartidas de gobernabilidad democrática.

El eco que llega de los países en desarrollo va en la misma dirección. Quejas por la frustración ante el incumplimiento de los países occidentales en la transmisión de nuevas tecnologías vitales para su transformación, así como de los retrasos en la apertura de sus mercados a los productos agrarios. La insistencia occidental en la transparencia y el buen gobierno, el retorno a la “condicionalidad”, se interpretaba como una coartada para limitar la cooperación que esconde las dificultades económicas provocadas por la crisis y los brotes nacionalistas con mayores exigencias domésticas.

La Unión Europea reelabora el discurso. Ahora se propone el crecimiento “equitativo” para afrontar una realidad trufada de desigualdades e insuficiencias y que de alguna manera respondía a una escasa correlación  entre crecimiento económico y distribución de la riqueza. En efecto, el crecimiento no ha conseguido evitar la presencia de grandes masas de población desasistida. Incluso, el ejemplo del África Emergente, muestra que solo 17 de los 54 países mantienen un crecimiento sostenido. Pero África ha crecido, como promedio, un 6 por cien en 2009. La Organización Mundial de la Salud señala que una enfermedad como la tuberculosis, erradicada en el mundo desarrollado, afecta a 14 millones de personas de los que tres millones corresponden a India y 1,8 millones a China.

El hueco entre condicionalidad y crecimiento se hacía más ancho. Los países de renta media imponían no solo su presencia, sino también sus exigencias: menos condicionalidad y más agresividad a la hora de conceder créditos a bajo interés y a largo plazo, mientras tomaban una participación creciente en los intercambios comerciales. Las consecuencias están ahí: los países productores de materias primas son cada vez menos dependientes de Occidente. Una confirmación de que esta vez la crisis de los ricos no se ha traducido en una rebaja de los precios de las exportaciones agrarias y materias primas junto a una subida de los precios de las manufacturas. La trampa de la relación real de intercambio, más cobre o más trigo por una misma herramienta, no se ha cumplido. Los países de renta media son compradores y suministradores incondicionales. Con un resultado final favorable para los productos primarios, venden sin pérdidas e importan manufacturas a precios competitivos.

El desarrollo avanza. Lo sucedido en China e India es la mejor respuesta a los objetivos del milenio. Más de una tercera parte de la población del mundo ha abandonado la pobreza. Subsisten, no obstante, males y tragedias: desigualdades en la distribución de la renta, en los niveles de educación, exclusiones de género y enfermedades. El buen gobierno y la profundización de la democracia, el crecimiento equitativo, seguirá siendo, en cualquier caso, una referencia. No habrá crecimiento estable mientras el bien común no sea un derecho de todos los ciudadanos.

Y una vez más, recordamos esa gran amenaza: las sociedades en que los ricos son cada vez inercialmente más ricos y los pobres inercialmente más pobres. Además de aludir al estadio propio de las sociedades humanas más avanzadas, el término civilización refleja la vida de un país en el que los poderosos no se hacen, por el hecho de serlo, cada vez más poderosos: ni los débiles cada vez más débiles. El equilibrio de una sociedad civilizada predica precisamente lo contrario.

Queda un último capitulo: la sostenibilidad del medio ambiente. En Cancún se ha decidido que el recalentamiento del planeta no puede superar dos grados centígrados con relación a la era preindustrial: control de las emisiones por parte de todos. China e India aceptan supervisar y corregir sus niveles. No habrá un control internacional en sus territorios pero sí un compromiso nacional firme además de información y supervisión. La creación de un Fondo Verde para el Clima significa la protección de los bosques. La deforestación ha sido el resultado del escaso valor atribuido a las grandes masas forestales frente a su utilización como tierra de cultivo o unas incontroladas sacas de madera. A partir de ahora los bosques tienen un valor ecológico pero también mercantil: 100.000 millones de dólares anuales. El Fondo Verde, administrado por el Banco Mundial, será el pago vertido por la humanidad. ¿Se encaminará por fin este tercer milenio hacia una aldea global sin miseria ni enfermedades y en la que un extenso tapiz verde garantice la supervivencia de la especie?

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